Björn Larsson - Long John Silver

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Long John Silver: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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Le dejé que hablara un rato y que argumentara todo lo que quisiera. Le reconcomía mi silencio, así que al final empezó a soltar tonterías e injurias en mi propia cara. Me harté pronto. Los negros también lo habían oído, y Jack estaba dispuesto a tomar partido. Le hice una señal; en un abrir y cerrar de ojos, Hands se encontró sentado y rodeado por tres negros. Estuve moviendo suavemente el timón, saqué el cuchillo y me puse a jugar con él encima de Hands, le hice cosquillas en la garganta y conseguí que abriera su bocaza poniendo la hoja en sus labios.

– Hands -dije con una sonrisa-, yo no voy por ahí diciéndote lo que tienes que pensar ni lo que tienes que hacer. Por eso mismo, te ha de importar unos cojones lo que yo haga con mi vida, con mi dinero y con mi reputación. ¿Está claro?

Los ojos, desmesuradamente abiertos, clavados en el cielo y muertos de miedo, le giraban en las órbitas. No podía ni asentir si no quería que la bocaza se le hiciera el doble de grande.

– Una cosa más. A lo mejor ahora te das cuenta de qué sirve tener a mano a unos cuantos negros.

Hands, deseoso de hacer las paces, asintió con la cabeza, el muy idiota, y si no hubiera separado el cuchillo no sé de qué manera hubiese vuelto a hablar. Lo único que pasó es que el filo le hizo un corte superficial en las comisuras de los labios.

– No era con mala intención -dijo Hands babeando sangre.

De nuevo le hice una señal a Jack, que soltó a Hands.

– Era por tu propio bien -balbució.

– Ya lo sé, viejo amigo -asentí-. Pero ahora ya sabes cómo estar a buenas con John Silver.

Claro que sí. Lo había entendido y no lo olvidó nunca, menos cuando perdía el control con las borracheras. Claro que nunca llegó a entender a la gente, ni antes ni después. ¡Creer que me podía levantar la voz teniendo cerca trece esclavos cuya libertad yo acababa de comprar! ¿Cómo se puede ser tan lerdo? Además, me quedó agradecido por no haberle cortado el cuello sin más ni más. Había olvidado por completo que lo necesitaba para navegar de vuelta a Port Royal. Así pues, se sintió tan ligado a mí como los demás, pero fue un alivio no tener que aguantar sus tonterías por un tiempo, porque durante varias semanas apenas pudo abrir aquella bocaza.

Llegamos a Port Royal sin habernos tropezado con piratas ni con nadie. Me puse mis mejores atavíos, me puse en contacto con el gobernador y liberé a los esclavos para su sorpresa y la de otros muchos.

– Me permito preguntarle qué se propone con esta acción -preguntó el gobernador-. Comprenderá que no es un buen ejemplo para los esclavos de la isla.

– Lo entiendo muy bien, señor -contesté cortésmente-. El caso es que los voy a utilizar en el mar. A bordo hay que castigar a los marineros si uno quiere que todo funcione como es debido. Ya sabe usted cómo son ese atajo de individuos reacios, vagos, duros y tercos. Hay que domarlos como si fueran caballos salvajes. Lo que pasa es que no se puede castigar a los blancos delante de los esclavos. Eso induce al amotinamiento. Ya lo ve, mi idea es sencilla pero eficaz. Libero a los esclavos para después tratar a todos por igual.

Al gobernador se le iluminó la cara.

– Quizá no sea tan mala idea -dijo-. Bien pensado, capitán Johnson, vale la pena probarlo.

– ¿Verdad que sí? -contesté recogiendo los documentos que acreditaban que mis esclavos tenían todo el derecho a vivir una vida igual de miserable que la mayoría.

Vestí a los negros de marinero. Di órdenes a Hands para que llenara la despensa con ayuda de Jack. Después se pintaría el barco, carenaríamos el casco y los negros aprenderían las artes de marear. Lo puse todo en manos de Hands, con perdón, en especial porque ya no podía jurar y maldecir como acostumbraba con sus comisuras heridas, sino que tenía que contentarse señalando y mostrando.

Entonces fue cuando me hice cargo de la mujer. Le conseguí ropa para que se cubriera la desnudez, porque había estado completamente desnuda desde que subió a bordo. Después la llevé a una taberna donde pedí la mejor comida y la mejor bebida que había. No protestó, pero en todo momento adoptó un rictus irónico, como si quisiera dejar bien claro que a ella no le tomaban el pelo. ¡Nada más lejos de mi intención! El caso es que ella era así: tenía una coraza muy difícil de atravesar, por si alguien quiere saberlo.

Aseguro que yo, que siempre tengo algo que decir, balbucía las palabras atropelladamente y no sabía a qué atenerme. Lo peor era que se reía en mis propias narices cuando me quedaba mudo.

Aquello no fue divertido para un tipo como yo, pero de todas formas no lo tomé a mal. Tartamudeando, le conté la historia de mi vida y le dije sin rodeos lo que pretendía hacer, esto es, que deseaba que fuera mi mujer en tierra, que cuidara de mis negocios y que fuera mi punto de anclaje en la tierra.

– La mayor parte de la gente como yo no tiene a nadie así, aunque tampoco le importa -expliqué-. El día de mañana les importa tres cojones, y del ayer lo han olvidado todo. Flotan por los océanos como barcos sin remos, pero yo tengo cuidado con mi pellejo y pienso continuar con ello hasta que muera, y no será con la soga al cuello ni ahogado entre mis vómitos. Por eso necesito a alguien como tú, una persona a la que no se la puede comprar ni por todo el oro del mundo.

Por una vez me miró con seriedad.

– Sin exigencias ni condiciones -continué-, ni siquiera estarás obligada a compartir mi cama cuando esté en tierra. Nada de agradecimientos porque te haya comprado la libertad. Tú te encargas de lo mío y de lo tuyo como te parezca mejor.

Fue entonces cuando abrió su boca deliciosa para soltar el discurso más largo que le oí en todo el tiempo que estuve a su lado.

– Sí -dijo-. Tú, John Silver, eres un tipo que necesita a una persona como yo, aunque te las compongas solo casi siempre, igual que yo. En eso tienes razón. He crecido entre esclavos por una parte y soldados de la Marina y oficiales por otra. De vosotros los blancos y de vuestra llamada civilización sé mucho más de lo que nunca sabréis vosotros mismos. Sé que tú no eres como los demás. Eres como yo, aunque no tienes mi orgullo. Te inclinas ante mí porque me necesitas y me quieres tener, pero alguien como tú debería mantenerse apartado del amor. No lo soportas, no eres feliz con ello. Ser libre es lo único que cuenta para ti. Sí, sí quiero ser tu mujer, pero no quiero que te rindas ante mí. Sería tu muerte, y así ¿qué habrías ganado?

Si antes nunca me podía quedar callado, en ese momento me quedé mudo. Cuando se dio cuenta de lo preocupado y lo pasmado que estaba, se echó a reír con aquella risa cristalina y única, capaz de hacerte saber que estabas vivo.

– ¡No seas tan solemne! -dijo, utilizando las mismas palabras que yo usaba con Jack y los demás-. Estás sorprendido por mis palabras, quizá sólo porque he cavilado y tienen sentido. ¿No es así? No es tan raro. Fui a la escuela por decisión de mi padre, un blanco que era coronel del Ejército; me bautizaron y me llenaron de vuestro Dios, el de los cielos y el de la verdad de la vida. Me pusieron a servir en las mejores casas de las colonias. Crecí y fui dotada con un cuerpo bello y ágil, como has visto, y fui objeto del placer salvaje y del deseo, sí, incluso del de mi padre. Mi madre me enseñó lo más importante, el orgullo: no olvidar nunca que me habían marcado a fuego como una esclava, y que esa marca no se podía eliminar ni esconder. Un día, cuando mi padre me puso las manos encima, le clavé un cuchillo. Después me vendieron como esclava en otro sitio, porque nadie se atrevía a tocarme, ni siquiera para ponerme una soga al cuello. Ya ves, John Silver; no tengo nada que envidiarte y nada que admirarte, aunque después de todo lo que he oído sobre la esclavitud en el Libre de Penas, después de lo que he visto en las subastas de Charlotte Amalia y después de lo de la insurrección en la plantación de los curas, si me quedo con alguien para que me respete y me deje en paz, ése es John Silver.

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