– El capitán Barlow, si se me permite, y a sus órdenes -dijo mi compañero con una voz que probablemente llegó hasta la calle.
El oficial parpadeó, pero no perdió su arrogancia.
– ¿De qué barco, señor? -preguntó.
– De momento, de ninguno. He llegado a la respetable edad en que los jóvenes capaces, como usted mismo, deben hallar su sitio en la escala de los ascensos.
La adulación no surtió el efecto previsto, porque el oficial todavía miraba al capitán Barlow con manifiesta suspicacia, como si estuviera calculando el daño que podría hacerle un capitán retirado y con la mitad del sueldo si el oficial no supiera evaluar la categoría, protección y carrera del capitán Barlow. Al final decidió que el riesgo era mínimo, teniendo en cuenta el aspecto de Barlow y su presencia en un local como aquél.
– Muy bien, capitán -dijo el oficial mientras me miraba-. No tenemos nada contra usted, nada en absoluto. Pero ¿no será que está usted en mala compañía? Su compañero de mesa es uno de los desertores que buscamos.
Miré al oficial, atónito. Era un hombre que sin temblarle el pulso y sin pedir perdón pretendía estafar a la gente. Si no hubiera tenido al capitán Barlow a mi lado, habría estado de acuerdo con lo que había dicho el oficial sólo por ver hasta dónde llegaba. Quizá mi vida se habría desarrollado de una forma totalmente distinta si hubiera seguido mi impulso, sólo por algo tan simple, porque así es la vida. El guardia se duerme en el timón quizá sólo un minuto; sueña con aquella tal Kate que conoció en el último puerto, y un segundo después el barco encalla y cambia la vida de toda la tripulación. Pero no dije ni mu, cerré el pico por consejo de Barlow, aunque a pesar de todo tengo que admitir que estaba un poco irritado, porque el oficial mintió ante mis propias narices cuando hubiera podido preguntarme para que yo le respondiera, aunque no le dijera la verdad.
– Señor teniente -dijo el capitán Barlow como si hablara con un grumete-, todos podemos cometer errores, pero no creía yo que los hombres de la Marina Real fueran ciegos como gallinas. Mire las manos del chico. ¿Cree que las han tocado alguna vez el sol o la sal, la polea o la cuerda? ¿Verdad que no? Y mire la ropa del chico. ¿Desde cuándo ha empezado la Marina a vestir a sus marineros como espantapájaros, como si hubieran de ir a la escuela o a la iglesia?
Sin embargo, el oficial no daba su brazo a torcer y no parecía dispuesto a retractarse. Era evidente que temía quedar mal ante sus subordinados, que, curiosos, esperaban en el fondo.
– Con todos los respetos, capitán, ¡si usted supiera lo que llegan a hacer los desertores para salirse con la suya! Los he visto quemarse con vitriolo para que pareciera escorbuto, los he visto cortarse las carnes y romperse los huesos con tal de quedar inútiles para el servicio.
– ¿Y nunca se le ha ocurrido pensar en los motivos, teniente? -interrumpió el capitán Barlow.
El teniente arqueó las cejas. El capitán Barlow de nuevo había ido al grano -de eso, pese a mi juventud e ignorancia, me di perfecta cuenta-, aunque sin percatarse de que lo dicho era una clara apología de los desertores.
– Respondo por el chico como si fuera mi propio hijo -continuó Barlow.
Incluso yo comprendí que el capitán no entendía a la gente, y me preparé para lo peor. ¿Por qué no había dicho sencillamente que yo era hijo suyo? Por lo visto, no le gustaba mentir ni siquiera cuando era realmente necesario. «Al grano», ése era su lema, desde luego, aunque ya me diréis qué provecho sacábamos con ello, por muy razonable que fuera.
– Capitán -dijo el teniente, que había recobrado la seguridad en sí mismo-, lo cortés no quita lo valiente. Si usted responde por el chico será porque es un espléndido material para la Marina, supongo.
El capitán Barlow enderezó todo el cuerpo. Quizá comprendió que había sido manipulado, que había perdido su posición a barlovento por culpa de un error. Distinguí con toda claridad cómo se abría camino la ira entre todas sus arrugas, cómo se le estiraba la piel alrededor de la boca y se le tensaban las mandíbulas. El teniente cometió el error de creer que el resto era una cuestión de mera formalidad. Alargó el brazo hacia mí, pero antes de que la mano llegara a rozarme, la muñeca del teniente quedó sujeta en la presa que le hizo el capitán Barlow; al instante siguiente el brazo colgaba desarticulado. De golpe y porrazo estaba quebrado, y un trozo de hueso debía de sobresalir por la manga del uniforme del oficial, porque parecía una tienda de campaña. La expresión del teniente fue todo un espectáculo para los dioses. Sorpresa, dolor, incredulidad, rabia, humillación, miedo, todo a la vez.
– ¡Señores! -dijo el capitán Barlow a los marineros, que no habían tenido tiempo de ver y entender lo que había ocurrido-. El teniente ha sufrido un accidente. Se despistó al irse a reclinar sobre la mesa. Por desgracia, es algo que suele ocurrir si no se va con cuidado.
¡Por fin! El capitán Barlow no era peor que otros. Cuando era necesario también sabía inventarse unas cuantas cosas.
– Creo que será mejor que el cirujano de a bordo examine el brazo del teniente. ¿Quién sabe si no será necesario amputar?
El teniente se puso todavía más pálido.
– Capitán Barlow -se esforzó en decir con los labios sin color-, levantaré atestado del incidente.
– Hágalo -contestó el capitán Barlow alegremente-. Ojalá pueda escribir con la mano que le queda entera. Por lo demás, poco es lo concedido. Y sobre todo, no olvide decir que tuvo la desgracia de tropezar cuando le iba a estrechar la mano a un anciano de bien y a un chiquillo.
¿Es posible que viera una sonrisa en los labios de los marineros cuando se llevaban al teniente? Los marineros destinados a presionar probablemente habían sido elegidos con cuidado, pero no por eso se privaron de entender y valorar la humillación y la derrota de un superior.
– Por poco -dijo el capitán Barlow cuando se hubieron alejado-. Habría podido salir mal. Mucho tengo que agradecer a mis manos, más que a mi sentido común, que la verdad no vale gran cosa.
– Pero ¿no vamos a huir? -le pregunté acalorado-. ¿No van a volver?
– No creo. ¿Qué puede alegar ese pobre teniente en su defensa? ¿Que le venció un pobre viejo como yo y además con una sola mano? No, no sirve. Y supongamos que a pesar de todo el Estado Mayor quisiera investigar y nos encontrara a ti y a mí aquí. Estaría obligado a demostrar que tú eres un desertor. ¿Y qué pasaría con tus manos?
Me miré las manos. ¿Qué tenían de raro? El vio mi mirada y soltó una carcajada cloqueante.
– Tus manos son blancas como ovejas, delicadas como el culito de un bebé -dijo-. Ni una cicatriz, un arañazo, un callo, ni la menor huella de los libros que habrás llevado arriba y abajo. Así no son las manos de un lobo de mar, ni siquiera las de un grumete. ¡Mira las mías!
Puso sus manos sobre la mesa para mi contemplación. Y las miré fijamente. Eran un amasijo de cicatrices grandes y pequeñas que se cortaban unas a otras, y de curiosos dibujos que componían rizos y hendiduras, colinas y cerros. El color, marrón cobrizo como una piel recién desollada, daba a entender que se las había quemado con un hierro candente.
– Esto -dijo el capitán Barlow- son marcas de quemaduras de un marinero, que nunca se pueden ocultar ni hacer que desaparezcan. En la India llevan una marca en la frente para que se sepa a qué casta pertenece uno y otro y a qué tienen derecho. Nosotros no lo necesitamos. Tenemos nuestras manos. Y el que nos busca nos encuentra. Siempre puede reconocer a un marinero. Por eso, amigo mío, si no llegas a tener al capitán Barlow a tu lado, y no va a ser siempre así, cuando seas marinero has de saber que sólo hay un camino. No te emborraches nunca cuando la Marina esté cerca y apártate de ellos. Como marinero estás marcado, no lo olvides, no por la vida, sino por la muerte, incluso aunque haya quien sobreviva, como yo mismo.
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