Björn Larsson
Long John Silver
Título original: Long John Silver
Traducción: Mayte Giménez
Si en las historias de capitanes piratas hay sucesos o enredos que puedan parecer novelescos, quede claro que no han sido ideados con esa intención. El escritor no tiene mucha experiencia en la lectura de ese tipo de historias; al contrario, como las encontró muy entretenidas cuando le fueron relatadas, considera que a lo mejor producen el mismo efecto al ser leídas.
Capitán Johnson, alias Daniel Defoe,
en A General History of the Pyrates, 1724
Con los oficios honrados se come poco y mal, el sueldo es bajo y se trabaja duró; en éste, se disfruta de riqueza y abundancia, de diversiones y placer, de libertad y poder. Y ¿quién no se inclinaría hacia este lado cuando el único peligro que se corre, en el peor de los casos, es una mirada o dos de desprecio cuando a uno le ahorquen? No; mi lema será vivir poco, pero con alegría.
Capitán Bartholomew Roberts,
elegido capitán pirata por la gracia de la tripulación, 1721
– Debo decir, amigo mío -dice William, muy serió- que siento oíros hablar así. Los que nunca piensan en la muerte a menudo mueren sin pensarlo.
Seguí bromeando un rato más.
– Por favor -dije-, no habléis de la muerte. ¿Cómo sabemos si algún día moriremos?
– A eso no necesito contestaros -dice William-, no es de mi incumbencia haceros reproches a vos, que sois el capitán de a bordo, pero preferiría que hablarais de la muerte de otra forma, porque es una cosa tremenda.
– Decid lo que queráis, William -le dije-, que no me lo tomaré a mal.
Me empezaban a emocionar mucho sus palabras.
– Es porque la gente vive como si nunca fuera a morir -dice William con el rostro anegado en lágrimas-. Por eso mueren tantos antes de saber vivir.
Capitán Singleton,
capitán pirata por la gracia de Daniel Defoe, 1720
Barbacoa no es un tipo corriente. Cuando era joven hizo sus estudios, y si quiere puede hablar como un libro abierto. Y es valiente. ¡A Long John no le puede ni un león!
Israel Hands,
piloto del capitán Teach, llamado Barbanegra,
después miembro de la tripulación de Flint [1].
Todo el mundo sabe que eres una especie de santo. John, pero también ha habido otros que sabían maniobrar y gobernar los barcos como tú. Lo que pasa es que les gustaba la juerga. No eran tan finos y tan serios, pero todos ellos se divertían, porque eran gente alegre.
Israel Hands a John Silver
Me horrorizaban tanto su crueldad, su duplicidad y su poder que apenas si pude disimular un escalofrío cuando me puso la mano en el hombro.
Jim Hawkins sobre John Silver
Los caballeros de fortuna suelen tener poca confianza entre ellos, y puedes jurar que con razón. Pero yo sé lo que me hago, de eso puedes estar seguro. Cuando un compañero me la juega, quiero decir uno que conozco, no sigue mucho tiempo en el mismo mundo que el viejo John. Algunos le tenían miedo a Pew, otros a Flint, y el propio Flint me tenía miedo a mí. Me tenía miedo, pero también estaba orgulloso de mí.
Long John Silver, apodado Barbacoa,
contramaestre de los capitanes England, Taylor y Flint
De Silver no hemos vuelto a saber nada. Por fin ha desaparecido totalmente de mi vida aquel formidable marinero al que le faltaba una pierna, pero estoy seguro de que se reunió con su vieja negra y quizá siga viviendo cómodamente con ella y con el capitán Flint. Supongo que más vale así, porque me temo que en el otro mundo tiene pocas posibilidades de que le vaya bien.
Jim Hawkins
Año de gracia 1742. He vivido mucho, eso nadie me lo puede negar. Todos los que he conocido están muertos. A algunos los he mandado yo mismo al otro mundo, si es que existe, aunque ¿por qué tendría que existir? De veras espero que no exista, porque de lo contrario tendríamos que vernos de nuevo las caras allá en el Infierno: el ciego Pew, Israel Hands, Billy Bones, el idiota de Morgan, que se atrevió a pasarme el punto negro, y todos los demás, incluido Flint, Dios lo tenga en Su Reino, si es que Dios existe. Y todos me darían la bienvenida; me harían una reverencia y dirían que todo vuelve a ser como antes. Pero al mismo tiempo el miedo les saldría a relucir como sale un sol ardiente sobre un pálido mar. «¿Miedo a qué?», me pregunto. En el Infierno no pueden temer a la muerte. Si no, ¿qué iba a ser aquello?
No, ellos nunca tuvieron miedo a la muerte; por lo general, lo mismo les daba vivir que morir. De todos modos, sospecho que incluso en el Infierno me tendrían miedo. Me pregunto por qué. Del primero al último, hasta el propio Flint, que era el hombre más valiente que he conocido, todos me tenían miedo.
A pesar de ello, doy gracias a los cielos porque nunca pudimos recobrar el tesoro de Flint. De lo contrario, sé muy bien qué habría pasado. Los demás se habrían gastado hasta el último céntimo en pocos días. Y después habrían ido a buscar al viejo Long John Silver, a la única alma a la que podían recurrir, y le habrían suplicado que les diera más. Siempre era así. No aprenderían nunca.
De todas formas he comprendido una cosa. Hay gente que no sabe que está viva. Es como si no se dieran cuenta de que existen. Quizás ésa es la diferencia. Yo tenía buen cuidado del pellejo que me quedaba en el cuerpo. Mejor condenado a muerte que ahorcarme yo mismo, si es que se puede elegir. Los nudos corredizos no me gustan nada.
¿Era ésa la razón de que no me pareciera a nadie? ¿Que yo sí sabía que estaba vivo? ¿Que yo sabía mejor que nadie que uno sólo tiene una oportunidad de vivir a este lado de la tumba? ¿Por eso asustaba yo a los peores y a los mejores, porque me importaba un bledo la vida que hubiera después de ésta?
Puede ser. Pero está claro que yo no se lo ponía fácil al que quisiera ser igual que yo, ser mi aliado. Me llamaron Barbacoa desde el día que me cortaron la pierna, y aquella jornada la guardo en la memoria con pelos y señales. Sí. Si hay algo que recuerde de esta vida es cómo perdí la pierna, y por qué y cuándo me pusieron este sobrenombre. ¿Cómo podría olvidarlo? Lo tengo presente cada vez que me despierto.
Todavía siento el cuchillo del cirujano de a bordo hundirse en la carne como si fuera mantequilla. Iban a sujetarme entre cuatro hombres, pero les dije que volvieran a sus faenas, que yo me ocuparía de hacer bien la mía. Me miraron asombrados, aunque sin atreverse a replicar. El cirujano cambió el cuchillo por la sierra.
– Tú no eres un ser humano -dijo cuando acabó de amputarme la pierna sin que de mis labios hubiera salido ni un quejido.
– ¿Ah, no? -pregunté. Y haciendo acopio de mis últimas fuerzas esbocé una sonrisa que debió de asustarle todavía más-. Entonces, ¿qué es lo que soy? -añadí.
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