– No hay más preguntas -dijo, mientras se levantaba para venir al otro lado del escritorio y me rodeaba con sus brazos para ponerme en pie-. Descansa la garganta. Esta vez vamos a pillarla; tenemos la pista que necesitábamos.
– Pero no tiene ningún sentido -susurré-. No la conozco de nada.
– Los acosadores no tienen sentido, y punto. Se crean obsesiones ilógicas de repente, y muchas veces lo único que la víctima ha hecho es ser amable. No es culpa tuya, no podías hacer nada para impedirlo. Es un trastorno de la personalidad. Si cambia de aspecto con tanta frecuencia, es que busca algo, y probablemente tú seas todo lo que ella quiere ser y no es.
Era un análisis psicológico muy coherente. Estaba impresionada.
– Eh, no eres sólo un chico guapo -dije mirándole-. Y luego la gente dice que los jugadores de fútbol son tontos.
Se rió y me dio una palmada en el trasero, aunque dejó la mano ahí probablemente demasiado rato como para calificarlo de palmada. No obstante, al oír una rápida llamada a la puerta, la dejó caer y se apartó.
Forester asomó la cabeza con un ceño en la frente.
– He hablado con el supervisor de esa planta -informó-. Dice que no hay nadie que responda a esa descripción ahí.
Wyatt frunció el ceño y se frotó el labio inferior mientras pensaba.
– Podría ser alguien de Urgencias que vio ingresar a Blair y que luego se dio una pequeña vuelta para ir a verla. Debe de haber grabaciones de seguridad de los pasillos; casi todos los hospitales las tienen.
– Me pondré en contacto con el servicio de seguridad del hospital para ver qué puedo hacer.
– ¿Será muy complicado todo eso? -pregunté a Wyatt cuando Forester volvió al teléfono.
Su sonrisa era poco convincente.
– Depende del día que tenga el jefe de seguridad. Depende de si las normas del hospital dicen que tiene que consultar al administrador antes de dejarnos ver la grabación. Depende de si el administrador es un gilipollas. Y de ser así, entonces depende de si podemos encontrar o no un juez que nos firme la orden, lo cual puede resultar un poco problemático un viernes por la tarde, sobre todo si el administrador del hospital juega al golf con unos cuantos jueces.
Santo cielo. Cómo se le había ocurrido meterse a policía.
– ¿Hace falta que me quede?
– No, puedes seguir con tus cosas. Sé cómo ponerme en contacto contigo. Tú sólo ten cuidado.
Asentí para comunicarle que había entendido. Mientras bajaba en ascensor, suspiré. Estaba cansada de buscar Chevrolets blancos y, de todos modos, si ella era lista, lo cual parecía ser, ¿por qué no cambiar de vehículo? Alquilar un coche no era tan difícil. A esas alturas podría ir en un Chevrolet azul, y yo sin enterarme.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
O un Buick beige.
O incluso un Taurus blanco.
Había dejado que me cegara la idea de que la reconocería por el coche que conducía. Pero ahora podía ir en cualquier cosa, y llevar toda la mañana detrás de mí, y yo ni me habría enterado porque habría estado fijándome en el color equivocado.
Podía estar en cualquier lugar.
Una de dos, o salía disparada hacia casa de Wyatt, aplicando la técnica que me había enseñado la noche anterior para librarme de cualquiera que me siguiera, y me refugiaba ahí como un conejo asustado, o usaba la misma técnica para librarme de perseguidores y luego ir a hacer mis cosas. Opté por continuar con mis cosas.
¿Por qué no? Tenía que montar una boda. ¿Qué otra cosa podía ir mal? ¿Qué otra complicación podía añadir a mi lista de cosas que hacer? No sólo tenía que ocuparme de los preparativos para casarme dentro de tres semanas -¡y ni siquiera tenía el vestido de novia!-, sino que había alguien por ahí que intentaba matarme, un incendio provocado acababa de arrasar mi casa, no podía hablar, tenía que decidir si el hombre a quien amaba me correspondía de verdad o si convenía suspender la boda cuyos preparativos me tenían ocupada, y tenía que encontrar la manera de arreglar el matrimonio de dos personas que ni sus propios hijos conseguían que volvieran a hablarse. Me sentía una abeja enloquecida, incapaz de dejar de ir de flor en flor pese al huracán que tumbaba los tallos y los arrancaba de cuajo en algunos casos.
Para rematar la faena, las tiendas habían puesto los adornos de Navidad, y, en medio de todo aquello, debía empezar a comprar los regalos, porque los adornos navideños son la señal para que todos esos chalados de las compras tempranas se lancen a los grandes almacenes como langostas y los vacíen de los mejores productos, dejando sólo restos para la gente cuerda que prefiere hacer las compras de Navidad en Acción de Gracias que, en realidad, ya sabéis, es cuando de hecho comienza la Navidad. Y aunque me pusiera ahora mismo a hacer las compras navideñas, la tensión estaba ahí, evidenciada por las bolas de colores y los arbolitos de fibra óptica que aparecían ya en los escaparates.
No podía jugar al gato y al ratón; tenía demasiadas cosas que hacer. Incluso podía racionalizarlo y decir que cualquier chalada un poco espabilada que anduviera por ahí esperaría de mí que tomara precauciones, por eso, en realidad, estaba más segura sin tomar medidas de seguridad, o algo así.
De modo que me fui a ver a Sally.
Cuando su hijo pequeño acabó el instituto, había empezado a trabajar en una casa de subastas de antigüedades. Básicamente acudía en coche a subastas públicas, a mercadillos particulares de objetos usados, a tiendas de viejo, en busca de antigüedades que pudiera conseguir a buen precio, que luego arreglaba la casa de subastas para sacar beneficio. Las subastas se celebraban todos los viernes por la noche, lo que significaba que ese día podías encontrarla en la casa de subastas ayudando con el etiquetado, la catalogación y otros preparativos. Los otros cuatro días de la semana, y a veces también los sábados, trabajaba fuera.
En el exterior del local había una mezcla de coches y furgonetas de reparto, además de un vehículo de tamaño mediano con la parte posterior pegada a un muelle de carga, aunque la puerta estaba cerrada, ya que aún no habían abierto al público. Me fui hasta el muelle de carga y encontré un tramo de escalera para acceder a él, y desde allí entré a través de la puerta abierta.
Un tío flacucho de mediana edad, con ojos saltones y gafas de culo de vaso, que empujaba una carretilla dijo:
– ¿Necesita ayuda, señora?
Aunque probablemente me sacaba veinte años, estábamos en el sur, de modo que me trató de señora. Son los buenos modales.
Levanté la mano para indicarle que se detuviera, porque no era posible que me oyera desde donde se encontraba, y me apresuré a alcanzarle.
– Estoy buscado a Sally Arledge -susurré con voz ronca.
– Justo ahí dentro -contestó indicando una puerta situada en un extremo del pequeño muelle de carga-. Vaya faringitis más fea, si me permite decirlo. Necesita tomar un poco de miel y limón con un té caliente, y si no funciona, entonces póngase un poco de bálsamo Vicks Vaporub en la garganta y tápesela con una toalla, y tómese una cucharada de azúcar con una gota de queroseno. Suena a locos, pero eso es lo que siempre nos daba nuestra madre cuando éramos pequeños y nos dolía la garganta, y funcionaba. Y tampoco nos mató -dijo arrugando alegremente sus ojos saltones.
– ¿De verdad tomaba queroseno? -pregunté. Vaya, vaya, parecía una de esas cosas que tenía que consultarle a la abuela. El remedio del bálsamo Vicks Vaporub y la toalla caliente de hecho tenía sentido, pero no estaba segura de quererle poner unas gotas de queroseno a nada.
– Por supuesto. No mucho, ojo. Demasiado la mataría como una mosca, o como mínimo acabaría echando las tripas por la boca. Pero una cantidad pequeña no nos hacía daño.
Читать дальше