Astivio y Obdulio llegaron inconscientes a la sala de cuidados, donde los especialistas en el tema indicaron, en un primer momento, que ambos habían fallecido. Nadie nunca supo si se trató de un aberrante error de los entendidos, de un diagnóstico algo apresurado, o si todos estuvieron frente a la materialización de un auténtico milagro. Pero lo cierto es que, de improviso, ambos muchachos a la vez se sentaron con ímpetu sobre sus camillas, buscando inhalar aire con todas sus fuerzas, como lo habría hecho cualquier persona que acabara de sacar su cabeza fuera del agua después de haber aguantado la respiración por un tiempo demasiado prolongado y exasperante.
Esa misma noche, a pesar del susto, la aldea entera se reunió a festejar la supervivencia de los dos jóvenes. Armaron largas mesas al descubierto, circunvalando en su totalidad el patio central, y encendieron fogones en el centro. Para la ocasión, se sacrificaron varios lechones y se tomó vino en abundancia. Por supuesto que no era la primera vez que realizaban un gran festejo, pero lo más usual era que el evento tuviera lugar en el viejo complejo de hangares que las corporaciones reservaban para el mantenimiento de sus aviones, helicópteros, camiones y máquinas en general. Sin embargo, esta vez, todos querían mirar el cielo estrellado mientras brindaban por el triunfo de la vida. Claro que existía una muy buena razón por la cual las fiestas no solían hacerse a la intemperie. Una de las más drásticas consecuencias de la guerra había sido el cambio climático provocado por los gases que las corporaciones utilizaban como armas letales contra sus supuestos enemigos, es decir, otras corporaciones. A pesar de que para la época que nos ocupa el aire había vuelto a ser puro, incluso mucho más limpio y fresco que mil años atrás, aún existía la posibilidad de que en ciertos períodos del año se desatara aquello que los lugareños denominaban “las titánicas”: tormentas repentinas, de proporciones en verdad exageradas, intensas y devastadoras, que provocaban daños dondequiera que se desarrollasen. Y quiso el destino que esa mágica noche, la del festín al aire libre y bajo el cielo estrellado, se engendrara en pocos minutos una furiosa y destructiva titánica, de una magnitud tan descomunal como pocas veces se había visto antes. Todos los aldeanos corrieron deprisa a refugiarse, pero la rapidez del incidente climático complicó las cosas cuando los vientos huracanados se complotaron con un terrible rayo, que parecía haber sido lanzado por el mismo Zeus, y que impactó de lleno en la base de lo que había sido en otros tiempos una enorme antena satelital colocada en lo más alto del complejo industrial. La sólida base de la antena se rompió al fundirse el metal, y quedando entonces a merced de la gravedad, la pesada estructura comenzó a caer en dirección a la masa de personas en fuga, quienes no podían hacer más que anticipar con espanto, y sin una mínima posibilidad de escapatoria, lo que les estaba a punto de acontecer. Fue entonces cuando sucedió lo inimaginable.
Al contacto con el agua de lluvia, los ojos de Astivio y los de Obdulio se incendiaron de amarillo. Una suerte de remolino boreal comenzó a revolotear por sobre sus figuras, como una especie de aura espiralada. Se miraron fijo… e instintivamente lo supieron, sin mediar razón o palabra alguna. El tiempo se congeló, y mientras los aldeanos se agachaban, intentando en vano escapar del mortal objeto que caía sobre ellos, en ese preciso instante, los dos muchachos se irguieron con resolución, y alzando sus pequeños pero poderosos brazos al cielo, atajaron la descomunal antena metálica que se abalanzaba sobre sus seres queridos.
Entonces todos cerraron los ojos, menos ellos dos. Luego, cuando lo inevitable no sucedió, todos los volvieron a abrir, menos ellos dos, que ya los tenían abiertos, claro está. Los habitantes del poblado permanecían agachados y perplejos, observando de cerca el intenso color gris del metal que levitaba amenazante a pocos centímetros de sus cabezas; eran conscientes de que deberían haber fallecido aplastados por la antena, pero no obstante se encontraban feliz y milagrosamente vivos. Mientras tanto, en el centro de la escena, dos diminutos y a la vez enormes héroes controlaban por completo la situación: el más pequeñín, con una pluma atada a su blonda y larga cabellera, y el más grandote, utilizando unos curiosos pantalones azules con pintitas blancas. Ambos estaban allí, parados como dos Atlantes, sosteniendo el peso del mundo sobre sus cabezas, con sus ojos irradiados de amarillo y su fuerza sobrehumana impidiendo que las parcas cortaran con frialdad el hilo del glorioso y amado Proyecto PAVT.
De pronto, los brazos de Astivio empujaron hacia arriba el enorme y pesado objeto, que salió despedido hacia el cielo unos cincuenta metros. Luego, miró a su compañero con determinación y complicidad, Obdulio lo entendió al vuelo y asintió con la cabeza. Cuando el objeto volvió a caer atraído por la ineludible fuerza de gravedad, provocando nuevamente la agachada masiva de los aturdidos pobladores, Obdulio le propinó un puñetazo tal que lo despidió por los aires, lejos, muy lejos de la aldea a la que pertenecía. Dos héroes habían nacido, y un pueblo entero había resucitado, listos para enfrentar lo que sucedería quince años más tarde.
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