1 ...6 7 8 10 11 12 ...19 Guido debía avisar a su madre que llegaría tarde. Metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono móvil pero sólo sintió el fondo duro de la tela. Intentó buscarlo en su taquilla, aunque estaba seguro de no haberlo dejado allí. Abrió la portezuela, apartó los libros y cuadernos, revolvió en los cajones. Nada. Era el segundo teléfono móvil que perdía en el transcurso de un año. Además de la gratificación. El dinero ganado gracias al artículo serviría como anticipo para el nuevo teléfono móvil.
Con rostro afligido cerró la taquilla y volvió con el ordenador.
Estaba listo para escribir sobre el accidente cuando un enlace se abrió sin que él tocase en ningún sitio.
Comenzó la transmisión en vivo de lo que parecía ser un canal pornográfico. En la pantalla aparecieron las formas mórbidas de una muchacha que se estaba enjabonando las ingles, la mano pequeña y blanca explorando los muslos, el rostro cortado fuera de cuadro.
Como todos los adolescentes Guido se sentía especialmente atraído por los sitios pornográficos. Pero aquel canal le preocupó porque había comenzado automáticamente, como si fuese la obra de un hacker preparado para infectarle el ordenador.
Estaba a punto de cerrar el enlace, pero aquella chavala enjabonada tenía para él algo de familiar. Fijó la mirada sobre aquella imagen: la espuma cubría el rostro de la joven, que inclinó la cabeza hacia atrás para enjuagarse la cara y el pelo debajo del chorro de la ducha.
–No. No puede ser.
El corazón le comenzó a latir en el centro del pecho.
–No puede ser ella.
La muchacha era ella.
Era Daisy Magnoli.
Observó a su compañera de clase pasar la esponja por las caderas delgadas y perfectas. Observó que el pelo del pubis había sido rasurado y que, maliciosamente, se había tatuado una mariposa en la parte izquierda de la ingle.
Vio la ranura escondida, aquella que turbaba sus sueños, sin pelo y brillante por el agua. La calva visión de El origen del mundo de Coulbert esta allí, delante de él.
Guido, excitado y confuso, tuvo una erección. La situación era absurda, casi irreal. Intentó retomar el control esforzándose por mantenerse tranquilo. Se preguntó quién sería el autor de aquel vídeo.
Se ajustó las gafas en la nariz y pulsó sobre la tecla ESC para reducir la instantánea. Apareció el gráfico alrededor del vídeo. Se dio cuenta de que no se trataba de un enlace pirata.
– ¡Joder! –exclamó poniéndose pálido.
El vídeo estaba siendo transmitido en directo desde un smartphone .
Reconoció el número en la parte inferior de la pantalla.
Era el de su teléfono móvil.
En los vestuarios las muchachas se apelotonaron en el punto más alejado del aire acondicionado.
Filippa observó detrás de la grieta de la reja de aluminio un objeto pequeño y compacto.
No se habría dado cuenta si la condensación del vapor posada sobre el objeto no hubiese comenzado a gotear sobre el banco donde había apoyado sus cosas. Filippa no se apartaba nunca de sus costumbres. Debido a esto ponía el chándal, los pantalones cortos y la camiseta de voleibol siempre en el mismo sitio, doblados de la misma manera, bajo una de los cuatro conductos de ventilación. Estaba cogiendo una compresa de la bolsa cuando el goteo le humedeció el dorso de la mano.
Le bastó levantar la mirada para ver el teléfono móvil detrás de la rejilla, el ojo implacable de la videocámara apuntado a las duchas.
Daisy cogió el taburete y lo posicionó debajo del conducto de ventilación, subió a él y aferró los bordes de la rejilla que se separó sin ningún esfuerzo.
Alguien había quitado los cuatro tornillos que la fijaban a la pared. Agarró el teléfono móvil, la versión 5 del Galatic P6. Ella misma poseía ese mismo modelo. La familiaridad con las funciones del teléfono móvil ayudó a Daisy a desactivar la videocámara.
– ¿Pero quién es el mierda que se ha divertido filmándonos? –exclamó Lorena poniéndose rápidamente la camiseta.
–Seguramente un grandísimo bastardo o una grandísima hijaputa –sentenció Filippa que, junto con las otras chavalas, se había puesto detrás de Daisy para observar mejor el teléfono móvil. Las muchachas, furiosas, eran presas de aquella animosidad que aparece cada vez que ocurre algo que hace sentir vergüenza e incomodidad sin tener la culpa.
–Imaginad si ese bastardo hubiese recuperado el teléfono móvil y puesto en la red –dijo Lorena imaginando escenarios inquietantes como acabar en algún Chat porno o en los teléfonos móviles de los muchachos del instituto.
–Nosotras, que andamos desnudas en las duchas… ¿os dais cuenta? Tetas y culos al viento al alcance de todos. ¿Os imagináis que puto descrédito?
Daisy, sentada en el banco, estrechaba el teléfono móvil con un gesto de desprecio, como si el sólo hecho de tenerlo entre las manos le repugnase. Observó la filmación con disgusto y sentenció:
–Esto no es una broma, estoy segura. Parece más la obra de algún maníaco pervertido –y añadió –Tengo una mala noticia que daros: nos estaban filmando en directo.
El pánico comenzó a insinuarse rápidamente entre las muchachas, aunque alguna de ellas, en el fondo, se excitó con la idea de haber sido observada a escondidas. Pero las más púdicas, que eran mayoría, se quedaron aterrorizadas con la idea de que el vídeo pudiese convertirse en viral. Ninguna habría tenido el valor de salir de sus casas. Daisy las tranquilizó:
–Si observáis con atención, no habéis sido filmadas, por lo tanto no os debéis preocupar.
Daisy se puso pálida cuando vio cuál era la única muchacha que había sido filmada desnuda. Titubeante, levantó el teléfono móvil para mostrar a las compañeras las imágenes que poco a poco se desplazaban por la pantalla.
– ¿Lo veis? No estáis en ningún encuadre. Sólo… sólo yo he sido filmada. Por lo tanto la mierda del descrédito sólo me atañe a mí.
Las muchachas callaron. La noticia las alivió y dejaron de desesperarse. Su reputación estaba a salvo. Alguna seguía fingiendo preocuparse porque, de todas maneras, pensaba que fuese correcto mostrar solidariedad con respecto a Daisy. La muchacha desplazó el menú del teléfono para comprender de quién era, dando por descontada la imposibilidad de identificar al propietario. Nadie, de hecho, podía ser tan tonto como para usar el propio teléfono móvil para llevar a cabo una acción de ese tipo. Violar la privacidad era ilegal y en los casos más graves se podía incluso acabar en la cárcel. Daisy desplazó el pulgar sobre la pantalla y leyó las aplicaciones puestas en orden alfabético: App , Calendario, Cinetrailer , Facebook , Juegos, Tiempo, Mensajes…
–Mensajes. ¡Lo encontré! Ahora veamos los sms de este bastardo.
La atención de las chavalas aumentó.
– ¿Consigues saber de quién es? –exclamó ansiosa Lorena.
–Espera un segundo. Vale. Sí. Lo he conseguido –dijo Daisy observando que bajo la palabra mensajes había una decena de sms . Leyó febrilmente los más recientes.
¡Hola, bestia! Te espero esta noche a las nueve. ¡Yo llevo la cerveza y tus las chavalas! Oh, perdona. Olvido siempre que eres una nenaza. Quiero decir que me conformaré con la cerveza. ¡No llegues tarde!
Buenos días señor director. Espero que el artículo esté bien. En caso contrario lo sustituyo con uno de sucesos.
Manuel, mañana tengo un examen. ¿Podrías prestarme el diccionario de francés?
Daisy leyó otros mensajes. Con cada línea sentía salir las lágrimas de los ojos.
–Entonces, ¿has encontrado algo?
Daisy no consiguió responder con rapidez.
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