Linda Howard - Belleza Mortal

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Blair Mallory está a punto de vivir el mes más frenético de su vida. Recuperada por completo del intento de asesinato que la llevó a los brazos de Wyatt, el detective asignado a su caso, ahora se enfrenta al ultimátum que su prometido ha fijado para el día de su boda. Tiene poco margen de tiempo y se trata de una cuestión de estilo: si no se da prisa, acabará en una de esas horrendas ceremonias en Las Vegas, algo que no está dispuesta a experimentar. Así que se lanza a la búsqueda desesperada de unos bonitos zapatos y un vestido de escándalo que deje a su chico mudo de lujuria en el altar. Sin embargo, todo se complica cuando, al salir del centro comercial, una misteriosa conductora la arrolla, dejándola medio magullada sobre el asfalto. ¿Imaginaciones suyas o alguien desea interponerse una vez más en su camino? Está segura de que está siendo acosada, pero ni siquiera su prometido le cree. Llena de dudas, Blair no tardará en descubrir que el atropello no fue una simple coincidencia y que una desconocida anda de nuevo tras sus pasos.

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– Lo tendré en cuenta -prometí-. ¡Gracias!

Me apresuré hacia la puerta que había indicado, intentando imaginar cómo habría comenzado a usarse ese remedio. En algún lugar, alguien habría pensado: «¡Cómo me duele la garganta! Creo que voy a buscar un poco de queroseno y me lo voy a beber. Tiene que ir bien. Pondré azúcar de todos modos, para que sepa mejor».

El mundo no deja de asombrarme.

La primera persona que vi nada más cruzar la puerta fue a Sally, subida a una escalera mientras limpiaba la parte superior de un cabezal tallado que estaba apoyado contra la pared. Era una pieza preciosa, con la madera ennegrecida por los años, que si se caía encima de alguien era probable que lo matara. De ningún modo mantendría yo relaciones con esa cosa levantándose sobre mí, aunque supongo que tiene que estar bien montárselo de forma tan sonada.

No se volvió a mirar, por lo tanto tuve que acercarme y dar unos golpecitos en el cabezal para llamar su atención.

– ¡Blair! -Su expresivo rostro mostró a la vez placer y preocupación, algo nada fácil de conseguir pensándolo bien. Dejó el trapo colgado en lo alto del cabezal y descendió por la escalera.

– Tina me ha contado lo de tu casa, y tu garganta, y todo. Pobrecita mía, qué semana tan horrible has tenido. -Una vez en el suelo, me abrazó con fuerza para expresar su apoyo.

Sally medía metro cincuenta y ocho y pesaba quizá cuarenta y cinco quilos; era una pequeña dinamo que nunca se estaba quieta. Tenía el pelo pelirrojo oscuro y lo llevaba enmarañado con mucho estilo y peinado de punta pero sin exagerar, y había añadido unas interesantes mechas rubias para enmarcar mejor su rostro. La nariz rota que le había quedado tras empotrarse contra un lado de la casa mientras intentaba atropellar a Jazz con el coche había dejado un pequeño bulto en el caballete de su nariz que en cierto sentido le quedaba bien. Antes llevaba gafas, pero de hecho habían sido las gafas las que le rompieron la nariz cuando se desplegó el airbag, y desde entonces se había pasado a las lentillas.

Le devolví el abrazo.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar? Tengo que enseñarte algo.

Parecía interesada.

– Desde luego. Vamos ahí a sentarnos.

Indicó una sillas plegadas y agrupadas sin orden ni concierto en medio de la sala de subastas. Más tarde las dispondrían en filas ordenadas para los postores. Abrimos dos, luego metí la mano en el gran bolso para sacar las facturas de Sticks and Stones y se las tendí.

Perpleja, las miró durante un par de segundos antes de caer en la cuenta de qué se trataba, luego abrió mucho los ojos con indignación y rabia.

– ¡Veinte mil dólares! -aulló-. ¿Pagó… pagó veinte mil dólares por esa basura?

– No -contesté yo-, no los pagó por esa basura, los pagó por ti, porque te quiere.

– ¿Te ha mandado él? -quiso saber, llena de furia. Negué con la cabeza.

– Me estoy entrometiendo por iniciativa propia. Bueno, también porque Wyatt me ha obligado, pero eso es algo entre nosotros.

Sally se quedó mirando fijamente la factura, intentando que las cuentas le cuadraran de algún modo. Para ella, los muebles y las obras de arte que Monica Stevens había usado para sustituir sus preciadas antigüedades podían valer tal vez unos dos mil dólares, como mucho. Decir que las visiones estilísticas de las dos mujeres se situaban en extremos opuestos del espectro era subestimar el caso.

– Sabía cuánto adoraba mis antigüedades -dijo con voz un poco entrecortada-. Y si no lo sabía, ¡debería haberlo sabido! ¿Por qué si no iba a dedicar tanto tiempo a repararlas y restaurarlas? ¡Podía haberme permitido otra clase de mobiliario si hubiera querido!

– Pero la cuestión es que no lo sabía -recalqué-. Para empezar, no trabajabas en tus muebles cuando él estaba en casa. Y por otro lado, nunca en mi vida he conocido a un hombre tan negado para el estilo y el interiorismo como Jazz Arledge. Ese sofá naranja que tiene en la oficina… -Me detuve, con un estremecimiento.

Sally pestañeó, distraída.

– ¿Has visto la oficina? ¿No es horrible ese sitio? -Luego sacudió la cabeza para librarse de aquella imagen inquietante-. Pero eso no importa. Si me hubiera escuchado un poco durante los treinta y cinco años que hemos estado casados, si hubiera prestado un mínimo de atención a la casa en la que vivimos, es imposible que se le hubiera ocurrido…

– Pero así es, literalmente no se entera de los diferentes estilos en decoración. No sabía que existieran estilos diferentes. Para él, los muebles son muebles y nada más, punto. Creo que ahora empieza a captar el concepto, pero sólo de un modo muy vago, como si supiera que existen estilos, pero sin tener idea de cuáles son o qué aspecto tienen. Es un idioma que no habla, por lo tanto no entiende lo que dices cuando hablas de antigüedades.

– Sin duda sabe que «antigüedad» significa viejo.

– Tal vez -contesté sin convicción-. A ver, ¿sabe Jazz cuál es la diferencia entre el azul marino y el negro? Sally negó con la cabeza.

– La mayoría de los hombres no lo saben. No tienen suficientes bastoncillos en la retina como para distinguir la diferencia, así que aunque pongas un calcetín azul marino al lado de uno negro, para un hombre son parecidos. Es el mismo principio. No es que Jazz no esté interesado, ni que haya pasado por alto lo que a ti te gusta, es que su cerebro no funciona a la hora de ver estilos decorativos. No pides a un pájaro sin alas que vuele, ¿verdad que no?

Las lágrimas centellearon brillantes en sus ojos mientras bajaba la vista a las facturas que tenía en la mano.

– Estás diciendo que me equivoco.

– No estoy diciendo que te equivoques al enfadarte por lo de los muebles; yo me habría enfadado, desde luego. -Aquí me estaba quedando corta-. Pero con toda certeza te equivocabas al intentar atropellarle con el coche.

– Eso es lo que dijo Tina.

– ¿Ah sí? -¡Mamá estaba conmigo! ¿Cuándo había sucedido eso?

– Cuando tú estabas en el hospital -añadió Sally, como si hubiera oído mis pensamientos- dijo que ver tu dolor, sin que tan siquiera te hubiera alcanzado el coche, le hizo cambiar de opinión. Dijo que una cosa era lastimar los sentimientos de alguien, pero otra muy diferente las lesiones físicas.

Suspiré. No soy de las que restan importancia a los sentimientos lastimados, pero considerando todo lo que había sucedido en el último par de meses, tenía que estar de acuerdo.

– Tiene razón. No le has pillado cometiendo adulterio, ya me entiendes. Sólo compró unos muebles que no te gustan.

– Así que hay que superarlo.

Asentí con la cabeza.

– Y disculparse.

Volví a asentir.

– ¡Jolín, cómo detesto pedir disculpas! No es tan fácil. Desde que esto sucedió nos hemos dicho cosas que no deberíamos haber dicho…

– Hay que superarlo. -Ya casi no podía ni susurrar. Es asombroso lo mucho que se fuerza la garganta hablando en susurros.

– Y el colmo de esto es que no era mi intención atropellarle, en absoluto. Habíamos estado discutiendo y los dos estábamos alterados, pero yo tenía una cita y tenía que irme. Me siguió afuera, aún discutiendo. Ya conoces a Jazz, sabes lo cabezota que es, y tenía que dejar claro lo que quería decir, y que yo me enterara. Empecé a hacer la maniobra y él seguía ahí de pie, agitando los brazos y chillando, y yo estaba tan enfadada que di al cambio de marchas para dejarlo en punto muerto y poder gritarle a la cara, sólo que no la metí bien, y tenía el pie en el acelerador y, bien, justo en ese instante no me hubiera importado darle, pero no fue intencionado. Lo siguiente que supe es que tenía el airbag en el regazo, las gafas rotas y la nariz me sangraba. -Se frotó el pequeño bulto en la nariz con arrepentimiento-. Una nariz rota a mi edad. Y ahora tendré que vivir con esa basura.

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