El muchacho
Novela documental
Vladimir Khomichuk
A Valentina Nikolaevna Chirochkina
Traductor Pedro Encuentra Calvo
Redactora y correctora Martina Acena Schames
© Vladimir Khomichuk, 2021
ISBN 978-5-4498-3220-7
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A modo de prefacio. El abuelo
– Abuelo, ¿por qué no duermes?
– No sé, algo no me deja dormir, se me ocurren todo tipo de pensamientos.
– ¿Qué pensamientos?
– Muy variados, pensamientos de viejo.
– Bueno, abuelo, cuéntame, estoy interesado. A veces yo tampoco puedo dejar de pensar y me cuesta conciliar el sueño.
– ¿Y en qué piensas?
– ¿Por qué nuestro río se secó por completo? Antes, aún se podía pescar, soñaba con atrapar un gran lucio, pero ahora que no he logrado ese sueño, aún a veces lo veo cuando duermo.
– Si realmente quieres, entonces lo atraparás.
– Pero ¿dónde lo atraparé si el río se ha secado?
– Si quieres, atraparás tu lucio en un río seco.
– No, abuelo, no lo atraparé, no me engañes, eso no puede ser.
– Sí que puede ser. Todo puede ser, si realmente lo quieres. Duerme, mañana iremos a pescar tu lucio.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo; venga, a dormir.
Vovka se durmió y vio en un sueño cómo atrapaba un pez grande y brillante. Era hermoso y reluciente, todo él brillaba al sol, tan resbaladizo y caprichoso intentando escaparse de las manos.
Por la mañana se despertó y llamó al abuelo. Este no respondió. Vovka se levantó, se lavó la cara y los dientes. Salió al patio y volvió a llamar a su abuelo. Pero el abuelo no estaba, así que decidió salir a buscarlo, cruzó la cerca y corrió hacia el río. Gracias a Dios que estaba cerca de la casa, a cien metros como máximo. Aunque antes el río tampoco parecía ancho ni caudaloso, qué agradable era bañarse en sus aguas, bucear hasta la otra orilla, y después secarse, calentarse al sol y sentarse bajo un sauce con una caña de pescar. Y ahora casi no había agua, el verano ha sido muy caluroso y seco.
El abuelo estaba sentado debajo de un sauce, allí donde a Vovka le gustaba ponerse y donde siempre se le encontraba cuando se le hacía tarde para ir comer.
– Abuelo, ¿por qué te sientas ahí? Llevo buscándote un rato.
– Pues aquí estoy sentado, esperándote. ¿Pescamos ese lucio o qué?
– ¿Cómo lo vamos a hacer? No hay agua, todavía corre un poco por allí, y aquí no hay más que arena.
Sin responder, el abuelo sacó la caña de pescar, desenrolló el hilo, enganchó en el anzuelo un grueso gusano, lo agitó y lo lanzó.
Se sentaron un rato, en silencio los dos. Vovka miró la arena y esperó. Pero no aguantó demasiado y a eso del mediodía se fue corriendo a casa. El abuelo dijo que solo había que calentar la comida, había dejado todo preparado desde primera hora de la mañana. Y sobre las cinco Vovka echó de nuevo a correr.
– Yayo, ya ves que no hay nada. Ya te dije que era imposible.
– Y yo te dije que había que desearlo con todas las fuerzas. Y como no lo deseas, no haces más que ir de aquí para allá corriendo.
Vovka se ofendió, frunció el ceño, pero se sentó junto a su abuelo. Decidió no rendirse y comenzó a mirar en silencio la arena.
El día estaba llegando a su fin. El sol se estaba poniendo y empezó a oscurecer. Cuando casi no se veía nada y los ojos de Vovka empezaban a cerrarse, su abuelo se tensó de repente, se puso de pie, y al momento, con un movimiento hábil y brusco, levantó la caña de pescar, tirándola hacia sí mismo y, en medio de los rayos del sol ya lejano, Vovka vio cómo se retorcía un lucio VIVO, iridiscente y brillante.
Capítulo 1. Principio y fin
El muchacho, nacido en la ciudad de Kopeisk (región de Chelyabinsk – Rusia), a la edad de cinco años se trasladó a la tierra natal de su padre, Bielorrusia, donde éste había comprado una casa en una remota y perdida aldea. Al niño no le gustó Bielorrusia. Sus compañeros le recibieron con hostilidad. ¿Por qué? Tenía un acento extraño, no se comportaba “como los demás”, “como era debido”. A raíz de aquello el chaval se interesó por sus padres, por quiénes eran, de dónde venían y para qué venían. Le explicaron que su padre procedía de Bielorrusia, pero que vivió en su pueblo natal solo hasta los 14 años, luego se convirtió en un vagabundo, deambulando por toda la Unión Soviética, ocultándose de las autoridades, que intentaban encarcelarlo por vivir en la calle. Su madre era rusa y hablaba más o menos correctamente. Así que el chaval decidió que él también quería ser ruso. Después de acabar la escuela secundaria con las máximas calificaciones, se matriculó en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Minsk. Nada más empezar el curso, lo llamaron a filas. Acabado el servicio militar, pero ya miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética, se convirtió en secretario del comité de Komsomol de la universidad. Tras la aparición de la brillante figura de Mijail Gorbachev en la arena política, el joven se dio cuenta de que la URSS pronto se iría al traste y decidió marcharse al extranjero para empezar una nueva vida. En la siguiente reunión del comité del partido en la universidad, arrojó sobre la mesa el carnet del partido comunista, lanzándoles a todos los presentes una obscenidad rusa cuidadosamente seleccionada, cogió su diploma rojo de excelencia y se marchó a España. Allí consiguió un trabajo en una academia de idiomas y empezó a enseñar inglés a estudiantes españoles. Pasado un año, la Escuela Oficial de Idiomas de Zaragoza anunció un concurso para el puesto de profesor de ruso como lengua extranjera. Presentó la documentación, ganó y se convirtió en jefe del departamento de lengua rusa. O, mejor dicho, en el único profesor del departamento. No había otras alternativas entonces. Trabajó allí durante siete años, pero al final le despidieron, ya que las autoridades convocaron un nuevo concurso para ocupar su puesto, de manera oficial, estatal y burocrática, para el cual ni siquiera pudo presentar la documentación pertinente, ya que no tenía la nacionalidad española. Y así, hasta ahora. No quería convertirse en un español normal y corriente, y tampoco quiere ahora. Así que creó su propia agencia de traducción privada y, sin quererlo, se convirtió en un hombre de negocios. Pero en 2001, después de llevar once años viviendo en España, con casa propia y tres coches, y con una cierta cantidad de dinero en una cuenta bancaria, todo terminó. Se produjo el accidente. Lo que vino después: 14 años vegetando en una silla de ruedas. Eso es todo. Una historia triste, dolorosa, pero, desafortunadamente, ni original ni única, sino bastante corriente.
Catorce años vegetando en una silla de ruedas, aunque eso no es cierto, no se trata de eso. Cuando comenzó a recobrar el sentido, postrado en una cama de hospital, durante mucho tiempo no logró entender lo que le estaba pasando. ¿Por qué, de repente, sin ninguna razón aparente, su cuerpo ya no lo obedecía? ¿Y por qué las personas a su alrededor (su madre que apareció de repente, médicos, enfermeras, amigos, esposa, hijo y amante) le miraban de una manera extraña y le trataban como a un imbécil? Después, su amada compañera (a quien él entonces no consideraba ni amiga íntima ni familia, sino su amante) comenzó a explicarle lo que había sucedido. Por la mañana temprano, la llamó y le dijo que no podría ir a buscarla, como era habitual, para ir a trabajar juntos a la agencia de traducción, de la que eran socios. Prometió ir más tarde, pero desapareció durante toda la mañana. La pobre mujer no sabía ni qué pensar, pues él nunca había hecho eso antes, aunque había hecho muchas cosas que ella ya sabía. Luego, al caer la tarde, al final de la jornada laboral, la llamaron de un hospital para pedirle que acudiera a reconocer a un paciente que estaba en coma después de un accidente de tráfico ocurrido a 70 kilómetros de la ciudad en una carretera de montaña. Al bajar una pendiente, perdió el control en una curva, salió volando de la carretera cayendo por un barranco, donde fue recogido por un helicóptero y llevado al hospital. El diagnóstico sonaba de lo más extraño: LME combinado con TCE. No entendía estas abreviaturas ni en español ni en ruso. Y, además, recordó furtivamente la conversación mantenida entre el médico y su madre:
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