Björn Larsson - Long John Silver

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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Me pasé en cubierta toda aquella mañana mientras vaciaban y hundían nuestro viejo barco. Quería ver y aprender, catar el ambiente, enterarme del humor y la destreza de los hombres. Supe que teníamos varios artistas a bordo, un cirujano con diploma, tres carpinteros -dos escoceses y un finlandés, gente de países con bosques que eran por tanto los mejores en su oficio, como era sabido en todo el mundo-; teníamos cuatro músicos para estimularnos, darnos valor y consolarnos en la melancolía, y hasta dos prácticos, uno para las Antillas y otro para la costa occidental africana. Sí, Flint había conseguido reunir conocimientos.

Todos los marineros estaban curtidos tanto en su aspecto como en su experiencia. Sólo había un puñado que no había navegado antes en sociedad. Flint solamente quería contar con aquellos que tuvieran la soga al cuello. Según él, eran los únicos en los que se podía confiar. Algo había de verdad en ello, pero Flint había olvidado lo más importante: que la mayoría no se preocupaba de cómo vivían o morían. Por lo visto, tenían la soga al cuello, pero no por eso eran como yo. Todo lo contrario. Con la sombra de la horca sobre sus cabezas podían arriesgar la vida por casi cualquier cosa. No, no luchaban por su vida ya que de todas formas seguramente iban a morir pronto.

Sin embargo, era una tripulación capaz, es cierto, y un capitán como Flint le daba un poco de vida a pesar de todo, cuando era necesario para que los tipos como él o como yo consiguiéramos lo que queríamos. Además, tenían su orgullo profesional. Arriar bandera era un atentado contra su honor. Era necesario mantener cierta dignidad.

Sin embargo, sentí admiración por Flint cuando descubrí que había enrolado a media docena de indios de la costa de los Mosquitos.

Por odio a los españoles, aquellos indios hacía tiempo que se aliaron a los bucaneros, y desde entonces habían estado con nosotros. Eran los únicos que en tierra eran amigos nuestros, y los hombres jóvenes de la tribu eran enviados a nuestro servicio durante unos años, por un lado para dar un golpe bajo a los españoles, según decían los ancianos, y por otro para que aprovecharan y vieran mundo. Siempre iba bien, decían los ancianos, porque los hombres jóvenes necesitan aplacar su curiosidad para tener el cuerpo tranquilo. Así pues, durante unos años navegaban con nosotros, los caballeros de fortuna, y luchaban arriesgando la vida como los demás antes de volver a su tribu. Se llevaban alguna herramienta de hierro porque no querían parte del botín. Sí, se echaban a reír al ver nuestra caza salvaje en pos del oro y la plata en toda sus formas y aspectos.

Así pues, ¿por qué se convirtieron en nuestros aliados? ¿Qué aprecio podían tener por Flint y por otros de su calaña? Sólo había un motivo, lo aseguro, porque los indios conocían bien la vida y la muerte.

Una vez al año, los indios ofrecían la vida de un hombre, un prisionero que habían guardado para tal fin. Durante un año entero, antes de que se ofreciera el sacrificio, el elegido veía cumplidos sus más mínimos deseos, todos excepto la libertad. Tenía esclavos que lo cuidaban de día y de noche, se le vestía con caros ropajes, se le daba la mejor comida, la más sabrosa, no necesitaba mover un dedo y vivía con todas las comodidades y lujos de que disponía la tribu. Se le trataba como a un semidiós y la gente se arrodillaba cuando pasaba ante él; sí, por él hasta se arrastraban por el fango. Después de un año de vivir así, lo quemaban vivo en la hoguera y lo lloraban como a un familiar fallecido.

Y esto… ¿qué tenía que ver con nosotros? No estoy muy seguro, pero quizás haya que pensar en esas ocasiones en que ahorcan a los tipos como nosotros para que los demás tengan paz de espíritu. Se burlan de nosotros, nos escupen y nos desprecian. Nos tratan como a piojos, ratas y cucarachas. Nos ahorcan como si fuéramos escoria miserable. No, no sabes cómo nos tomamos la vida, porque en realidad tú y los tuyos no os preocupáis de la vida. A los herejes, los esclavos, los judíos, las brujas, los criminales, los piratas, los indios, los enemigos de todas las razas, a los pedigüeños, sí, e incluso a los marineros, les quitáis la vida muy a la ligera. Los indios por lo menos entienden que a nadie se le puede quitar la vida sin más ni más. A veces he pensado que nosotros, los caballeros de fortuna, éramos como los esclavos que los indios sacrificaban una vez al año. La única diferencia es que nosotros nos ofrecíamos voluntariamente, adrede, y sin encontrar la más mínima comprensión por nuestra buena disposición.

Después, cuando fui conociendo mejor a Flint, le pregunté por qué había aceptado a aquellos indios a bordo.

– Velan por mi vida -contestó, y ya no conseguí más explicaciones.

Claro que comprendí que en aquel asunto no debía creer a Flint a pie juntillas. Era un tipo capaz de morir sólo porque la vida tuviera algún sentido; era el esclavo que se inmolaba en la ofrenda, ni más ni menos. Los indios se convirtieron en sus amigos sólo por este motivo; si lo exigiera la necesidad, sabían cómo inmolar a una persona.

Mientras yo seguía con mis pensamientos, con los ojos y los oídos bien abiertos, apareció Pew, el viejo prestidigitador.

– Buenos días, señor Silver -saludó mirándome con respeto, casi miedo, al ser yo uno de los pocos que siempre le había tratado como se merecía: como un perro-. Me alegro de verlo. Siempre será un placer. ¿El señor Silver va a ser el nuevo contramaestre? No hay mejor hombre para ese puesto. Ya vi cómo mató a Hipps y a Lewis con las manos desnudas.

Se echó a reír, y habría querido darme una palmada en la espalda, pero no se atrevió.

– Éste es nuestro viejo Silver -dijo a todos- No tiene igual, con la excepción de Flint. Con Silver y Flint, podemos hacernos con el mundo entero. ¿No tengo razón, señor Silver?

– Depende de cuántas bestias cobardes como tú tengamos que llevar con nosotros -contesté.

– Claro, claro -dijo Pew alejándose con una reverencia sumisa.

Así era, pensé; incluso con él tenía yo que vivir y negociar. Era uno de los más miserables, pero también él podía decir lo que pensaba; era imposible otra cosa si queríamos tener la fiesta en paz.

Me fui hasta el bauprés y subí por la red. El bauprés y la cofa del vigía eran dos de los pocos sitios donde uno podía estar tranquilo con sus pensamientos. Me tumbé y escuché el oleaje que batía en la proa, el viento en la arboladura y las voces confusas de cubierta. «Todo saldrá bien -pensé-, cuando me acostumbre al gentío y las estrecheces.» Por fin sentía cierto sosiego, ya nada corría prisa ni era apremiante. No estaba mal del todo dejar pasar el tiempo, hacer alguna cosilla, casi siempre de poca monta y alguna vez de más enjundia, agradable en lo posible, mientras me hacía rico y Dolores me esperaba en tierra.

Me quedé dormido y me despertó el vozarrón de Flint.

– ¡Todos a cubierta! -exclamó-. ¡Todo el mundo a consejo!

Se armó una barahúnda sin igual, porque no estaban acostumbrados a aquello. Gritaban nerviosos a los que se quedaron tumbados durmiendo. Corrió como un reguero de pólvora cierta murmuración de esperanza. Si Flint llamaba a consejo, algo grande estaba preparándose. Bajé a cubierta y fui a parar detrás de Flint.

Como si tuviera ojos en la nuca, se dio la vuelta y me hizo una señal con la cabeza. Ante nosotros estaba la colección más variopinta que yo hubiera visto nunca.

– Muchachos -gritó Flint-, la mayor parte de vosotros habrá notado que hemos recibido refuerzos. Este es John Silver, contramaestre con England y con Taylor, que se ha unido a nosotros con sus trece hombres. Seguro que algunos ya lo conocéis. Si no me equivoco, algunos navegasteis con England y con Taylor. ¿Hay alguien que tenga inconvenientes? ¿Admitimos a Silver y compañía?

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