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Isabel Allende: El Zorro

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Isabel Allende El Zorro

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«Ésta es la historia de Diego de la Vega y de cómo se convirtió en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos años mantuvimos en secreto?» California, año 1790: empieza una aventura en una época fascinante y turbulenta, con personajes entrañables y de espíritu indómito, y un hombre de corazón romántico y sangre liviana. Llegó la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del héroe y, con ironía y humanidad, le da vida más allá de la leyenda.

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Al comprender que se trataba de un incendio, los aterrados cautivos empezaron a dar alaridos y sacudir las rejas tratando de salir. En eso aparecieron Arsenio y Bernardo. El primero se dirigió con calma al pequeño armario donde se guardaban las velas y las llaves para abrir las celdas, que podía reconocer al tacto, mientras el segundo encendía luces y trataba de tranquilizar a Lolita.

Un momento después hizo su entrada el Zorro. Lolita lanzó una exclamación al ver a ese enmascarado de luto blandiendo una espada ensangrentada, pero el susto se trocó en curiosidad cuando él enfundó el acero y se inclinó para besarle la mano. Bernardo intervino palmoteando el hombro de su hermano: no era el momento para galanterías.

– ¡Calma! ¡Es sólo humo! Seguid a Arsenio, él conoce otra salida -indicó el Zorro a los presos que emergían de sus calabozos. Tiró su capa al suelo y sobre ella colocaron a Alejandro de la Vega. Cuatro indios alzaron la capa por las puntas, como una hamaca, y se llevaron al enfermo. Otros ayudaron al infeliz que había sido azotado y todos, incluyendo Lolita, siguieron a Arsenio hacia el túnel, con Bernardo y el Zorro en la retaguardia para protegerlos.

La entrada se hallaba detrás de una pila de barriles y trastos, no por intención de ocultarla, sino porque nunca se había usado y con el tiempo se acumularon cosas en el lugar. Era evidente que nadie había notado su existencia. Despejaron la portezuela y entraron uno a uno al negro socavón. El Zorro le explicó a Lolita que no había peligro de incendio, el humo era una distracción para salvar a esos hombres, la mayoría inocentes. Ella apenas entendía sus palabras, pero asentía como hipnotizada. ¿Quién era ese joven tan atrayente? Tal vez un forajido y por eso ocultaba el rostro, pero tal posibilidad, lejos de frenarla, avivaba su entusiasmo.

Estaba dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo, pero él no se lo pidió, en cambio le dijo que volviera a arrimar los barriles y trastos frente a la portezuela, una vez que todos hubieran entrado al túnel. Además, debía prender fuego a la paja de los calabozos, eso les daría más tiempo para escapar, le indicó. Lolita, perdida la voluntad, asintió con una sonrisa boba pero la mirada ardiente.

– Gracias, señorita -dijo él.

– ¿Quién es usted?

– Mi nombre es el Zorro.

– ¿Qué clase de tontería es ésta, señor?

– Ninguna tontería, se lo aseguro, Lolita. No puedo darle más explicaciones por ahora, ya que el tiempo apremia, pero volveremos a vernos -replicó él.

– ¿Cuándo?

– Pronto. No cierre la ventana de su balcón y una de estas noches iré a visitarla.

Esa proposición debía tomarse como un insulto, pero el tono del desconocido era galante y sus dientes muy blancos. Lolita no supo qué responder, y cuando el brazo firme de él la rodeó por la cintura, no hizo nada por apartarlo, al contrario, cerró los ojos y le ofreció los labios. El Zorro, un poco sorprendido ante la rapidez con que avanzaba en ese terreno, la besó sin rastro de la timidez que antes sentía frente a Juliana. Oculto tras la máscara del Zorro podía dar rienda suelta a su galantería.

Dadas las circunstancias, fue un beso bastante bueno. En realidad habría sido perfecto si no hubieran estado los dos tosiendo por el humo.

El Zorro se desprendió de ella con pesar y se introdujo en el túnel siguiendo a los demás. Lolita necesitó tres minutos completos para recuperar el uso de la razón y el aliento, y enseguida procedió a cumplir las instrucciones del fascinante enmascarado, con el cual pensaba casarse algún día no muy lejano, ya lo había decidido. Era una muchacha avispada.

Media hora después de que estallaran las bombas, el humo empezó a disiparse y para entonces los soldados habían apagado el fuego en las caballerizas y lidiaban con el de los calabozos, mientras Carlos Alcázar, restañando la sangre de la mejilla con un trapo, había recuperado el control de la situación. Todavía no lograba entender lo sucedido. Sus hombres encontraron las flechas que iniciaron el fuego, pero nadie vio a los responsables. No creía que se tratara de un ataque de indios, eso no había ocurrido desde hacía veinticinco años, debía de ser una distracción del tal Zorro para robarse las perlas. Hasta un buen rato más tarde no supo que los presos habían desaparecido sin dejar rastro.

El túnel, reforzado con tablas para evitar derrumbes, era estrecho, pero permitía holgadamente el paso de una persona. El aire estaba enrarecido, los conductos de ventilación se habían obstruido con el paso del tiempo y el Zorro decidió que no podían consumir el escaso oxígeno disponible con las llamas de las velas, tendrían que avanzar en la oscuridad. Arsenio, que no necesitaba luz, iba adelante, con la única vela permitida, como señal para los demás.

La sensación de estar enterrados en vida y la idea de que un derrumbe los atrapara allí para siempre eran aterradoras. Bernardo muy rara vez perdía la calma, pero estaba acostumbrado a grandes espacios y allí se sentía como un topo; el pánico iba apoderándose de él. No podía avanzar más deprisa ni retroceder, le faltaba aire, se ahogaba, creía pisar ratas y serpientes, estaba seguro de que el túnel se estrechaba por momentos y jamás podría salir.

Cuando el terror lo detenía, la mano firme de su hermano en la espalda y su voz tranquilizadora le daban ánimo. El Zorro era el único del grupo a quien no le afectaba ese confinamiento, porque estaba muy ocupado pensando en Lolita. Tal como le había dicho Lechuza Blanca durante su iniciación, las cuevas y la noche eran los elementos del zorro.

El recorrido del túnel les pareció muy largo, aunque la salida no estaba lejos de la prisión. De día los guardias habrían logrado verlos, pero en plena noche los fugitivos pudieron emerger del túnel sin peligro de ser vistos, protegidos por los árboles.

Salieron cubiertos de tierra, sedientos, ansiosos de respirar aire puro. Los indios se despojaron de sus andrajos de prisioneros, se sacudieron la tierra y, desnudos, levantaron los brazos y la cara al cielo para celebrar ese primer momento de libertad. Al comprender que estaban en un lugar sagrado, se sintieron reconfortados: era un buen augurio. Unos silbidos respondieron a los de Bernardo y pronto aparecieron los indios de Toypurnia conduciendo los caballos robados y los de ellos, entre los cuales iba Tornado.

Los fugitivos montaron de a dos en las cabalgaduras y se dispersaron hacia los cerros. Eran gente de la región y podrían reunirse con sus tribus antes de que los soldados se organizaran para alcanzarlos. Pensaban mantenerse lo más lejos posible de los blancos hasta que volviera la normalidad a California.

El Zorro se sacudió la tierra, lamentando que su traje recién comprado en Cuba ya estuviera inmundo, y se felicitó porque las cosas habían salido incluso mejor de lo planeado. Arsenio se llevó al anca de su caballo al hombre que había sido flagelado; Bernardo acomodó a Alejandro de la Vega sobre el suyo y él se sentó detrás para sostenerlo. El camino de la montaña era escarpado y recorrerían la mayor parte durante la noche.

El aire frío había despercudido el letargo del anciano y la alegría de ver a su hijo le había devuelto la esperanza. Bernardo le aseguró que Toypurnia y Lechuza Blanca le cuidarían hasta que pudiese regresar a su hacienda. Entretanto el Zorro galopaba en Tornado rumbo a la misión

San Gabriel.

El padre Mendoza pasó varias noches dándose vueltas en su camastro sin poder dormir. Había leído y rezado sin hallar tranquilidad para su espíritu desde que descubrió que faltaban cosas en la bodega y el hábito de repuesto. Sólo tenía dos, que alternaba cada tres semanas para lavarlos, tan usados y rotosos, que no podía imaginar quién habría tenido la tentación de sustraerle uno. Quiso dar al ladrón oportunidad de devolver lo robado, pero ya no podía postergar más la decisión de actuar. La idea de reunir a sus neófitos, darles un sermón sobre el tercer mandamiento y averiguar quién era el responsable, le quitaba el sueño.

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