Björn Larsson - Long John Silver

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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– Sí, John -empezó-. Así es y así ha sido siempre, desde hace mucho tiempo. Pero te voy a decir una cosa: yo no soy peor que cualquier otro por ese motivo. Si lo pienso detenidamente, quizá sea incluso mejor. Ya lo creo. He hecho todo lo que ha estado a mi alcance para vivir tranquilamente en la tierra, y fue como fue. No canto victoria ni tampoco me avergüenzo de ello. Salí a la mar con un navío fantástico, el Onslow, sin saber lo que hacía. Durante el periplo pusieron a los carpinteros a construir camarotes en cubierta, y tan pronto como estuvieron listos nos dieron la orden de que nos pasáramos allí. Los que eran perros viejos sabían qué se estaba mascando. Hacían sitio para los esclavos. Yo, que era joven, tonto e ignorante, subí hasta donde estaba el capitán y le pregunté directamente qué pasaba. Yo soy así, ya te lo he dicho. Nuestro destino era Charleston, y no Ouidah, en el golfo de Benín, ni cualquier otro agujero inmundo y olvidado de la mano de Dios. El capitán se me quedó mirando como si apenas hubiera oído lo que yo le había dicho, pero de repente preguntó si había a bordo alguno más que opinara como yo. Seguramente que sí, pero yo no quería comprometer a nadie. Tonto de mí, porque en cuanto dije «no, señor, yo sólo digo lo que pienso», el capitán agarró un gran madero y me dio tal mazazo en la sien que caí rodando por cubierta. Durante semanas estuve mareado y vomitaba cada vez que tenía que subir al palo mayor. No sé cuántas veces estuve allí arriba, con los brazos y las piernas colgando como las hojas de un álamo, con la cabeza a punto de estallar y con calambres en todas partes, hasta que al final no sabía qué estaba arriba y qué abajo. Y si había infierno allende el mar, te lo digo en serio, John, no podía ser mucho peor que aquello. Y si había Dios, era ciego, sordo y flojo como una de esas cervezas desbravadas y tibias, como meados de burra. Debajo de mí estaba el timonel, que gritaba en cuanto yo recobraba el aliento. Como ves, sobreviví. Gracias a mis manos, ya has visto qué aspecto tienen y lo que pueden conseguir, y también porque quería vivir para darle al capitán una lección que no olvidara en mucho tiempo. Y así fue, porque tiré al capitán por la borda, como lo oyes, una noche de tormenta. ¿Tú qué hubieras hecho?

No contesté. ¿Cómo iba a saber qué habría hecho en su lugar?

– Y después pasó lo que pasó. Otros se pusieron de mi parte, incluso el segundo de a bordo, aunque no fue con su beneplácito. Podía elegir entre la tabla o nosotros. Después me enseñó a navegar y me eligieron capitán. Ésta es mi historia. ¿Qué te parece, amigo mío?

Murmuré algo inaudible. Estaba impresionado y no poco orgulloso. Había conocido a un auténtico capitán pirata y estaba sentado con él, bebiendo cerveza y charlando como si fuéramos viejos amigos.

– Pero cuidado, muchacho, con todo lo que pasa a tu alrededor. Tú eres como yo, lo supe desde que te vi. No es tan fácil como parece. Cuando te has convertido en un corsario ya no se puede dar marcha atrás aunque lo desees con toda tu alma, máxime si has sido capitán pirata. Si no tienes suficiente sed de sangre es como caminar por la cuerda floja, junto a un precipicio, con la horca esperando en uno de los cabos de la cuerda y un cuchillo en la espalda. He sido testigo del asesinato de muchos capitanes elegidos por la tripulación porque no se atuvieron a la decisión del consejo, por muy disparatada que ésta fuera. Y hubo otros elegidos, los listos, que renunciaron ala gloria justo a tiempo de que no les dieran más hachazos por sus servicios. Así somos los hombres, lo mismo los piratas que la gente normal. Sin chivos expiatorios no se puede vivir y ser independiente, así que acepta un buen consejo, mi joven amigo: no seas nunca capitán, ni siquiera elegido.

– Pero usted sigue con vida -respondí yo.

– Sí, en efecto, aunque depende de a qué llamemos vivir. Supongo que tuve suerte. Me acogí a la amnistía de Morgan. Al fin y al cabo, tuve miedo de que me arrancaran el pellejo. Y aquí estoy. Conseguí un trabajo de estibador. Nunca más me haría a la mar, pues en serio te digo que una vez hayas sido libre en el mar, y libre sólo se es como caballero de fortuna, peor que la muerte sería ser primero siervo y luego esclavo. En el fondo, eso es ser lobo de mar de la flota mercante o en la Marina de guerra.

El capitán Barlow se quedó callado unos instantes. Por la expresión de sus ojos vi que tenía el pensamiento en otra parte, y que quizás era todo lo feliz que podía llegar a ser. Fue eso, creo, lo que más me impresionó. Yo no sabía lo que era la libertad. ¿Quién lo llega a saber nunca? En cambio, sí sabía qué era la obligación y en qué consistía quedar liberado de ella; si fuera posible, de buena gana dedicaría a eso mi vida entera. Eso creía yo, aunque no era exactamente eso lo que yo había pensado. Si no hubiera visto con mis propios ojos cómo se extraviaba el capitán Barlow en agradables recuerdos, quizás hubiera pesado más su relato sobre la horrible vida que llevaban los marineros y lo poco que vivían casi todos ellos.

Sería mentir -y ahora escribo la verdad, por lo menos tal y como yo creo que es- si afirmara que decidí ser hombre de bien, caballero de fortuna y todo lo que acostumbran llamarse los piratas y corsarios, pero la sola idea de poder vivir, y además vivir libre de trabas, hizo que el corazón me latiera más deprisa.

Si hay algo en la vida que de veras tenga sentido, lo he comprendido después, debe de ser no obedecer a las leyes de otros y no estar atado de pies y manos. Y entonces lo de menos es cómo se ha trenzado la cuerda o quién haya hecho el nudo. Lo único malo es justamente la cuerda. Con ella al final te haces el nudo o te cuelgan los otros. Eso es lo que he pensado, y todavía sigo vivo y coleando.

Los recuerdos del capitán Barlow se vieron violentamente interrumpidos cuando la puerta de la taberna se abrió de una patada y entraron tres hombretones con otro que parecía un avestruz vestido de oficial al mando.

– Paso a los hombres de la flota -gritó el oficial-. Venimos a apresar a los desertores.

– Vienen a presionar -susurró el capitán Barlow-. Déjame a mí, si no te verás enrolado en la flota antes de que te des cuenta.

El oficial se paró en medio del local y miró alrededor con asombro, pero sin descubrirnos allí sentados en nuestro oscuro rincón.

– ¡Que me parta un rayo! -dijo el oficial a sus hombres-. Si esto está vacío. Alguien ha advertido de nuestra llegada.

En ese mismo instante asomó la cara de Squier por detrás de la cortina.

– ¿Dónde demonios está la gente, tabernero? Esto está más tranquilo que una tumba. Parece que todo Greenock ha achicado a los marineros.

Esperamos nerviosos, callados como ratones, según se dice, aunque los ratones, según mi experiencia, no son en absoluto silenciosos.

Squier no dijo nada, no se atrevió por miedo al capitán Barlow, pero miró con intención hacia nuestro rincón.

– El negocio podría ir mejor -dijo Squier-. Anteayer estaba lleno, pero ayer fue como si se los hubiera tragado la tierra. Creía que se habían ido todos al puerto para admirar el buque de la Marina.

– No lo creo -dijo ácidamente el oficial.

– Pero hoy no ha ido el negocio como de costumbre -continuó Squier con una voz insinuante-. Sólo vienen los viejos y algún chaval.

Y al decirlo miró intensamente sobre el hombro del oficial hasta que éste al fin se dio la vuelta y nos descubrió. Se le iluminó la cara y tras él vi a Squier deslumbrante de alegría. Todo era por venganza, pensé, y aprendí que no tiene importancia guardarse bien la espalda contra los que claman venganza. Y hay muchos de esa calaña.

– Y… ¿quiénes son ustedes? -preguntó el oficial sonriendo, muy seguro de sí mismo y completamente convencido de que el capitán Barlow y yo muy pronto íbamos a estar en la cubierta de uno de los buques de Su Majestad anclados en los muelles de Glasgow.

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