Solamente una determinada porción territorial, para nada despreciable en su extensión y que abarcaba una vasta zona al sur de la antigua provincia, más allá del muro, mantenía su status de región unificada y protegida. Por supuesto que, como era de esperar, ni la unidad ni la protección eran gratuitas: se sostenían gracias a la tiranía impuesta por el aguerrido linaje de los Uxicz, quienes habían bautizado todo aquello que se encontraba bajo el peso de su poderoso yugo opresor como Estado Imperial Berazachutense, tal vez en honor a los antiguos habitantes del inmenso paraje, de los que ya no quedaba ningún rastro.
Sin embargo… una pequeña y próspera comunidad de no más de trescientos habitantes mantenía su independencia con respecto al régimen, y conformaba en el mapa de Berazachusets una mancha que los Uxicz, muy a su pesar, no habían sido capaces de borrar. Habitaban en el interior de una colosal estructura que en otros tiempos se había conocido con el nombre de Proyecto PAVT, una megaplanta industrial donde las corporaciones fabricaban plástico, aluminio, vidrio y telas resistentes a los rayos ultravioletas. Para cuando las trágicas guerras corporativas habían llegado a su fin, hacía ya más de quinientos años, el Proyecto quedó abandonado. Pero, empujados por la necesidad de protegerse de las inclemencias de los elementos, de los peligros de la naturaleza y de la crueldad de los saqueadores, algunos habitantes de la zona comenzaron de a poco a poblar la antigua ciudadela corporativa. Se trataba de un lugar muy estratégico en cuanto al reparo y la seguridad que ofrecía; además, tenía una fuente inagotable de agua pura, garantizada por los viejos pozos y sus filtros de ósmosis inversa.
Con el pasar del tiempo, el Proyecto se transformó en una suerte de aldea fortificada capaz de autoabastecerse,aislada del mundo exterior. Sus pacíficos habitantes contaban con un techo seguro, a la vez que generaban su propio alimento. Cultivaban hortalizas y frutas, producían plantas medicinales, criaban animales de granja, y vivían al resguardo de unas murallas impenetrables, construidas con sólidos paneles de concreto y de acero. Sin lugar a dudas, se trataba de un indestructible bastión, teniendo en cuenta las primitivas armas que se tenían en un mundo sumergido en la reencontrada Edad Media. Además, un ingenioso sistema de torretas de avistamiento y alarmas activadas a través de rústicas pero efectivas y sonoras campanas, permitía a los aldeanos prepararse frente a los ataques del Imperio Berazachutense, que en vano hacía ya más de cien años intentaba reducir al PAVT para anexarlo a sus múltiples conquistas.
Por otra parte, la ciudadela abrigaba en sus entrañas un gran secreto. Sus fuertes muros custodiaban el arma más temida por los aguerridos poblados vecinos, por los animales salvajes de las zonas linderas y, muy especialmente, por las vapuleadas tropas imperiales. En honor a la verdad, las armas eran dos, y respondían a los respectivos nombres de Astivio y Obdulio.
La próspera aldea PAVT contaba con una organización interna extremadamente funcional. Transcurridos en verdad muy pocos años desde las épocas en que los primeros colonos comenzaron a establecerse en la hasta entonces deshabitada planta corporativa, sus habitantes habían ido forjando, empujados por la necesidad, un ingenioso plan de distribución de labores. En un corto lapso de tiempo lograron poner en marcha una encomiable, sinérgica y regulada estructura organizativa que les permitía distribuir con equidad las tareas fundamentales, pudiendo abastecer con eficacia las exigencias de todos mediante el trabajo repartido. Por ejemplo, las nodrizas se encargaban del cuidado de los niños, de su educación y de supervisar los espacios de recreación. Desde pequeños, todos los chicos eran de a poco introducidos al sistema de adjudicación de responsabilidades, el cual permitía la pacífica coexistencia y fomentaba la cohesión en pos de un bien común. Si bien la mayor parte de las faenas solían ser de carácter rotativo, cada área contaba con uno, dos o incluso más responsables permanentes. Había gente asignada a los diversos quehaceres relacionados con el agro, como podían ser la manutención del molino para moler el trigo, el desmalezamiento y la nivelación del terreno, el sembrado, el riego, la cosecha o el almacenamiento en silos. Otros se encargaban del correcto mantenimiento de los corrales y de la cotidiana alimentación de los animales de granja. Los aldeanos llevaban una dieta de lo más variada, y por lo tanto se mantenían fuertes y saludables. También elaboraban deliciosos chacinados y cocinaban un pan digno de los dioses. Cultivaban la vid y producían vino patero. A algunos les tocaba la limpieza de la aldea; otro grupo se encargaba de la organización y el atento cuidado del pañol, donde se guardaban las más preciadas herramientas, muchas de las cuales habían sido forjadas en otras épocas, cuando aún se sostenía la sociedad de consumo en el Conurbano y una irrefrenable bola de humo denominada marketing imperaba y moldeaba al mundo entero. Contaban con un amplio taller y un variado stock de materiales para efectuar reparaciones. Tenían una fosa de brea de donde extraían dicha sustancia para utilizarla a la vez como sellante y como elemento de ignición. Cerca de la fosa, se hallaba la oscura entrada a una pequeña mina de carbón, aunque por desgracia la producción de esta última era más bien insuficiente, ya que carecían de los elementos necesarios para adentrarse en las inmensas profundidades que la vieja corporación había abierto con sus maquinarias demoníacas. Si bien no conocían la luz eléctrica, uno de los mitos más relevantes acerca del mundo primitivo del que hablaban los ancianos, obtenían iluminación mediante la combustión de grasa, aceite o la ya mencionada brea.
Poseían una muy limitada plantación de árboles destinados a la tala y un modesto aserradero; por esa razón, para abastecerse de la leña necesaria, se veían obligados a salir, a exponerse al peligroso mundillo exterior, siendo ese tal vez el único punto débil de toda la organización y de la enorme autosuficiencia alcanzada. No obstante, esa específica y delicada tarea solían por lo general asignársela a Obdulio y a Astivio, quienes poseían un don incomparable, una cualidad que los aventajaba frente a las múltiples y mortales amenazas foráneas.
El cuidado y la educación de los niños tenían lugar en un sector que en otros tiempos había sido utilizado como galpón para el depósito de materiales, y que luego fue reestructurado para transformarlo en un sitio seguro, apto para los pequeños. En el Criadero, así nombraban a esa particular sección de la aldea, chicos de todas las edades eran atendidos por sus madres o por las nodrizas. Fue allí donde se conocieron Astivio y Obdulio, y donde forjaron su eterna amistad. Compartieron la misma nodriza y luego el mismo grupo de crianza. Sus nombres habían sido elegidos en honor a dos arcaicos personajes de una historieta que había sobrevivido al apocalipsis corporativo, cuyos protagonistas se apodaban Astérix y Obélix. Las amarillentas y arruinadas páginas del cómic habían pasado de generación en generación, marcando la infancia de todos, pero en especial la de los padres de nuestros héroes, verdaderos fanáticos de las aventuras galas. Por desgracia, los progenitores de ambos desaparecieron durante una excursión al indómito mundo exterior cuando los niños tenían apenas dos años de edad.
El del 3013 fue un invierno crudo y riguroso; el frío arremetió con mucha más fuerza que de costumbre, sumergiendo la zona en una suerte de anacrónica Era del Hielo. El suministro de carbón no daba abasto, la madera comenzaba a escasear, y los preocupados pobladores se vieron obligados a buscar soluciones rápidas al problema, si no querían perecer congelados. Durante una reunión de emergencia decidieron formar varios grupos de expedición, con el objetivo de buscar leña por fuera de las seguras murallas del Proyecto. Florinda y Royermo, los padres de Obdulio, junto con Hermenegilda y Juanjo, los de Astivio, participaron de una numerosa cuadrilla de exploradores, quienes, dejando atrás el amparo brindado por la ciudadela fortificada, se perdieron entre las sombras y jamás lograron regresar de la intemperie en la que se habían adentrado. Nunca más se supo de ellos, incluso a pesar de las múltiples incursiones que se realizaron a los peligrosos páramos linderos intentando encontrarlos, por lo que se presumió que debían de haber perecido.
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