Björn Larsson - Long John Silver

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¿Quién no recuerda a Long John Silver, el famoso Pata de Palo de La isla del tesoro? Espíritu rebelde, audaz y mujeriego, el intrépido marino surcó los mares a las órdenes de piratas tan temidos como England o Flint, contrabandeó en las costas de Francia y fue vendido como esclavo en las Antillas, convirtiéndose en el personaje más carismático y controvertido de R. L. Stevenson.
Este hombre seductor, capaz de mil traiciones y siempre dispuesto a pactar para sobrevivir, nos cuenta ahora su intensa vida desde su retiro en la isla de Madagascar: así es como la magia de la letra impresa consigue hacernos llegar una autobiografía imposible y sin embargo tan real como las mejores páginas de la buena literatura.
Björn Larsson, escritor y navegante, es el autor de este doble salto mortal que nos regala la voz de Pata de Palo para que él mismo nos diga la verdad, y nada más que la verdad, sobre sus andanzas de hombre y marinero.

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– Claro que sí -contesté-. Tengo suficiente para un par de cervezas, pero no para más. Por eso estoy aquí. Tengo la intención de enrolarme.

– ¿Tú? -dijo, como si no creyera lo que oía-. ¿Con esa ropa? Si no me engaña la vista, llevas el uniforme del colegio. ¿Y por qué te quieres hacer a la mar? ¿No has oído lo que dicen? Los que se hacen a la mar por gusto deberían ir al mismísimo Infierno a pasar el rato.

– No quiero hacerme a la mar por gusto -repliqué yo.

– Ah, ¿no? Bien, porque, si no, me habría visto obligado a pensar que no estás cuerdo, y tú no pareces uno de ésos. Entonces, ¿por qué te quieres enrolar? ¿No será por dinero?

Me miraba con picardía. ¿Acaso no se creía que sólo disponía de unas cuantas monedas?

– Claro que sí -contesté con precaución-, por el dinero que no tengo.

El viejo rió y dio un puñetazo en la mesa.

– Es una buena respuesta -dijo-. De auténtico diplomático. Llegarás lejos.

El tabernero volvió y sirvió dos jarras de cerveza salpicando con la espuma.

– Has tenido suerte -le dijo con enfado a mi compañero de mesa- al encontrar a quién dar un sablazo.

– ¡Cuidado! -dijo el viejo con una voz que no era para tomarse a broma-. ¡Ándate con cuidado, Squier! Seguramente estoy viejo y cansado, pero ¡mira mis manos!

Contra su voluntad, el tabernero miró las manos del viejo y… ¡zas! Con una sola mano, y tan deprisa que no alcancé a verlo, el viejo había agarrado al tabernero por el gaznate y le apretaba. ¡Con una sola mano! El descaro burlón del tabernero había desaparecido como por ensalmo y se había convertido en miedo.

– Te podría romper la crisma con tan poco esfuerzo como el que me haría falta para matar una mosca -dijo el viejo tranquilamente-, pero soy hombre de paz. A mi edad quiero vivir tranquilo, pero no a cualquier precio. Que no se te olvide. Mientras yo siga vivo, aquí nadie maltrata al capitán Barlow. ¿Queda claro?

A la vez que hablaba, soltó lentamente el cuello del tabernero.

– Ya ves, John -dijo el viejo que se autodenominaba capitán, volviéndose hacia mí-. No soy tan diplomático como tú. «Directo al grano», ése ha sido mi lema. No había pensado sablearte, ¿a que no? ¿No dije bien claro y desde el principio qué quería? Directo al grano.

Asentí con la cabeza. El tabernero se llevó la mano al cuello y tosió para recobrar el aliento.

– Creo que nuestro querido tabernero necesita un poco de ánimo -dijo el capitán Barlow-. Tú, John Silver, como tesorero de los dos, quizá podrías retribuir al señor Squier por su amabilidad y por la molestia que se ha tomado al servirnos estas dos cervezas.

Abrí los ojos como platos, me rasqué unos chelines del bolsillo y los puse sobre la mesa, pero el capitán Barlow se hizo cargo de uno y lo empujó hacia mí.

– Aquí no hace falta propina, ¿verdad, Squier?

El tabernero asintió con un gesto, recogió deprisa lo que le debíamos y desapareció del local.

– Cada uno tiene que hacer lo que debe -explicó el capitán Barlow-, pero nada más.

Yo escuchaba y aprendía. Siempre he sido buen alumno; si no recuerdo mal, me he pasado toda la vida aprendiendo. Nada me entraba por una oreja y me salía por la otra. Creo que cualquier cosa de la que pudiera extraer algún provecho se me quedaba dentro de la mollera. Del capitán Barlow aprendí a no pensar que los demás no sirven para nada, a no ser que lo demuestren. ¡Y yo que había pensado que con mis quince años le habría vencido si hubiera sido necesario!

– ¿Es usted un capitán de verdad? -pregunté a mi compañero de mesa.

– Tú… ¿qué crees? -preguntó como respuesta, aunque con la misma amabilidad que mostró antes de estar a punto de romperle el cuello al tabernero.

– No sé -contesté yo honestamente.

– ¿Sabes una cosa, John Silver? Me caes bien. Seguro que te puedo enseñar unas cuantas cosas. He navegado durante veinte años por los siete mares, he navegado más que la mayoría. No hay muchos marineros que hayan estado por ahí tanto tiempo como yo, y menos aún que puedan estar en una taberna bebiendo cerveza en grata compañía, caso de que se tenga buena compañía, toma nota. Porque tú sabrás escribir. Ya me lo imaginaba. Y leer. Leer es lo primero. Te digo que no hay muchos marineros que sepan escribir, y eso es lamentable, porque luego van y firman cualquier contrato. Creen que van a llevar tabaco desde Charleston hasta quién sabe dónde, pero nadie les dice que primero tienen que ir a recoger un cargamento de esclavos en África. Y después se pudren en Accra o en Calabac. Se pueden tardar hasta seis meses en cargar un barco de esclavos. Lo de los esclavos es lo peorcito, John, que no se te olvide. Deserta, hazte pirata, tira al capitán por la borda, cualquier cosa es preferible a eso. Si no, te engañarán y dejarás la vida en tierra antes de que te des cuenta. Lo sé porque he tenido que arrojar a los tiburones a marineros muertos en los barcos de esclavos. Sin gorigoris ni zarandajas. Los esclavos de día y los marineros de noche, para que los negros no se enterasen de que la tripulación menguaba con tantas muertes, y así uno tras otro, hasta que fuimos tan pocos que no habríamos sido capaces de hacer frente a los negros si se les hubiera ocurrido amotinarse. Así es, créeme. En esa ruta mueren tantos marineros como esclavos, y eso no lo dice nadie, ¿entiendes?

Yo asentía, inseguro. De una parte, nunca había estado tan cerca de un capitán de barco; de otra, nunca había oído hablar de ningún capitán que defendiera el bienestar de los marineros.

– ¿De verdad es usted capitán? -pregunté de nuevo con cuidado, y supongo que con no poco respeto.

– En el fragor de la batalla -contestó el capitán Barlow-. En el fragor de la batalla no había ningún capitán que me igualara. Por lo demás, yo no era más que cualquier otro a bordo.

La respuesta no me puso nada en claro.

– Yo fui uno de esos que se eligen -añadió el capitán Barlow.

– No puede ser -solté sin pensar-. No se puede elegir a uno que va a ser dios.

Que el capitán era dios en el barco lo sabía todo el mundo, aunque más bien fuera dios y Satanás a la vez, si es que existe alguna diferencia. En la mar, a los marineros Dios no tiene que decirles mucho más que el Diablo.

– Claro que sí -contestó el capitán Barlow-, claro que se elige a quien va a ser dios. Si supieras cuántos dioses hay no entenderías nada. Hay montones de ellos en todos los rincones de la tierra.

– En ese caso quiero que me elijan dios -decidí.

El capitán Barlow apoyó su ruda mano sobre mi hombro y me miró profundamente a los ojos.

– Claro -dijo-, claro que a uno le puede parecer bueno ser dios a la hora de la verdad. Pero si el señor Silver quiere un buen consejo de alguien que tiene alguna experiencia en casi todo, ser dios no es algo por lo que valga la pena luchar. Además, uno tiene que navegar con participación si te van a elegir capitán, y no creo que sea eso lo que tú quieres.

– ¿Con participación? ¿Y eso qué es?

– Aventurero, pirata, bandido, bucanero, forajido, corsario, secuestrador, filibustero, hombre de bien, caballero de fortuna… Llámalos como quieras, que sólo ellos eligen quién será su dios a bordo. Y son ellos los que despiden a dios cuando les da la real gana. Y doy fe de que lo hacen.

Y entonces caí: el capitán Barlow era capitán pirata, ni más ni menos. Mi sorpresa iba en aumento. Y lo raro era, o eso me pareció, que no tenía el aspecto que yo entonces atribuía a un capitán pirata. Por ejemplo, yo no le tenía miedo… Bueno, excepto por sus manos. Naturalmente, el capitán Barlow se había dado cuenta de que yo había abierto los ojos de par en par, como un navío de guerra cuando abre las portezuelas de los cañones al prepararse para la batalla.

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