Los dos muchachos quedaron huérfanos, y fueron adoptados por todo el Proyecto PAVT. Astivio era un niño muy vivaz, ocurrente, rápido de pensamiento, y que hacía reír a todo el mundo con los ardides que inventaba para intentar salirse con la suya. Su precoz perspicacia y la pequeña estatura le valieron el sobrenombre de Pequeñín, el pícaro sinvergüenza de la aldea. Obdulio había sido un bebé fornido, luego fue un niño fornido, y posteriormente un adulto alto y fornido, solo que para ese entonces ya todos lo llamaban, con gran aprecio y cariño, El Grandote. En honor a la verdad, no se trataba de un muchacho con demasiadas luces, pero su espíritu noble y generoso, su fidelidad, su altruismo, su simpática manera de ser, lograron conquistar el corazón de todos en el poblado. Iban siempre juntos de acá para allá, haciendo de las suyas, riéndose a carcajadas, jugando, ayudando a los adultos con las diversas tareas. El ingenio que le sobraba a uno compensaba la simplicidad del otro, del mismo modo en que la fuerza, el civismo y la generosidad de Obdulio corregían la balanza en cuanto a la picardía a veces exagerada y un tanto egoísta de Astivio.
Rara vez se dejaba a los niños sin supervisión, pero ellos dos siempre se las arreglaban para burlar a los mayores, apartarse y mandarse alguna infantil proeza. Por lo general, no se trataba más que de inocentes travesuras, carentes de importancia. Pero algo muy diferente ocurrió en el transcurso del año 3018, cuando ambos tenían siete años de edad: un evento cuyas consecuencias cambiarían por completo el rumbo de sus vidas… y el destino de la humanidad.
Desde hacía mucho tiempo, un gigantesco cartel blanco con letras rojas advertía que se encontraba terminantemente prohibido traspasar el oscuro pasillo que comunicaba con la abandonada, desértica y, por sobre todas las cosas, peligrosa zona de producción fabril. En toda la historia del Proyecto, ningún niño jamás se había animado a transgredir dicha norma, más que nada porque el temor solía superar a la curiosidad o a la rebeldía, de modo que no se destinaban recursos para custodiar el pasaje en cuestión. Pero ellos no eran como los demás chicos, y la barrera del miedo no alcanzaba para impedirle a Obdulio acompañar a su amigo, o al sagaz Astivio para intentar saciar su avasalladora sed de conocimiento. Así, un buen día juntaron las agallas suficientes y atravesaron el solitario corredor, entusiasmados con la idea de que, por primera vez después de cientos de años, se volverían a dibujar huellas humanas en el piso polvoriento. A pesar del temor y de la hasta entonces desconocida sensación de alarmante cautela que les sobrevino, caminaron un buen trecho, escoltados solo por el eco de sus pasos, hasta que por fin dieron con el sector donde se encontraban las prensas hidráulicas. Siguiendo a través de una interminable galería, repleta de lo que en el pasado habían sido máquinas divisoras y raspadoras, fueron a toparse con una pesada puerta que estaba sellada con lacre a lo largo de sus bordes. En otros tiempos, dicha puerta permitía el acceso al Laboratorio de Ingeniería Cuántica, Bioquímica y Física Aplicada del colosal complejo industrial, y solo podía ser abierta mediante el uso de un complicado sistema informático de códigos de seguridad, cuya altísima sofisticación incluía, entre otros filtros, el escaneo de retina y el mapeo cromosómico personalizado. Pero cuando el mundo se vino abajo, y junto con la civilización se extinguió también la energía eléctrica, el súper pórtico nunca más volvió a ser funcional. Por esa misma razón, los prudentes habitantes del Proyecto decidieron que era conveniente lacrarlo y consensuaron entre todos que quedaría vedado el acceso a esa zona del complejo, dado que nadie sabía con certeza cuáles eran los peligros que podía esconder un laboratorio perteneciente a las corporaciones responsables del fin del mundo. Pero ellos dos eran especiales, y cuando estaban juntos lo eran aún más. En honor a la verdad, Obdulio no quería traspasar la puerta de acceso porque algo le decía que no les convenía, pero al final cedió ante los argumentos de Astivio, quien, a sabiendas de que estaban haciendo algo indebido, no pudo aguantarse sus endiabladas ganas. Y así, motivado por la curiosidad, arrastró a su fiel amigo con sus palabras y entre ambos rompieron el lacre.
A diferencia del lúgubre, fosco pasillo del principio, ese que tenía colgando el restrictivo cartel blanco con letras rojas, este lugar se hallaba realmente abandonado desde hacía siglos, muchos siglos. Sin embargo, no había ni una sola gota de polvo en su interior, ni siquiera una mísera tela de araña. Estaba dividido en sectores mediante un práctico sistema de paredes móviles, encastradas entre sí y elaboradas con un material translúcido. En cada box había una gran cantidad de mesas, máquinas y elementos varios. Podían distinguirse, entre miles de otros objetos, agitadores magnéticos, argollas metálicas, varillas, balanzas analíticas, matraces de destilación, densímetros, tubos de ensayo, probetas, termómetros, muflas y microscopios de avanzada. Recorrieron en completo silencio el extraño lugar, atónitos, con las bocas abiertas de estupor y con ese tipo de éxtasis tan particular con el que se viven las travesuras en la infancia, o cuando se está en presencia de algo gigantesco y maravilloso, raro, pero más que nada prohibido. Por fin, llegaron a una sala en la que, junto a una mesa de trabajo que estaba repleta de utensilios exóticos, había una suerte de interminable estantería. Allí se lucían una serie de frascos coloridos dentro de amplios casilleros individuales, equipados para su protección con sendas puertas de vidrio blindado que contaban con una traba digital de seguridad, otrora accionada a través de una clave, que por supuesto ya no funcionaba más. Es decir, en ese preciso momento ambos pequeños tenían al alcance de sus inocentes manos una serie de turbias sustancias, lo suficientemente valiosas, delicadas o nocivas como para haber sido resguardadas con métodos preventivos de última tecnología. Pero, como era de esperar, la intriga y la ingenuidad pudieron más que el miedo o la precaución. Entonces, los amigos se pusieron a jugar, exaltados y eufóricos, con todos esos frascos de colores tan vívidos y raros al ojo de cualquier persona de esa época, ni hablar de un niño, por no decir dos.
Lo que comenzó como una inocente picardía pronto se trastocó en algo mucho más preocupante. Combinaron los ingredientes de un frasco con otro, luego con otro y con otro más, hasta que con la última mezcla se produjo una sonora explosión, y el laboratorio se llenó de un denso gas amarillo fluorescente.
Quienes primero escucharon el estruendo fueron las personas que se encontraban trabajando en el aserradero y en la mina de carbón. La ayuda tardó algo así como tres minutos en llegar al recinto. Los socorristas se encontraron con la puerta de entrada abierta, sin lacre, mientras que el acceso al laboratorio estaba obstruido por una suerte de vidrio blindado que se había deslizado desde una hendidura interna, ubicada a escasos centímetros del marco superior, como si alguna vieja medida de prevención se hubiera activado junto con la explosión. Dentro de las instalaciones científicas, la atmósfera estaba teñida de amarillo y no se podía ver nada. Llamaron con urgencia a la gente del pañol, quienes llegaron al lugar lo más rápido que pudieron, llevando consigo máscaras antigás y un par de mazas de acero. Habiéndose colocado las máscaras, comenzaron a golpear el vidrio con fuerza, pero solo recién después de diez minutos de ardua labor lograron quebrarlo. De inmediato comenzó a evacuarse todo ese espeso gas amarillo que inundaba el laboratorio, y cuando la visibilidad se hizo mínimamente aceptable, aquellos que tenían máscaras entraron corriendo. Por supuesto que todas las paredes móviles divisoras habían desaparecido, como si se hubieran desintegrado, mientras que el piso se había transformado en un regadero de restos de vidrio y de objetos varios. Casi en el centro del lugar, distinguieron el contorno de los dos chicos, que yacían en el suelo. No sabían si estaban vivos o muertos, o qué era lo que les había sucedido. Los sacaron de allí con urgencia, y mientras un grupo llevaba a los niños a la enfermería, otro se encargaba de lacrar de nuevo la puerta de entrada al peligroso laboratorio, o lo que de este restaba aún en pie.
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