Parecía muy alentador.
– ¿Podría ser algo más concreto?
– Es evidente que todo depende de cada caso específico, pero, por los datos que tenemos, usted tiene muy buenas perspectivas para restaurar las funciones de los órganos pélvicos y la movilidad de las extremidades inferiores.
– ¿Y cuánto tiempo puede durar eso, cuánto tiempo tendré que estar en la clínica, hasta que al menos se vean las señales de una recuperación relativa?
– Dos o tres años. Con visitas cada tres meses, de al menos dos semanas.
Su querida compañera cerró felizmente los ojos, la madre-hermana-hija comenzó a enjugar las lágrimas de alivio. Pero él se sumergió en un oscuro pensamiento: «¿uno de esos charlatanes? No lo parece. Además, habla un ruso de lo más correcto y es muy convincente, con carisma”. Y se preguntaba a si mismo: “entonces, ¿qué pasará, que podré usar el baño solo, sin ayuda externa? ¿Es que voy a poder dormir con la hermosa mujer que está a mi lado y a la que he logrado amar profundamente, aunque ni en los sueños me atrevo a intimar físicamente con ella? Dos o tres años… ¡Dios mío, eso es una tontería, una nadería en comparación con los cuatro años que ya llevo en una silla de ruedas!”
Viajó a Moscú durante más de diez años…
Al principio, todos los médicos de la clínica no salían de su asombro, mejor dicho, mostraban su indignación por no haberle practicado aún una cirugía plástica en el cráneo. El hecho es que por aquel entonces en España, la crisis estaba en todo su apogeo. Así llamaban a lo que estaba pasando, en su opinión algo totalmente inventado por alguien, algo provocado por Estados Unidos y por los ladrones y chupópteros públicos. La seguridad social cambió completamente debido a la constante disminución de las inyecciones financieras estatales y los servicios médicos, en general, casi se convirtieron en papel mojado. Después de la operación del traumatismo craneoencefálico, en la cabeza le quedó un agujero del tamaño de un puño. Simplemente lo cubrieron con piel y dijeron que no había nada de qué preocuparse, que solo quedaría un pequeño defecto estético .
– ¡Qué locura! – el profesor casi gritó —. ¿Tan difícil es de entender? La naturaleza no hace nada en vano, no es casualidad que haya protegido el cerebro ocultándolo dentro de una caja tan sólida. ¡Necesita urgentemente una cirugía!
Él mismo lo sabía, por lo que inmediatamente aceptó, incluso con cierta alegría. La verdad es que le era desagradable mirarse al espejo. En el lado derecho de la cabeza aparecían unas venas muy marcadas, lo que no era nada estético, y la madre-hermana-hija tenía miedo de que en algún momento se tropezara con algo y se abriera el agujero. Y se había dado cuenta, hacía tiempo ya, de que ese zurcido en su piel de algún modo afectaba su estado y su comportamiento y no precisamente para bien, pues se había vuelto más irascible, nervioso, alterado y grosero en sus relaciones con los demás, incluso con su amada compañera.
La operación fue realizada por una médica maravillosa, una neurocirujana con clase, especializada en lesiones craneoencefálicas en niños. “Me viene como anillo al dedo”, – pensó. Él precisamente acababa de cumplir cuarenta años. La doctora no solo era hermosa y elegante, sino también amable, discreta y muy receptiva. La suavidad de su voz, por lo general cariñosa, alternaba sorprendentemente con un tono autoritario y exigente cuando se dirigía a las enfermeras que le ayudaban en las curas. Sus manos eran fuertes con dedos hábiles y tenaces. Él casi se enamoró de esa mujer, aunque luego se paró a pensar: «¿De nuevo vuelves a las andadas, gilipollas?”.
Posteriormente se reuniría en más de una ocasión con esa mujer inteligente y hermosa. Su cabeza, después de la operación – que duró seis horas en lugar de las dos planificadas —, durante la cual la neurocirujana encontró en su cerebro pequeños fragmentos de tejido craneal óseo que quedaban después de la primera cirugía ( la española ), funcionaba ahora mucho mejor. Quizás incluso mejor que antes, antes de la lesión. Y les dijo a todos: “Esta mujer me ha puesto la cabeza en su sitio, perfeccionándola ostensiblemente”. Una vez, en su visita de turno a Moscú, la invitó al cumpleaños de su compañera, a la que ya presentaba a todos ni más ni menos que como mi mujer , aunque nunca habían hablado de matrimonio ni de convivencia conjunta. Todavía sentía vergüenza por su invalidez y se acomplejaba con el tema de la higiene, el cuidado personal y sus necesidades. Se reunieron con la doctora en un restaurante donde también acudieron sus conocidos, su hermano y su cuñada, que habían venido a visitarle desde Bielorrusia, y otra persona más que había jugado un papel muy importante en ese momento de su vida, y que no había dejado de apoyarle y animarle, aunque sin pretenderlo. Se trataba de Petia. Todo un personaje.
La aparición de Petia en la clínica, y al mismo tiempo en su vida, fue por todo lo alto. Si bien apenas se conocían. Una vez se vieron en Grodno, donde Petia – que era clavado al famoso cantante Viktor Tsoi —, trabajaba como interiorista, y aquel buen día él fue a visitar a su mejor amigo, Sergey, a quien conoció en el servicio militar. Petia era entonces un apuesto joven rebosante de un humor maravilloso, que podía imitar sonidos que la voz humana no podía reproducir. Por ejemplo, el sonido de las ruedas del tren teniendo como fondo la voz de un conductor ofreciendo té a los pasajeros, o el traqueteo de una sierra radial cortando en pedazos un trozo de metal.
Y un buen día, la puerta del ascensor de la clínica, por alguna razón, se entreabre, y hete aquí que asoma la cabeza de Petia, espetándole a una enfermera, anonadada por la sorpresa, sentada debajo de un cartel que rezaba “RECEPCIÓN”, algo extraño para un ruso:
– ¡Llame urgentemente a los bomberos para que presten asistencia de emergencia al presidente de Karakalpakia, que está atrapado en este maldito ascensor, y no se olvide de la orquesta tocando una marcha de bienvenida y una alfombra roja puesta a sus pies!
Luego bromeó un rato con la chica, que casi no se había recuperado del susto, regaló a todo el personal médico manzanas traídas de Bielorrusia, y explicó solemnemente a todos que se trataban de productos realmente naturales, sin abonos químicos, y les ordenó recordar la palabra bielorrusa prismaki , que quiere decir delicatesen . Lo cierto es que Petia era ruso, aunque había nacido en Uzbekistán, y probablemente se parecía a su padre uzbeko, a quien nunca había visto ni conocido. La madre de Petia dejó su casa de forma repentina, se mudó a Bielorrusia y dejó a su hijo en un internado para niños superdotados que mostraban habilidades especiales para la música y las bellas artes. Así pues, era un joven medio uzbeko, con talento y divertido. En resumen: una mezcla explosiva.
Petia ejerció una influencia sobre él realmente sorprendente. Él no estaba acostumbrado a tener amigos, se reía con sus bromas inimitables; le enseñó Moscú, irreconocible después de tantos años, donde ahora vivía y trabajaba; le llevó a la Galería Tretyakovskaya y a muchos sitios más. Petia fue el primero en tratarlo como una persona normal , y no hipócritamente como un pobre discapacitado. Apreció el gesto y empezó a llamar a Petia como “mi padre moscovita”.
Por cierto, esto es lo que su mejor amigo Sergey, mencionado anteriormente, escribió sobre este atípico personaje.
De todos es conocido el amor de Petia por el color blanco. Amor que se remonta a su primera infancia. Hay una famosa foto colectiva de nuestra clase, donde todos usan sombreros de invierno negros, de piel de conejo, excepto Petia, que lo llevaba blanco.
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