Mauro Cocciolo
Las aventuras de Astivio y Obdulio
TOMO I
Era el año 3033, en el territorio de la antigua Argentina, ex Conurbano Bonaerense. Superadas las nefastas guerras corporativas, la Confederación Andina y el Imperio Berazachutense dominan el sur del continente, sumergiéndolo en una reencontrada Edad Media. La Liga Platense, ex CABA, se resguarda tras un gigantesco e impenetrable muro, mientras abastece con su flota a las diversas alianzas que pujan por el control del planeta. En la zona sur del Conurbano, una vieja planta industrial corporativa, ahora habitada por nobles y trabajadores aldeanos, se transforma en el único bastión que hace frente al Imperio, proclamándose como una fortaleza autónoma e independiente. Entre sus habitantes se encuentran Astivio y Obdulio, los míticos paladines de zona sur. Junto con Eegatto de Cochabamba, sacerdote del complejo legado Atlántide-Lemuriano, intentarán evitar que el Imperio local o las confederaciones del mundo se hagan con la tecnología pangeana escondida en las pirámides antediluvianas, una de las cuales se halla en plena Desolación de Varela. En sus travesías, nuestros héroes visitarán diversos lugares, conocerán nuevos personajes (Femin Istrul y Zoyrreh Grossoh, entre otros), y se adentrarán en un mundo de aventuras, peligros y paradojas, desafiando incluso la división entre pasado, presente y futuro.
Dedicado a Chucululi
Lo siento mucho, pero tendré que retirarme.
Creo que por fin me ha alcanzado el italiano…
franco deterioro.
POETA URBANO ANÓNIMO
Astivio lo observaba con intriga y desconfianza, nunca había visto a alguien parecido. Tenía toda la semblanza de un místico, y la humilde prestancia de los sacerdotes wankarani o de los ascéticos de Cochabamba. Se preguntaba qué carajo estaba haciendo ahí una persona como esa, y cuáles secretos estaría guardando o protegiendo.
Entonces, se lo consultó.
―Eegatto… Así dijo que se llamaba, ¿no es verdad? ¿Se siente mejor?
―Sí… mmm… Qué buena sopa… la necesitaba… ¡Ah! Ya me encuentro mucho mejor.
―Qué bueno, pero ahora queremos algunas respuestas.
―Sí, lo sé… Seguro que mi extraña presencia los tiene desconcertados, ¿cierto?
―Correcto. Ahora las respuestas, por favor.
―¡Ejem!… Bueno… Miren, la historia es larga, tal vez demasiado, pero voy a intentar resumirles los puntos más importantes y urgentes.
―Tómese el tiempo que necesite, no estamos apurados.
―¡Oh, claro que sí! Por desgracia lo están, aun cuando no lo sepan… De hecho, todos lo estamos…
―¿A qué se refiere?
―Es simple, nos encontramos en peligro, y me refiero al mundo entero.
―Eso ya lo sabemos, son épocas difíciles, los peligros abundan y son muchos los que no logran sobrevivir… no entiendo cuál es la novedad.
―Esta vez es diferente… Escuchen, voy a ser directo e ir al grano: existe un lugar perdido en la desolación que se encuentra al oeste de aquí…
―¿La Desolación de Varela?
…
Corría el año 3033 d. C. El mundo, o lo que de este quedaba en pie una vez culminadas las nefastas guerras corporativas que habían caracterizado la primera mitad del milenio anterior, se había transformado en un lugar en verdad muy diferente. La siempre conflictiva raza humana ya no imperaba sobre el planeta de la manera en que las leyendas de antaño solían describir, simplemente sobrevivía como mejor podía hacerlo. Hacía ya más de quinientos años que la pólvora se había agotado, y que los cráteres dejados por los misiles se habían transformado en profundas lagunas de agua dulce. Ya no quedaba ningún rastro de toda esa vanagloriada tecnología, inundada de ceros y de unos, que había llevado a la humanidad a apoderarse en vano de la tierra, los océanos, los cielos y el espacio. El aire era puro otra vez. Flora y fauna habían tomado la delantera en la ocupación, los salvajes páramos crecidos como consecuencia de la tan incomprensible cuanto categórica devastación bélica tenían el dominio. Desde hacía varios siglos, el codiciado petróleo había dejado de fluir de los pozos. Las diversas fuentes de energía alternativa, que habían dominado el escenario durante la cúspide de la civilización, fueron poco a poco tornándose incontrolables, acompasando la alarmante y cada vez más empinada curva descendiente de la decadencia humana. La denominada Edad de la Globalización, que los viejos libros de historia describían como un período de prosperidad y crecimiento, ya no era más que un recuerdo, un mito, un contenido de ficción, fábulas como las que los padres contaban a sus hijos para entretenerlos o para ablandar el camino del sueño cuando llegaba la hora de irse a dormir. El concepto de sociedad, y por lo tanto de convivencia bajo normas comunes, distaba de asemejarse al que había caracterizado el vertiginoso modo de vida imperante en las superpobladas urbes del siglo XXI; en efecto, había mutado o más bien involucionado hacia una nueva y a la vez pretérita, salve la paradoja, forma de entrelazado social.
Ya no existía la antigua división entre países y ciudades, ni había mapas que detallaran con claridad el estado geopolítico de la situación global. Cada territorio era un mundo aparte, donde las distintas facciones coexistían lo mejor que podían con la naturaleza y, en especial, con sus propios pares, sus desesperados y casi siempre temidos vecinos. La antigua Ciudad Autónoma de Buenos Aires se había transformado en la plaza fuerte de la Liga Platense. Temerosos del resto de las poblaciones, y a la vez ávidos por conservar para ellos mismos los beneficios comerciales que esa particular zona les brindaba, por su cercanía al gran río y por ende al océano, los porteños habían levantado un gigantesco muro que todos apodaban “la Barca”, y que circunvalaba la totalidad de esa extensa comarca que otrora había pertenecido a la jurisdicción de la ya extinta Capital Federal. En los alrededores de la descomunal, imponente muralla fortificada, se desplegaba una serie de bosques, planicies, descampados y pantanos que en su conjunto constituía un vasto y escabroso territorio, antiguamente conocido como el Conurbano Bonaerense. En líneas generales, aquella amplia región que antaño conformaba la provincia de Buenos Aires se había convertido en tierra de nadie y de todos a la vez. Allí, diversos asentamientos pertenecientes a la vieja, mustia y siempre beligerante Confederación Andina se distribuían los terrenos de manera anárquica, y por demás sanguinaria. Vivían en una perenne disputa, cada grupo haciendo flagrar sus petulantes banderas al viento, tal como en tiempos ya demasiado lejanos solían hacer las huestes de los señores feudales, en la época en que los castillos medievales inundaban los paisajes de Europa y los reyes dominaban la historia, convencidos de su grandeza, efímera en verdad, y embriagados por esa narcotizante falacia que en definitiva demostró ser la insostenible ilusión de su poder eterno.
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