Maria Acosta - Las Páginas Perdidas

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A Viola Borroni, una joven fiscal de la Fiscalía de Roma, le han encargado la investigación sobre la extraña muerte de un hombre que ha sido encontrado con la punta de una flecha medieval en el corazón. Mientras tanto el padre de Viola desaparece. ¿Los dos hechos están conectados? A principios del siglo XX el prior del convento de Mondragone –el padre Giuseppe Strickland –vende a un comerciante polaco un manuscrito del siglo XI que contiene inscripciones desconocidas y enigmáticas representaciones de figuras femeninas, de plantas y de constelaciones. Antes de entregarlo quita, sin que el comprador lo sepa, las primeras catorce páginas y las esconde en su oficina. ¿Cuál es el contenido de aquellos folios y por qué ocultarlos? Esas páginas perdidas se convierten en la obsesión de Adolfo Hitler que, durante la Segunda Guerra Mundial, organiza una comisión de investigación y de estudio para encontrarlas. Una historia llena de suspense, un ir y venir a través del tiempo, donde se entrecruz

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Ocurrió de esta manera incluso en Villa Mondragone, cuyo singular nombre se debía al hecho de que en ella había residido el Papa Gregorio XIII, cuyo emblema heráldico era un dragón.

Un edificio que sólo en el año 1865 se había convertido en un convento jesuita para los hijos de las clases sociales más altas. Los orígenes de Villa Mondragone se remontan muchísimos años atrás, en concreto al siglo XVI, cuando el cardenal Marco Sittico Altemps había ordenado su construcción. Pero, la villa podía decirse famosa por un célebre hecho histórico. En el año 1574 allí se había establecido el cardenal Ugo Boncompagni que, convertido en el Papa Gregorio XIII, había residido de forma regular en la villa.

Y fue justo allí, en el año 1582, que fue promulgada la bula papal Inter Gravissimas con la cual se reformaba el viejo calendario, instituyendo, en su lugar el calendario Gregoriano, que tomaba el nombre del Papa Gregorio.

Después –observaba con nostalgia el padre Giuseppe Strickland– la Villa había vivido momentos gloriosos, acogiendo en su interior otros papas, como Paolo V, Clemente VIII y Urbano III.

Ahora, desafortunadamente, la estructura necesitaba con urgencia una restauración después de los graves daños provocados por el terremoto de 1910. Hacía falta dinero, muchísimo dinero.

El traficante de libros raros, el tal Wilfrid Voynich, había hecho examinar anticipadamente por un representante suyo en Italia, el señor Giorgio Parisi, treinta de estos libros y, a continuación, propuesto una oferta de diez mil quinientas liras a la fundación de la Villa.

Con aquel dinero –pensaba el padre Giuseppe –Villa Mondragone retornaría a su antiguo esplendor, y el comedor destinado a los hijos internos de las clases más ricas, podría garantizar, al mismo tiempo, una pequeña ayuda para el convento de los padres capuchinos de Orvieto que ofrecía socorro a los pobres y a los desheredados de la zona, donde ejercía de prior el hermano Dolcino Serpiti, un querido compañero de seminario desde hacía ya mucho tiempo, que había hecho los votos junto con él, tantos años atrás.

La Fortuna había querido que el señor Parisi, antes de ser un empleado del marchante polaco, fuese un devoto de la congregación de los jesuitas y –algo que no resultaba perjudicial – un fiel cristiano que se había confesado a menudo con el Padre Giuseppe en la capilla de Villa Mondragone.

Este pequeño hecho afortunado, en verdad una señal de la Divina Providencia, pensó el Padre Giuseppe, lo ayudaría con su plan.

De los treinta libros objeto de la compra venta, veintinueve serían entregados íntegramente. Pero el trigésimo, aquel manuscrito medieval con un texto incomprensible, enigmático, y sin nombre, no. Esa noche, él mismo lo desencuadernaría y lo volvería a recoser con muchísimo cuidado. Por otra parte, no habría ningún problema dada su experiencia como jefe encuadernador en la Biblioteca Pontificia del Vaticano.

Del manuscrito extraería las únicas catorce páginas escritas en latín vulgar. Aquellas, y sólo aquellas, las más preciosas y peligrosas, no podían caer en manos de nadie.

Y mucho menos en las del primer millonario que hubiese adquirido el libro en una de aquellas subastas tan teatrales que estaban de moda en las principales capitales europeas y también en ultramar. Aquellas páginas podían representar la palabra de Dios, pero también un instrumento del Diablo. Todo dependía en que manos fuesen a caer.

Mejor no arriesgarse y eliminar de raíz un peligro latente.

Desde el principio el padre Giuseppe había advertido a Giorgio Parisi que el manuscrito se vendería –a primera vista sin cortar 15– formado por 102 folios, que conformaban un total de 204 páginas escritas e ilustradas, aunque en origen el número de folios del manuscrito eran 116. Pero aquellas catorce páginas que explicaban como interpretar y leer correctamente las otras 204, no podían, de ninguna manera, atravesar los muros de Villa Mondragone.

Giorgio Parisi no había puesto ninguna objeción ya que el manuscrito sería encuadernado con un nuevo formato de 102 folios. Además, era el Padre Giuseppe, su confesor, quien se lo pedía, es más se lo imponía. Y si un jesuita, como el venerable prior del convento, le pedía cerrar los ojos ante este hecho ¿quién era él para rechazar la petición proveniente de un representante de la Iglesia tan influyente?

Así que al señor Voynich le habían dicho que el manuscrito estaba compuesto por 204 páginas y no por 232.

El marchante había tratado la compra del manuscrito sobre estas indicaciones. Por lo tanto, Parisi no había cometido pecado alguno. Y aunque lo hubiese cometido, se lo había requerido el prior del convento. Por lo tanto tenía buenas razones –no era necesario preguntarse el porqué –que le imponían atender la petición del padre Giuseppe. Además de la extrema y eterna discreción, él había jurado solemnemente, delante del jesuita, que no diría jamás una palabra sobre los folios extraídos.

Parisi juró por su vida que se llevaría el secreto a la tumba.

Esa noche, el prior, tranquilizado por el juramento de su parroquiano, se armó de bisturí, aguja e intestino de cerdo 16del siglo XII, proveniente del Codex Arboris miniado que sus hermanos jesuitas habían restaurado hacía poco. Se cerró con llave en su celda para rezar y pedir perdón a Dios por aquello que iba a hacer.

Cuando se sentó en el escritorio, le vino un último y fugaz cargo de conciencia. ¿Cómo podía creer que tenía el derecho de modificar el diseño divino a voluntad, decidiendo el destino y el futuro del Mundo?

Si aquellas páginas cayesen en manos malvadas, la Humanidad conocería peligros inimaginables. El reverendo no quería asumir una responsabilidad de esta magnitud.

Se calmó al pensar que en el transcurso de los siglos que estaban por venir algún otro, probablemente más valiente, o tal vez más inspirado por la Divina Providencia, decidiría si estaba bien o mal divulgar el significado del manuscrito, que por el momento quedaría custodiado allí, en aquel convento.

Él no quería asumir esta responsabilidad. Como humilde siervo de Dios tenía la misión de proteger a la Humanidad, en la medida de sus posibilidades, contra los peligros del Maligno.

Alentado por estos pensamientos comenzó a trabajar con mucho cuidado en el volumen, escrito sobre pergamino de cabrito. Cortó con completa seguridad los hilos que unían los 116 folios y extrajo del volumen las 14 páginas que guardó temporalmente en el cajón del escritorio, que enseguida cerró con llave.

A su debido tiempo –pensó el decano– escogería un escondite más seguro.

Procuró encuadernar de nuevo el manuscrito, poniendo cuidado en mantener el orden original de las páginas, que se componía de una sección de 66 folios, dedicada a la botánica, de una segunda sección, desde el folio 67 al 73, dedicada a la astrología, de una tercera sección, del folio 75 al 86, dedicada a las figuras femeninas, de una cuarta sección, del folio 87 al 102, dedicada a la farmacología, y de una última sección, la quinta, la más enigmática, donde se encontraba solo una parte del texto del manuscrito, totalmente incomprensible y misterioso, al margen del cual habían sido situadas algunas estrellitas.

El libro, tal como se presentaba en este momento, sería para siempre un enigma irresoluble.

A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el convento Wilfrid Voynich, acompañado por su abogado italiano Giorgio Parisi.

El padre Anselmo, el vicario del reverendo padre Giuseppe, los hizo esperar en la estancia de audiencias de la biblioteca, compuesta por doce salas, de las cuales al menos seis tenían una superficie aproximada de 100 metros cuadrados con un ancho total de 991 metros cuadrados.

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