Sabía que su gente tenía muchas necesidades, no era el momento de imponer castigos, pero no podía dejar pasar esa falta. No comprendía por qué, en vez de hurtar alimentos, habían sacado cuerdas, nitrato, cinc y su hábito; el asunto no tenía sentido. Estaba cansado de tanta lucha, trabajo y soledad, le dolían los huesos y el alma.
Los tiempos habían cambiado tanto, que ya no reconocía el mundo, reinaba la codicia, nadie se acordaba de las enseñanzas de Cristo, ya nadie lo respetaba, no podía proteger a sus neófitos de los abusos de los blancos. A veces se preguntaba si los indios no estaban mejor antes, cuando eran dueños de California y vivían a su manera, con sus costumbres y sus dioses, pero enseguida se persignaba y pedía perdón a Dios por tamaña herejía. «¡Adonde vamos a parar si yo mismo dudo del cristianismo!», suspiraba, arrepentido.
La situación había empeorado mucho con la llegada de Rafael Moncada, quien representaba lo peor de la colonización: venía a hacer fortuna deprisa e irse lo antes posible. Para él los indios eran bestias de carga. En los más de veinte años que llevaba en San Gabriel, el misionero había pasado por momentos críticos -terremotos, epidemias, sequías y hasta un ataque de indios-, pero nunca se desanimó, porque estaba seguro de que cumplía un mandato divino. Ahora se sentía abandonado por Dios.
Caía la noche y habían encendido antorchas en el patio. Después de una jornada de duro trabajo, el padre Mendoza, arremangado y sudoroso, estaba cortando leña para la cocina. Levantaba el hacha con dificultad, cada día le parecía más pesada, cada día la madera era más dura. En eso sintió un galope de caballo. Hizo una pausa y ajustó la vista, que ya no era la misma de antes, preguntándose quién vendría tan apurado a esa hora tardía. Al aproximarse el jinete, vio que se trataba de un hombre vestido de oscuro y con la cara cubierta por una máscara, sin duda un bandido. Dio la voz de alarma, para que mujeres y niños se refugiaran, luego se aprontó para enfrentarlo con el hacha en las manos y una oración en los labios; no había tiempo de ir en busca de su viejo mosquete.
El desconocido no esperó que su corcel se detuviera para saltar a tierra, llamando al misionero por su nombre.
– ¡No tema, padre Mendoza, soy un amigo!
– Entonces la máscara está de más. Tu nombre, hijo -replicó el sacerdote.
– El Zorro. Ya sé que parece extraño, pero más extraño es lo que voy a decirle, padre. Vamos adentro, por favor.
El misionero condujo al desconocido a la capilla, con la idea de que allí contaba con protección celestial y podría convencerlo de que en ese lugar nada había de valor. El individuo resultaba temible, llevaba espada, pistola y látigo, iba armado para la guerra, pero tenía un aire vagamente familiar. ¿Dónde había escuchado esa voz? El Zorro empezó por asegurarle que no era un rufián y enseguida le confirmó sus sospechas sobre la explotación de perlas de Moncada y Alcázar. Legalmente sólo les pertenecía un diez por ciento, el resto del tesoro era de España.
Utilizaban a los indios como esclavos, seguros de que nadie, salvo el padre Mendoza, intercedería por ellos.
– No tengo a quien apelar, hijo. El nuevo gobernador es un hombre débil y teme a Moncada -alegó el misionero.
– Entonces deberá recurrir a las autoridades en México y España, padre.
– ¿Con qué pruebas? Nadie me creerá, tengo fama de ser un viejo fanático, obsesionado con el bienestar de los indios.
– Ésta es la prueba -dijo el Zorro colocándole una pesada faltriquera en las manos.
El misionero miró el contenido y lanzó una exclamación de sorpresa al ver el montón de perlas.
– ¿Cómo obtuviste esto, hijo, por Dios?
– Eso no importa.
El Zorro le sugirió que llevara el botín al obispo en México y denunciara lo ocurrido, única forma de evitar que esclavizaran a los neófitos. Si España decidía explotar los bancos de ostras, contratarían a los indios yaquis, tal como se hacía antes. Después le pidió que informara a Diego de la Vega de que su padre se encontraba libre y a salvo. El misionero comentó que ese joven había resultado una desilusión, no parecía hijo de Alejandro y Regina, le faltaban agallas. Pidió de nuevo al visitante que le mostrara la cara, de otro modo no podía confiar en su palabra, podía ser una trampa. El otro replicó que su identidad debía permanecer secreta, pero le prometió que ya no estaría solo en su empeño de defender a los pobres, porque de ahora en adelante el Zorro velaría por la justicia. El padre Mendoza soltó una risa nerviosa; el tipo podía ser un loco suelto.
– Una última cosa, padre… Esta bolsita de gamuza contiene ciento tres perlas mucho más finas que las demás, valen una fortuna. Son suyas. No tiene que mencionarlas a nadie, le aseguro que la única persona que conoce su existencia no se atreverá a preguntar por ellas.
– Imagino que son robadas.
– Sí, lo son, pero en justicia pertenecen a quienes las arrancaron del mar con su último aliento. Usted sabrá darles buen uso.
– Si son mal habidas, no quiero verlas, hijo mío.
– No tiene que hacerlo, padre, pero guárdelas -replicó el Zorro con un guiño de complicidad.
El misionero ocultó la bolsa en los pliegues del hábito y acompañó al visitante al patio, donde aguardaba el lustroso caballo negro, rodeado por los niños de la misión. El hombre montó el corcel y, para divertir a los críos, lo hizo corcovear con un silbido, luego sacó a relucir su espada en la luz de las antorchas y cantó unos versos, que él mismo había compuesto durante los meses de ocio en Nueva Orleáns, respecto a un valiente jinete que en las noches de luna sale a defender la justicia, castigar a los malvados y tallar la zeta con su acero.
El detalle de la canción sedujo a los niños, pero acrecentó el temor del padre Mendoza de que el tipo estaba deschavetado. Isabel y Nuria, quienes pasaban la mayor parte del día encerradas en su habitación cosiendo, asomaron al patio a tiempo de vislumbrar la galante figura haciendo piruetas sobre el negro corcel, antes de desaparecer. Preguntaron quién era aquel llamativo personaje y el padre Mendoza replicó que, si no era un demonio, debía ser un ángel enviado por Dios para reforzarle la fe.
Esa misma noche Diego de la Vega regresó a la misión cubierto de polvo, contando que había tenido que acortar el viaje porque estuvo a punto de perecer en manos de bandidos. Vio venir de lejos a un par de sujetos sospechosos y para evitarlos se salió del Camino Real y echó a galopar hacia los bosques, pero se perdió. Pasó la noche acurrucado bajo los árboles, a salvo de bandoleros, pero a merced de osos y lobos. Al alba pudo orientarse y decidió volver a San Gabriel, era una imprudencia continuar solo. Había cabalgado el día entero sin probar bocado, estaba muerto de fatiga y con dolor de cabeza. Saldría para Monterrey dentro de unos días, pero esta vez iría bien armado y con escolta.
El padre Mendoza le informó que ya no sería necesaria su visita al gobernador, porque don Alejandro de la Vega había sido rescatado de la prisión por un bravo desconocido. A Diego sólo le quedaba por delante el deber de recuperar los bienes de la familia. Se calló las dudas de que ese currutaco hipocondríaco fuera capaz de hacerlo.
– ¿Quién rescató a mi padre? -preguntó Diego.
– Se hacía llamar el Zorro y llevaba una máscara -dijo el misionero.
– ¿Máscara? ¿Un bandolero, acaso? -inquirió el joven.
– Yo también lo vi, Diego, y para ser un forajido no estaba mal el hombre. ¡Ni te digo lo guapo y elegante que era! Además, montaba un caballo que le debe haber costado un ojo de la cara -intervino Isabel, entusiasmada.
– Tú siempre has tenido más imaginación de la conveniente -replicó él.
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