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Björn Larsson: Long John Silver

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Björn Larsson Long John Silver

Long John Silver: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson. Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura. Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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A la mañana siguiente me arrastré hasta cubierta. Quería vivir. Había visto a demasiados hombres pudriéndose entre los vapores que salían de la carlinga, en medio de vómitos, sangre y gangrena. Recuerdo perfectamente lo que vi cuando saqué la cabeza por la escotilla del camarote de la tripulación. Todo se interrumpió como si Flint hubiera dado una orden con su voz ronca y penetrante. Algunos, yo lo sabía porque no era tonto, tenían la esperanza de que hubiera muerto. A ésos los miré fijamente hasta que apartaron la vista o se echaron hacia atrás. Charlie Pichalarga -le habían puesto este mote porque tenía, sin punto de comparación, el miembro más grande de a bordo- se levantó con tantas prisas que se dio contra la horda y cayó al agua haciendo aspavientos con los brazos como si fuera un molino. Entonces solté una carcajada que incluso a mí me sonó como si saliera de debajo de la tierra o de ultratumba. Reí hasta que los ojos se me anegaron de lágrimas. Dicen que una buena carcajada alarga la vida. Puede ser… luego, por todos los demonios, que me hagan reír antes de que llegue la hora. Cuando estás tumbado en el banco y te cortan la pierna ya es demasiado tarde.

De golpe descubrí que nadie más que yo reía. Treinta terribles piratas estaban en el barco quietos como estatuas, con los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírseles de las órbitas.

– ¡Reíd, cobardes! -rugí, y los treinta se pusieron a reír.

Sonó como si todas aquellas bocazas quisieran superarse unas a otras. Era tan absurdo que volví a soltar una risotada. En cierto modo, podría decirse que nunca me había divertido tanto en toda mi vida. Pero al final me harté de sus graznidos.

– ¡Por todos los diablos! ¡Callaos! -les grité, y todas las bocas se cerraron tan de golpe que hasta se oyó el ruido al entrechocar los dientes.

En ese mismo instante Flint bajó del castillo de popa. Lo había presenciado todo sin mover una pestaña. Se me acercó con una sonrisa socarrona pero a la vez respetuosa.

– Da gusto verte de nuevo, Silver -dijo.

No contesté. Nunca daba gusto ver a Flint. Se volvió hacia la tripulación.

– ¡Necesitamos hombres de veras a bordo! -gritó.

Entonces se agachó, me cogió el muñón de la pierna y apretó para que todos lo vieran bien.

Se me nubló la vista, pero no me desmayé, y tampoco salió de mi boca un solo gemido.

Flint se enderezó y miró a sus hombres: paralizados de terror, habían quedado en extrañas posturas y hacían muecas de lo más singular.

– ¿Lo veis? -dijo Flint tranquilamente-. Silver es un hombre de verdad.

Aquello era lo más próximo a la amabilidad y al calor humano que estaba al alcance de Flint.

Estuve todo el día sentado al sol, tostándome. El dolor iba y venía como un corazón palpitando. Pero yo estaba vivo.

Lo único que importaba era estar vivo. Israel Hands había sacado una botella de ron, como si el ron fuera la savia de la vida, pero no la toqué en toda la jornada. Nunca he necesitado el ron, y mucho menos aquel día.

Por la noche le pedí a John, el joven grumete, que trajera una lámpara y tomara asiento a mi lado. Siempre he sentido debilidad por los muchachos. No para tocarlos, no. Al revés. No tengo la menor inclinación por la figura ni por la piel, sean del cuerpo que fueran, quizá porque a mí me queda muy poco de ambas. Cuando me he acostado con mujeres, porque uno tiene que hacerlo a veces si no quiere volverse loco, lo he hecho en un visto y no visto, si se me permite la expresión. Pero los muchachos son otra cosa. Son limpios como un suelo recién fregado, brillantes como el latón pulido, más inocentes que las monjas. Es como si nada pudiera afectarles, ni siquiera lo peor. Mira Jim, Jim Hawkins, a bordo del Hispaniola. Disparó contra Israel Hands y bien que hizo, y estuvo allí mientras los demás morían y gritaban de dolor, y a pesar de todo se portó como si no hubiera pasado nada cuando abandonamos aquella isla maldita. El estaba convencido de que tenía toda la vida por delante.

John era igual. No se encogió, no se apartó de mí cuando le pasé el brazo por los hombros como a un viejo amigo en la cálida noche caribeña.

– ¿Le duele al señor Silver? -se atrevió a preguntar.

«Gracias por preguntar», pensé. No supe qué contestar. No podía explicar que me dolía un pie que ya no era mío, y que probablemente flotaba no muy lejos del viejo Walrus. A menos que los tiburones se lo hubieran comido. Me arrepentí de no haberle pedido al cirujano que me guardara la pierna amputada. Habría podido quitarle la carne y guardarla como recuerdo; eso es lo que debería haber hecho. En cambio, lo que veía con mis propios ojos era el momento en que algún negro la encontrase en la playa sin imaginarse que me había pertenecido a mí, a nadie más que a Long John Silver.

– No -le dije simplemente a John-, el señor Silver nunca siente dolor.

¿Qué iban a pensar los demás? ¿Quién me respetaría si lloriquease por tener una pierna de menos? ¿Quién, digo yo?

John me miraba con los ojos llenos de admiración. Vaya si me creía.

– Ahora quiero que me cuentes la batalla -le dije.

– ¡Pero si el señor Silver estuvo presente!

– Sí, estuve presente, pero quiero oírtelo contar. Es que no tuve tiempo de ver todo lo que pasaba. Tenía las manos ocupadas, por decirlo de alguna manera.

Parecía que John lo admitía. Naturalmente, no terminaba de entender qué pretendía yo.

– Capturamos rehenes -dijo-. Diez. También había una mujer.

– ¿Y dónde está ahora?

– Creo que la tiene Flint.

Seguro que sí. A Flint las mujeres le volvían loco, no podía quitarles las manos de encima. He estado con muchos capitanes y he navegado con unos cuantos, a cual peor. Pero ninguno, ninguno excepto Flint, se permitía apropiarse de una rehén. Muchos habían sido destituidos porque se empeñaron en disponer de una dama para su uso y disfrute personal. Yo mismo estuve presente cuando añadimos en las disposiciones de a bordo que nadie le pondría la mano encima a una mujer, a menos que esa mujer estuviera al alcance de todos. Pero Flint sí podía. Ni siquiera recuerdo qué decía en las normas del Walrus. Probablemente nada. Flint tenía sus propias reglas, y con eso bastaba.

– Vaya, conque la tiene él -le dije a John-. ¿Y tú qué crees que hará con ella?

El pobre muchacho se sonrojó. Era emocionante verlo.

– ¿Y el combate, qué? -añadí para cambiar de tema-. ¿No me ibas a contar cómo fue?

– ¿Por dónde quiere que empiece, señor Silver?

– Por el principio. Un relato empieza siempre por el principio.

Quería que aprendiera. Cualquier joven tiene que saber contar una historia para que le vaya bien en la vida. Si no, te engañan una y otra vez.

– El vigía divisó un barco al amanecer -empezó John-. Hacía buen tiempo, así que tenía gran visibilidad. Navegábamos a toda vela, pero tardamos ocho campanadas hasta darles alcance. El segundo de a bordo izó la bandera roja.

– Eso… ¿qué significa? -pregunté.

– Que no habrá clemencia -contestó John con presteza.

– Y eso… ¿qué quiere decir?

John parecía confundido.

– No lo sé con certeza -dijo finalmente, avergonzado.

– Entonces te lo voy a explicar. Significa que se piensa combatir a vida o muerte. Y que el que salga victorioso decidirá si los derrotados pueden vivir o si han de morir. ¿Entiendes?

– Sí, señor Silver.

– ¡Continúa el relato!

– Israel Hands dijo que Flint era un capitán implacable. Dijo que el capitán Flint había procurado que el sol le diera en los ojos al enemigo y quedara parapetado del viento por nosotros. Hands dijo que no tenían ninguna posibilidad, que deberían haberse rendido en lugar de desafiar a una tripulación como la nuestra. Les rondamos primero por popa y les disparamos de costado. Después dimos la vuelta rolando con el viento y disparamos de nuevo todos los cañones a la vez. Les hicimos un montón de agujeros en el velamen y uno de sus mástiles se cayó.

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