Valentino Grassetti - El Amanecer Del Pecado

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Un thriller psicológico donde una muchacha se enamora de una entidad invisible que consigue percibir sólo gracias a su hermano, un muchacho enfermo de esquizofrenia paranoica. Daisy, dieciséis años, está determinada a perseguir su sueño de convertirse en una cantante. Después de una prueba es escogida para participar en un concurso de talentos. Durante el espectáculo los jueces comienzan a escarbar en su pasado haciéndole preguntas incómodas, a menudo crueles, y todo en nombre de los niveles de audiencia. Mientras ella confiesa entre lágrimas haber tenido una infancia marcada por el suicidio de su padre, se produce un accidente que causa la muerte violenta de uno de los jueces. Adriano, el hermano de Daisy enfermo de esquizofrenia, sabe que no se trata de algo casual. Alguien, o algo, se está introduciendo lentamente en la vida de la muchacha: una entidad maligna y asesina que sólo ella consigue detectar. Mientras tanto Guido, un joven y tímido periodista enamorado de Daisy, gracias al descubrimiento fortuito de un manuscrito del siglo XVII comienza a investigar sobre la vida de Pardo Melchiorri, un pintor tullido condenado por hereje por la Santa Inquisición. La investigación conducirá a Guido al interior de los muros de un monasterio benedictino donde descubrirá que el destino de Daisy está ligado al del pintor muerto cuatro siglos atrás…

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Decía que estaba siendo espiado por alguien. Indicios de un mal oscuro que habían empezado a preocupar seriamente a su madre. El psicólogo dedujo que Adriano no había conseguido procesar el trauma del suicidio. La tragedia ocupaba todos sus pensamientos sin dejar espacio a otras cosas. Por lo que respecta al hecho de sentirse espiado, podía ser interpretado como la prueba de una manía persecutoria.

Luego comenzaron las alucinaciones: Adriano veía a los habitantes de Castelmuso morir uno a uno. Recitaba nombre y apellidos, anotando incluso la fecha de su muerte.

Un día cogió un bidón de gasolina del garaje y lo llevó hasta la entrada del duomo . Fue detenido con firmeza por el capellán.

Adriano insistía en que había visto un rostro negro más allá de la rejilla de hierro del confesionario. Pensaba que era un demonio, por este motivo querría haber purificado el duomo con el fuego. Esa misma tarde Sandra lo había acompañado al centro de higiene y salud mental Umberto II, donde el chaval fue puesto bajo observación durante diecisiete días. Ese fue el primero de cuatro ingresos.

Habían trascurrido tres años desde que le habían diagnosticado una grave forma de esquizofrenia paranoide. Desde entonces, Sandra Magnoli había ido todas las semanas al estudio del profesor Roberto Salieri, el psiquiatra que supervisaba a Adriano.

Sandra aparcó en las líneas blancas reservadas de un modesto restaurante, a unos pocos pasos del estudio.

Adriano bajó del coche con la lentitud de un anciano. El principio activo de la clozapina evitaba las alucinaciones pero los efectos secundarios le causaban somnolencia, obesidad, espasmos musculares, problemas para hablar y caminar. Los medicamentos eran un mal necesario. Sin ellos un perro se podía convertir en un monstruo cubierto de escamas. Con los medicamentos, un perro era un perro.

Sandra cogió del brazo al hijo. Dieron la vuelta a la esquina saludando al camarero del restaurante que se estaba apresurando a amontonar las sillas y a quitar las mesas de la acera porque el cielo amenazaba lluvia.

El estudio estaba en el segundo piso de una austera mansión, con el portalón de acceso coronado por un gran arco de medio punto. Las ventanas daban a la avenida que cortaba el centro histórico a dos pasos de la antigua torre del acueducto que, incluso hoy en día, abastecía de agua al pueblo.

Sandra y Adriano se metieron en el ascensor, una elegante jaula de hierro forjado con las puertas de madera, el interior rojo púrpura y el espejo estilo liberty . Adriano, que sufría de claustrofobia, jadeó hasta que el ascensor se abrió en el pasillo del segundo piso.

Sobre la puerta de enfrente estaba grabado con letras claras el nombre del psiquiatra Roberto Salieri. Greta, la ayudante del doctor, los hizo sentar en la sala de espera, una habitación con el techo alto y con frescos, amueblada con dos amplios sofás de terciopelo damascado con los cojines lisos y raídos, como si durante años hubiesen cedido al peso de los neuróticos pacientes.

A pesar de que habían fijado la cita para las diez un paciente se demoró más de lo debido y Sandra aprovechó para leer un suplemento de hacía dos meses. El cielo reflejaba un color sombrío sobre el pueblo. La lluvia comenzó a resonar en los vidrios. Adriano observó las gotas posarse una a una en la ventana. Al principio aparecieron con poca frecuencia, luego comenzaron a batir insistentes, convirtiéndose en un áspero aguacero. El ruido de un trueno sobresaltó a Sandra.

La ayudante del profesor entró en la sala de espera, la mano encima del pecho, con aire un poco asustado a causa del estruendo.

–Ven, Adriano. El doctor Salieri te está esperando.

El estudio del médico estaba amueblado de manera inusual y refinada.

Alguno pensaba que había sido un capricho che subrayaba una cierta megalomanía de Salieri. En realidad, el psiquiatra quería, sencillamente, respetar la dignidad de los pacientes rodeándolos con objetos de buen gusto.

El escritorio era la última compra de un cierto valor: una mesa de caoba con una magnífica incrustación de madreperla en el centro. Adriano observó que el sofá lleno de suaves cojines de seda china había sido movido hacia la pared, el servicio de plata y los vasos de cerámica quitados del viejo escritorio y apoyados sobre una cómoda alta de siete cajones de época victoriana. La alfombra persa color rubí permanecía extendida en el centro de la habitación. La oficina, como siempre, estaba invadida por el perfume de las orquídeas inmersas en las altas y delgadas macetas de cristal.

El psiquiatra puso el teléfono móvil en la mesa, para utilizarlo como grabadora. El profesor, con la anuencia de la madre de Adriano, grababa siempre las sesiones para luego adjuntar los archivos de audio al expediente clínico del muchacho.

–Bueno, Adriano, ¿cómo te encuentras? –preguntó el doctor, la mirada sobre el cuaderno para repasar los apuntes tomados en la última sesión.

Adriano no respondió. Se acercó a la ventana. Quería ver la lluvia que ahora caía con menos insistencia. El doctor, la frente surcada por espesas arrugas horizontales, levantó los ojos negros y profundos hacia la ventana. La niebla estaba cubriendo de gris los techos empinados de los edificios.

–Ya no llueve. Pero hay niebla… –dijo con la voz llena de saliva.

Adriano apartó las pesadas cortinas de terciopelo. La tempestad se estaba moviendo hacia el norte, los truenos más alejados y raros.

–Es como la niebla de I’m Rose .

– ¿Cuántas veces has visto el vídeo en el último mes?

Adriano murmuró algo que el doctor no comprendió totalmente.

–Ánimo, Adriano, esfuérzate e intenta ser claro. ¿No tienes nada que contar acerca del vídeo?

–Hay niebla… en el vídeo… pero yo no la he puesto… –murmuró Adriano.

–Te estás repitiendo, chaval.

Adriano respondió con un gemido angustioso. Como siempre, le resultaba intolerable la idea de someterse a la sesión.

–Veamos la película juntos, ¿qué te parece? –propuso Salieri.

–Yo… no… yo…

– ¿Siempre tienes miedo de lo que hay dentro?

Adriano se acarició con nerviosismo sus pálidas manos. Después de un largo silencio, dijo con esfuerzo:

El lo sabe. Sabe que le he visto. La niebla la ha puesto él…

–Continúa –le animó el psiquiatra concentrado en escribir en el cuaderno.

–Lo he comprendido. He comprendido que se está enraizando… –dijo el muchacho mientras afuera la niebla cubría de gris toda la calle. La torre del viejo acueducto desapareció del horizonte. Adriano miró fijamente a la niebla como si estuviese observando una amenaza insoportable.

Él hará llover sobre los malvados carbones encendidos. Fuego y azufre y viento ardiente les tocará en suerte –dijo recitando con angustiosa renuencia un pasaje de la Biblia.

Salieri dedujo que Adriano se había habituado al Marxotal, un antipsicotrópico que tomaba desde hacía dos meses y el delirio era la primera señal de que el fármaco estaba dejando de hacerle efecto.

–Así que ahora lees el Antiguo Testamento. Has citado el salmo once, si no me equivoco. Un salmo de David. Lo conozco. Lo recité durante mi bar mitzvah .

Mientras el doctor reflexionaba sobre suspender el fármaco Adriano farfulló con monosílabos: siento sólo su voz aquí dentro… aquí dentro… y debo rezar.

El doctor Salieri continuó escribiendo apuntes sin hacer caso del delirio de Adriano. Los esquizofrénicos a menudo tenían fijaciones con el misticismo o la religión en general. Y el caso de Adriano no podía considerarse, ni mucho menos, entre los más graves. En el pasado había curado a una monja histérica que se traspasaba las palmas de las manos con las agujas que utilizaba para bordar.

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