Björn Larsson - Long John Silver

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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– ¡Maldito miserable! -gritó Flint dando una patada al cuerpo ya inerte mientras los otros marineros, desconcertados, se acercaban.

Al final se reunió un nutrido grupo de gente en cubierta. Flint parpadeó varias veces y se llevó la mano a la frente. Parecía como si despertara de una pesadilla. Primero miró al cadáver y después a los demás.

– Lo siento -dijo con una voz tan triste que, a juzgar por el tono, parecía sincera-. ¿Cuántas veces tendré que repetir que no pronunciéis ningún nombre delante de extraños? ¿Tanto os cuesta entender que este barco y su tripulación tienen que ser anónimos si queremos sobrevivir? ¿A cuántos voy a tener que matar sin provecho alguno antes de que se os meta en la mollera que, por todos los demonios, no pienso dejar que nos atrapen sólo porque algunos no saben cerrar el pico? Id al infierno, pero primero vaciad el barco y después hundidlo.

La tripulación salió a escape como si alguien los estuviera persiguiendo con un látigo.

– Y ahora, señores míos -dijo Flint mientras se volvía hacia nosotros-, ¿quién diablos se han creído que son? ¡Matar a mi gente después de haber arriado la bandera!

– La misma gentuza que ustedes -contesté ante la visible sorpresa de Flint,

Le hablé de quiénes éramos, qué queríamos y por qué. Le expliqué también que los doce negros se dejarían matar por mí sin que nadie los obligase; se lo dije para que no creyera que podía deshacerse de mí y después reclutar a los demás.

– John Silver -dijo Flint, pensativo-. He oído hablar de usted. Un tipo difícil, según tengo entendido.

– Depende completamente de cómo se comporten conmigo, señor. También puedo ser un buen compañero de barco. Hay testigos.

– Y ¿cómo se puede lograr que muestre este lado? -preguntó Flint.

– Desde luego, no tomándose ciertas libertades que puedan perjudicarme. Y menos a mis espaldas.

– ¿Como los dos que ha matado?

– Algo parecido.

– Está bien, Silver. Sean bienvenidos a bordo.

– Si el consejo acepta -añadí.

– Sí, claro -dijo Flint-, lo había olvidado. Usted es el hombre más importante de la tripulación, como contramaestre, y los representa ante Dios, el Diablo y ante todos los capitanes de la tierra.

– Ante Dios no, señor. No nos llevamos muy bien, Él y yo.

– Me lo imaginaba -sonrió Flint.

Flint casi nunca reía. La risa no era su fuerte. En el fondo era un diablo melancólico y triste.

– Por usted voy a llamar a consejo. Siempre les apetece dar su opinión, pero debe recordar una cosa, Silver. Tengo mis propios principios y mis propias normas. Se modifican por encima de mi cadáver, sólo quiero que lo sepa usted.

– ¿Y cuáles son, si se puede saber?

– Que nadie podrá poner en peligro la seguridad y la fuerza de este barco. Que ni por orgullo ni por estupidez se cometerá un error, siempre el mismo, como casi todos en nuestro gremio. Somos los últimos, Silver, maldita sea, y vamos a mantenernos dispuestos y con vida para espantar a todos los comerciantes, navieros y capitanes de la tierra. Mi meta es liquidar, de una vez por todas, el comercio marítimo, y además estoy aquí para acabar con el abuso de los buenos marineros, Silver.

– ¿Y el trueque? -pregunté-. ¿Botín, dinero, oro?

– Eso también. Porque es la esencia del comercio. Es la parte más dura.

Flint me miró sacando pecho para averiguar el efecto que me habían producido sus palabras. Yo hice como si no me diera cuenta, naturalmente, aunque no había esperado que Flint fuera un tipo con semejantes principios. Claro que por principio hubo gente que aparentaba navegar en sociedad, y no estoy hablando del capitán Mission, que fue una pura invención y un mero deseo del señor Defoe. Roberts y Davis sí eran de los que creían tener a la razón y a Dios de su parte. Cuando Roberts arengaba a la tripulación, siempre mencionaba sus principios. Siempre hablaba de la falta de libertad, tanto en tierra como en el mar; sí, incluso tuvo la desfachatez de concederle un sitio a bordo a un cura, pero el consejo, con mucho sentido común, votó en contra de aquella propuesta. Flint no era un gran pensador, como lo fueron Roberts o Davis. Flint apenas pensaba, diría yo: era un entusiasta. Hablar de sentido común con él era una pérdida de tiempo. No, a Flint había que tratarlo como a un instrumento de música si se quería conseguir algo de él, cosa nada fácil, porque estaba mal afinado y tenía un humor tan variable como el tiempo y el viento. ¡Y pensar que él, el diablo más sanguinario, a pesar de todo quería el bien, tenía metas y opinión, y cuidaba de que los marineros llevaran una buena vida!

Por mi parte no había inconveniente.

– Soy uno de los tuyos -le dije.

No hubo mucho más que decir. Nos dieron nuestros cofres y los fijamos entre los demás, en un rincón que había libre en el entrepuente. En el barco había gente por todas partes, claro que no era raro con ciento treinta hombres a bordo. Un tercio todavía estaba durmiendo en sus literas. No podían dormir más a la vez porque no había sitio.

Así pues, había gente por todas partes, hasta en el último rincón. Gente que jugaba a dados, que trajinaba y cosía, que estaba colgada sobre la barandilla mirando el horizonte, que cantaba y silbaba, que tallaba madera, queso añejo duro, marfil, sí, incluso carne seca. Otros narraban historias, arreglaban sus cofres por enésima vez, jugaban con los perros y los gatos de a bordo, cazaban cucarachas o se despiojaban. Una parte dormía, otra embreaba y pintaba mientras unos pocos, a pesar de todo, dirigían el barco, cazaban la vela, navegaban y vigilaban. Había otros que limpiaban sus armas, competían en echar un pulso y en tiro al blanco, tenían servicio de cocina y hacían la comida. Y también estaban los que no hacían absolutamente nada, la mayoría, como si nunca hubieran hecho nada y como si eso fuera lo que más deseaban.

Casi me había olvidado de lo mal que se estaba, de que tendría que acostumbrarme a llevarme bien con aquel gentío que lo invadía todo. Sí, claro que obraba a nuestro favor el entender que debíamos dejarnos en paz unos a otros, porque al fin y al cabo no nos habíamos enrolado para navegar al Infierno. De allí veníamos, poco más o menos.

Le pregunté a uno sobre las guardias y los puestos.

– ¡Ah! -dijo-. Sólo tenemos puestos en caso de combate, naturalmente. Si no, sólo en la cocina hay un servicio por turnos, porque allí nadie quiere ir. Allí sólo se reciben quejas. Y claro, luego está el camarote.

Del resto se cuida el que pase por cubierta en ese momento.

– ¿Es suficiente? -pregunté, pues me acordaba de que a bordo del Fancy había un montón de inútiles que nunca movían un dedo, en parte porque tampoco podían.

– Debo decir que aquí son todos marineros de primera. Saben perfectamente lo que tienen que hacer. Espera a vernos cuando tengamos que maniobrar de verdad. Da gusto vernos, te lo aseguro. Casi resulta increíble cuando se les ve ahí tumbados haciendo el vago, ¿verdad?

Se rió con todo el orgullo de formar parte de aquella tropa. Y decía la verdad, porque nunca he visto un barco mejor guiado que el Walrus, ni una tripulación con la que su barco cantara de alegría como aquél. Claro que eran igual de eficientes a la hora de pasar el rato sin hacer nada de provecho. A pesar de todo, casi nunca teníamos necesidad de navegar deprisa. En general, esperábamos dejándonos mecer por el agua en algún rincón del gran océano, allí donde pudiera aparecer un mercante sin escolta. Sí, la pereza y la vagancia eran tan preciadas como todo el oro del mundo. El oro les quemaba las manos en cuanto lo tocaban, también sabían sacar partido del tiempo libre. Nunca se echaban a suertes el servicio de cocina u otras actividades aburridas, porque todos tenían miedo de perder.

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