Jessica Hart - Noches en el desierto

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Claudia intentaba no deprimirse pensando en las cosas buenas que pudieran aportarle los treinta, mientras se acomodaba en el avión, dispuesta a emprender un largo viaje para celebrar su cumpleaños. Y su compañero de asiento, David Stirling, desde luego no era la mejor compañía.
Pero tenían que hacer el viaje juntos, les gustara o no. Peor todavía, en las dos semanas siguientes tendrían que fingir ser marido y mujer.
La situación no era la ideal, pero tenían algo en común: él iba a cumplir años también, cuarenta, y tampoco estaba tan mal físicamente.

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– No lo sé. No entiendo nada de motores.

– Entonces, ¿por qué cree que tiene capacidad para pensar que hace ruidos extraños? -David se puso una mano en la oreja con gesto de burla-. Yo creo que suena bien.

– Eso es lo que siempre se dice en las películas de catástrofes. Al comienzo, siempre aparecen personas con reacciones normales, como las nuestras.

– No hay nada de normal en la manera en la que usted se ha estado comportando durante el viaje.

– Todos están tomando café y charlando y ninguno de ellos se ha dado cuenta de que algo terrible va a ocurrir… pero están a salvo porque cerca suele estar Bruce Willis o Tom Cruise que se encargará de salvarlos. Yo lo único que tengo es a un ingeniero cuya única preocupación es que me esté quieta.

– Esto es increíble. ¡Le digo que no hay nada malo en el ruido del motor!

Al decir esas palabras se oyó una fuerte sacudida en el motor y éste se paró, con lo que el avión se inclinó sobre uno de los lados. Comenzaron a oírse grito de pánico, ya que al resto de pasajeros les había sorprendido la repentina deceleración.

Claudia agarró la mano de David de manera instintiva. Él sintió cómo los dedos de ella se le clavaban en la carne y vio que sus ojos se oscurecían de terror.

– No tema -dijo con firmeza-. Seguro que el piloto puede devolverlo a la posición normal. Todo está bajo control.

El avión se enderezó, debido a que el piloto aumentó la potencia del motor que quedaba. Luego se oyó un mensaje en árabe por el interfono. Claudia, que no podía entender nada, lo interpretó como un mensaje catastrófico. Pero David, para su sorpresa, entendía el árabe.

– No se preocupe, dice que la situación está bajo control. Hemos perdido un motor, pero no existe ningún problema en proseguir el vuelo. En cualquier caso, nos dirigimos al aeropuerto más cercano para solucionar el problema -la voz de David era de lo más tranquila-. Así que puede relajarse.

– No me podré relajar hasta poner los pies en tierra firme.

David le dijo que sólo quedaban veinte minutos para aterrizar, lo que sonó a Claudia como una eternidad. El hombre siguió hablando con el mismo tono de voz para tratar de tranquilizarla, pero ella no oyó nada de lo que le dijo.

Cuando se oyó que bajaba el tren de aterrizaje, Claudia se preparó para un aterrizaje de emergencia. Finalmente tomaron tierra suavemente.

El avión se detuvo y pudieron observar que fuera había un par de edificios prefabricados y una torre de control, junto a unos edificios polvorientos a lo largo de un camino del que se levantaba una neblina provocada por el calor.

– ¿Dónde estamos? -quiso saber Claudia.

– En un lugar llamado Al Mishrab -dijo David, mirando a través de la ventanilla-. Esto era antes una terminal de gas, por eso hicieron este aeropuerto. Ahora ya no se usa, pero ocasionalmente aterrizan aviones.

– Entonces no es una escala habitual.

– Se podría decir así.

– ¿Qué va a pasar ahora?

– Según mi experiencia en Shofrar, podría decir que no mucho.

Y tenía razón. Algunos de los pasajeros estaban en pie, gritando y gesticulando, pero pasaron varios minutos antes de que una escalera apareciera al otro lado de la puerta. Hacía un calor terrible y, cuando abrieron, el olor del fuel oil entró de lleno en la cabina. Claudia arrugó la nariz disgustada.

Inmediatamente después, los pasajeros se agolparon intentando salir, pero era inútil apresurarse y David esperó a que bajaran todos para mirar a Claudia.

– ¿Está bien?

– Sí.

– En ese caso, ¿cree que puede devolverme la mano?

– ¡Oh! -exclamó Claudia, soltando la mano de él como si le hubiera picado, mientras sus mejillas se encendían intensamente-. No me di cuenta; es que… olvidé…

– No se preocupe -dijo la voz fría de David, al tiempo que metía su informe en el maletín y se levantaba.

Claudia permaneció unos segundos más sentada, completamente avergonzada por haber estado tanto tiempo agarrada de la mano de él como una niña pequeña. Él debía pensar que era patética.

– Ha sido muy amable -declaró secamente-. Gracias.

David siguió a Claudia a lo largo del pasillo hasta la salida.

Dentro del edificio prefabricado que había servido de sala de espera hacía mucho más fresco que fuera. Un ventilador desde el techo movía el aire sin entusiasmo y las voces de los pasajeros hacían eco en las paredes de la sala. David y Claudia se sentaron en unas sillas de plástico naranja llenas de polvo y esperaron.

Al principio, Claudia estaba demasiado contenta por estar viva y en suelo firme de nuevo, como para preocuparse por la situación. También se alegraba de estar sentada al lado de David intimidada, más de lo que estaba dispuesta a admitir, por el calor, la luz deslumbrante de fuera y ese edificio ruinoso donde nada parecía funcionar.

A Claudia no le gustaba la sensación de no controlar la situación y era consciente, desgraciadamente, de que la presencia arrogante y desagradable de David la convertía en una persona terriblemente insegura.

Los minutos pasaban lentamente. Claudia miraba a un cartel que anunciaba lo que imaginó sería una bebida suave. Las moscas revoloteaban en el opresivo calor y zumbaban cerca de sus oídos hasta que ella las espantaban con un gesto brusco. El plástico del asiento resultaba muy desagradable.

Con impaciencia, miró el reloj por undécima vez y se estiró en la silla. Llevaban allí casi una hora.

– ¿Qué pasa? -exclamó finalmente.

David suspiró. Debía de haber imaginado que ella no iba a ser capaz de estar sentada en silencio durante mucho tiempo.

– El piloto y dos hombres de la tripulación están revisando el motor. Estamos esperando a que vengan y nos digan qué va a pasar… -se detuvo y se puso rígido al ver que en la entrada aparecía el piloto-. Aquí están.

Claudia se levantó de un salto.

– ¡Vamos a ver qué pasa!

– Yo iré a hablar con él. Usted espere aquí.

Ella abrió la boca para protestar, pero algo en el rostro de David la obligó a cerrarla y volver a su asiento.

Observó a David acercarse al piloto. Era alto y delgado y se movía con una agilidad que la hizo recordar a un gato o a un atleta que se concentra en la carrera que va a comenzar. Los otros hombres parecían reconocer la autoridad de su presencia, porque se apartaban instintivamente para dejarle pasar.

Claudia sólo podía ver su espalda mientras hablaba con el piloto, pero a juzgar por los gestos de frustración y las reacciones de los otros hombres que escuchaban, las noticias no eran buenas. De hecho, la expresión del rostro de David al darse la vuelta reflejaba seriedad.

– El avión se ha estropeado -explicó al llegar-. Van a desviar el próximo vuelo para que vengan a recogernos.

– Muy bien, por lo menos es algo -dijo Claudia, que había esperado algo mucho peor-. ¿Cuándo llegará?

– Dentro de dos días.

– ¿Dos días? ¡Dos días! -repitió alarmada.

David se metió las manos en los bolsillos y suspiró.

– Has oído bien -dijo, tuteándola por vez primera.

– ¡Pero no pueden tenernos en este estercolero dos días!

– Al parecer, hay algo semejante a un hotel en la ciudad. Probablemente, se construyó cuando esto funcionaba, así que también estará un poco ruinoso.

– Me daría igual que me consiguieran el Ritz -gritó Claudia-. Mañana es mi cumpleaños y no voy a quedarme aquí. ¿Por qué no envían otro avión ahora mismo?

– Shofrar no es un país turístico. Tienen pocos vuelos y ahora mismo están todos los aviones ocupados.

– ¡Estupendo! -Claudia se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro con los brazos cruzados-. ¡Tendrá que haber algo que podamos hacer! ¿Y un autobús?

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