Valentino Grassetti - El Amanecer Del Pecado

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Un thriller psicológico donde una muchacha se enamora de una entidad invisible que consigue percibir sólo gracias a su hermano, un muchacho enfermo de esquizofrenia paranoica. Daisy, dieciséis años, está determinada a perseguir su sueño de convertirse en una cantante. Después de una prueba es escogida para participar en un concurso de talentos. Durante el espectáculo los jueces comienzan a escarbar en su pasado haciéndole preguntas incómodas, a menudo crueles, y todo en nombre de los niveles de audiencia. Mientras ella confiesa entre lágrimas haber tenido una infancia marcada por el suicidio de su padre, se produce un accidente que causa la muerte violenta de uno de los jueces. Adriano, el hermano de Daisy enfermo de esquizofrenia, sabe que no se trata de algo casual. Alguien, o algo, se está introduciendo lentamente en la vida de la muchacha: una entidad maligna y asesina que sólo ella consigue detectar. Mientras tanto Guido, un joven y tímido periodista enamorado de Daisy, gracias al descubrimiento fortuito de un manuscrito del siglo XVII comienza a investigar sobre la vida de Pardo Melchiorri, un pintor tullido condenado por hereje por la Santa Inquisición. La investigación conducirá a Guido al interior de los muros de un monasterio benedictino donde descubrirá que el destino de Daisy está ligado al del pintor muerto cuatro siglos atrás…

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(La testigo comienza de nuevo a llorar)

– ¿Por qué no fue enseguida a los carabinieri ?

– ¡Porque tenía miedo! No podía contar lo que había visto. Me habrían tomado por loca. Sobre todo, no quería ser acusada de homicidio.

–Usted sabe que cuando la médium fue encontrada en el suelo con el cráneo destrozado, en la pared se podía ver una frase trazada con un pedazo de carbón: Decus et Damnationis Belleza y Condenación. Según usted ¿qué quiere decir?

–Yo… yo no lo sé. Juro que no lo sé.

(Llora)

–Gracias por su testimonio. No tengo más preguntas que hacerle.

–Sólo una última cosa: el carbón… la casa estaba llena de carbón. ¿Alguien lo ha visto?

–No. No han encontrado nada

Fin de la grabación

3

El profesor Marzioli era un tipo rígido y anticuado, con las gafas en equilibrio sobre la punta de la nariz aquilina, la chaqueta lisa y con una pajarita que le daba una apariencia de intelectual.

Torcuato Tasso tuvo una educación católica. En la Rimas amorosas se puede reconocer la influencia de la poesía de Petrarca…

Como de costumbre Marzioli explicaba la lección con el entusiasmo de un sepulturero que tomaba las medidas a un difunto. Guido observó que Daisy no cogía apuntes. Tamborileaba nerviosamente con el bolígrafo sobre el pupitre, el aire de quien perseguía pensamientos lejanos.

En cuanto acabó la lección sobre Tasso se levantó un suspiro colectivo de alivio. El profesor había conseguido a convertir en sorprendentemente aburrida la inquieta vida del literato. Lorena se despidió de Daisy y se largó con rapidez. El padre la esperaba a la entrada en uniforme de trabajo, sentado en la furgoneta cargada de tubos para los calentadores de agua. Debía llevarla a ver el partido de los Leopardiani, el equipo del instituto. A Lorena no le gustaba el fútbol pero estaba enamorada locamente de Christian Skendery, un alumno de tercero de anchos hombros y con una mirada de fuego.

Daisy se despidió de su amiga y atravesó la calle afligida. Guido apresuró el paso para alcanzarla.

–Daisy, ¿podemos hablar? –preguntó nerviosamente, esperando que no lo mandase al diablo. Ella se paró. Miró al muchacho elevando las cejas, abandonando sus propios pensamientos para concentrarse en su rostro arrepentido.

–Siento lo de la foto –exclamó él con un desganado levantamiento de espaldas, como queriendo decir que ahora el daño ya estaba hecho y no se podía remediar.

–No es tan importante –dijo Daisy poniendo fin a la cosa al notar cómo el muchacho estaba tan nervioso. Ella, con el aire hosco de quien no lo había perdonado del todo, se fue hacia el camino dando por descontado que él la seguiría.

Guido se armó de valor, apresuró el paso y la alcanzó. Caminaron uno al lado del otro atravesando las hileras de plátanos que conducían a la salida. El otoño extendía las primeras hojas sobre el adoquinado. Dos muchachos se pasaban un canuto sentados debajo de un plátano con una corteza impresionante, la luz del sol metiéndose entre las ramas y saliendo fragmentada en muchos pequeños rayos brillantes.

Aparte de los porros, es una escena muy romántica –pensó Daisy. Guido intentó trabar conversación. Ella respondía estando un poco a lo suyo, con monosílabos, porque estaba de nuevo pensando en el comentario escrito en Youtube.

Adriano, deja de buscarme. O tendrás un feo final.

Le pareció una broma horrible. Todos sus amigos sabían que estaba enfermo. ¿Qué sentido tenía ensañarse con una persona discapacitada?

–Daisy, ¿está todo bien? Tienes una cara extraña –se preocupó Guido.

–No, no es nada. Es que estaba perdida en mis pensamientos –respondió ella haciendo sobresalir el labio inferior para soplar hacia el flequillo. Sandra la esperaba sentada en el coche mientras un guardia municipal estaba observando con poca paciencia los cuatro intermitentes encendidos.

Guido observó a Daisy dar la vuelta a la esquina. A pesar de no verla levantó la mano para despedirse, la mirada atraída por sus curvas que se movían seductoras debajo del gabán gris. Ella caminaba con la seguridad de tener sus ojos encima.

Joder. Guido Gobbi… Joder –pensó, pero no se podía engañar a sí misma, o negar que sus sentimientos pudiesen cambiar sólo porque intentaba por todos los medios evitarlo. Se dio cuenta de que había llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Se volvió hacia Guido con expresión descuidada – ¡Ah, me olvidaba! –dijo. En realidad no se había olvidado de nada.

Ese momento lo había imaginado una infinidad de veces.

Bueno. Debo fingir que no es algo importante. Debe dar la impresión de que no es tan importante para mí. Una tontería… Ármate de valor y no tiembles…

Daisy se lo dijo de repente.

Guido se quedó pálido por la sorpresa. Creyó que no había entendido bien.

–Per… perdona, ¿lo puedes repetir? –preguntó él.

Ella lo repitió resoplando.

–Pero si no te apetece, no puedo obligarte.

–Claro que me apetece. El sábado es perfecto –dijo él, las orejas encendidas de un rojo subido.

Guido no conseguía encauzar la enormidad de esto.

Daisy lo había invitado a salir con ella.

–Entonces nos vemos el sábado –respondió la chavala con un ligero ceño fruncido, como si estuviese enfadada con el destino, culpable de haberla dirigido hacia el camino que había intentado evitar por todos los medios.

La vio subir al Cherokee de la madre. Ella no se giró ni para despedirse. Guido comenzó a andar por la calle sin saber realmente dónde estaba yendo.

Saldré con ella –repitió para sus adentros. La gris apariencia de su vida la había llevado el viento de repente y ahora todo lo que le rodeaba resplandecía de colores. Un arco iris de emociones que podía aferrar sin sentir que se le escurría entre los dedos. Se sentía feliz y tan en sintonía con el mundo que habría querido abrazar a todos los que se le cruzaban camino de casa: una madre que empujaba un cochecito de bebé, un niño encantado por un vendedor de globos, un anciano sentado en un banco, un señor con chaqueta y corbata que buscaba un taxi, un mendigo tirado en la acera reposando entre las dobleces de un cartón…

Sí, habría querido abrazar a todo el mundo.

Daisy y él se verían el fin de semana.

Comenzó a contar las horas que lo separaban de ella, las agujas del reloj de repente eran insoportablemente enormes, pesadas y lentas.

La baja presión sobrecargaba el cielo con nubes grises y amenazadoras. El comprimido de Leponex estaba en el cajón de las medicinas, puesto allí para recordar a la madre de Daisy hasta que punto su vida todavía era trágica y complicada.

Adriano, el rostro demacrado y cansado, los cabellos negros pegados en la frente, la mirada que vaga sin decidirse dónde posarse, ya no iba al colegio desde los doce años. La enfermedad era cruel, los profesores de apoyo inexistentes, desaparecidos por los recortes lineales del gobierno.

Adriano era seguido por un profesor que venía constantemente a verlo una vez a la semana. Cuarenta y cinco mil euros gastados en cuatro años. Los médicos habían dicho que el suicidio del padre había despertado una enfermedad ya presente en sus genes.

Los primeros síntomas se manifestaron a los doce años, una edad sorprendentemente precoz para aquel tipo de enfermedad. Sandra comenzó a sospechar que algo no iba bien cuando Adriano, de complexión redonda y rosada, comenzó de repente a perder peso. Se lavaba poco, rechazaba estudiar, dormía sobre la alfombra y cuando iba al baño lo ensuciaba por todas partes.

Un día comenzó a bajar todas persianas de todas las ventanas de la casa.

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