– ¿Cómo van las visitas turísticas? -dijo de pronto a falta de algo mejor.
– ¿Las visitas? -Matt la miraba con las cejas alzadas.
– Lo leí ayer en una revista de cotilleos. Había media página dedicada de informar de que te habías venido a vivir a Londres y que Venezia te enseñaba la ciudad -le miró-. Supongo que se referían a la vida nocturna, pero a lo mejor te lleva a la torre de Londres y a esos sitios.
– Ya los conozco -dijo Matt con sorna-. ¿Qué más decía la revista?
– Hablaba bastante de lo rico que eras y hacía ciertas insinuaciones poco sutiles sobre tu relación con Venezia -los ojos de Flora brillaron con maldad-. Decían que ella es la razón de tu presencia en Londres.
Matt replicó:
– ¿Por qué pierdes el tiempo leyendo basura?
– Sólo era una investigación privada. Es bueno saber algo sobre el hombre para el que trabajo.
– No lograrás saber nada por la prensa -la corrigió Matt-. Si deseas alguna información, te sugiero que me preguntes, en lugar de cotillear.
– Vale -dijo Flora-. ¿Es verdad que vas a vivir con Venezia?
– ¡No, en ningún caso! -la miró con recelo, pero Flora sonreía con inocencia-. Vivo en un hotel y allí seguiré hasta que termine el trabajo.
– ¿Por qué no alquilas una casa o algo? Vas a pasar meses en un hotel.
Matt se encogió de hombros.
– Me gusta el hotel. No me compensa meterme en una casa para volver a Nueva York al final del año.
Flora miró al camarero servir el vino.
– ¿Es Nueva York tu hogar?
Por algún motivo, Matt pareció desconcertado por la pregunta.
– Sí, eso creo. Allí están las oficinas centrales.
– Ya, pero me refiero al lugar donde vives.
– Tengo un apartamento en Manhattan, cerca de la oficina. Mi madre vive en Long Island y suelo ir los fines de semana.
– ¡Qué suerte! -suspiró Flora-. Seguro que tiene una casa preciosa, ¿verdad?
Matt pensó en la casa junto al mar, con piscina, pista de tenis, un inmenso jardín y una legión de sirvientes.
– Es demasiado grande -dijo-. Mucha casa para dos personas. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años y soy hijo único.
Flora creyó captar una nota de tristeza en la frase.
– ¿Te sientes solo?
– Nadie puede sentirse solo con mi madre cerca -sonrió Matt-. Le encantan las fiestas, así que la casa siempre ha estado llena.
– No es lo mismo sentirse solo que estar a solas -dijo Flora con amabilidad y se ganó una mirada grave de Matt.
– Tienes razón -dijo-. Para mí estar a solas es un lujo -miró el vaso de vino con aire abstraído-. Compré un rancho en Montana hace unos años. Hay sitio para respirar allí y puedo montar a caballo durante horas, sin ver a nadie. Es el único lugar donde me siento libre -alzó la vista del vaso, mirando a Flora como si acabara de descubrir algo insólito.
– Pues es extraño para un hombre que lo tiene todo. Si yo me sintiera así, no saldría de ese rancho -replicó ella.
– Tengo una empresa -de pronto, Matt estaba irritado por haber hablado tanto-. No puedo abandonarlo todo sin más.
– ¿Por qué? Ya tienes dinero, no necesitas más.
– Es evidente que no comprendes cómo funciona el dinero -había hablado con sequedad, pero de pronto el rostro de Flora se iluminó con una sonrisa que le llegó al alma.
– Qué gracia -dijo-. Es exactamente la expresión que utilizó el gerente de mi banco. Pero sigue, por favor.
– ¿Seguir qué?
– Sigue contándome cosas de ti.
– ¿Por qué te interesa?
– Me interesa. Y me gusta que me hablen de los Estados Unidos. Me gustaría ir allí.
Matt esperó mientras el camarero servía los platos.
– ¿Qué quieres saber?
– Oh, ya sabes -hizo un gesto expresivo-. ¿Dónde sueles ir aparte de Montana? ¿Dónde ibas de vacaciones de pequeño? Esa clase de cosas.
– Cuando era niño solía pasar el verano en Martha's Vineyrand -era una sensación extraña hablar de aquello. Matt se dio cuenta de que de pronto recordaba el olor del océano y casi podía oír su rugido-. Uno de mis primeros recuerdos es que camino por la playa entre mis padres, los dos balanceándome y riendo -de pronto se detuvo, sorprendido por la claridad de la visión-. Mi padre solía llevarme a pescar -eso también lo había olvidado.
En ese momento, miró los ojos azules de Flora y volvió al presente.
– De eso hace mucho -dijo defendiéndose de la emoción-. No he vuelto por allí.
– ¿Y ahora adonde vas de vacaciones?
– A Aspen a esquiar, a pescar a alguna isla, al rancho cuando quiero estar tranquilo.
– Suena tan maravilloso -dijo Flora con envidia-. Nosotros íbamos al mismo pueblo de Escocia todos los años, pegándonos en el asiento trasero del coche.
– ¿Tienes hermanos?
– Dos chicos. Nos pasábamos el tiempo riñendo, pero ahora nos llevamos bien.
– Antes solía desear tener un hermano o una hermana -dijo Matt-. Luego se me olvidó, pero en el colegio soñaba con una familia. Cuando mi padre murió, yo heredé la empresa. Obviamente no tenía que hacer nada, pero siempre supe que me esperaba una gran responsabilidad. Debía estar a la altura de mi padre, lo que no es fácil con ocho años -intentó deshacerse de la repentina melancolía-. Cuando murió me sentí responsable de mi madre y de la compañía. Ojalá hubiera podido compartirlo con alguien.
Pobre niño, pensó Flora.
– ¿Así que te sentiste solo?
– Supongo que sí -Matt se dio cuenta de que estaba hablando con Flora como no había hablado con nadie en los últimos años y frunció el ceño-. Perdona -dijo abruptamente sacando su móvil-. Tengo que llamar a Tokio.
Flora lo observó con disimulo mientras hacía su llamada. Sentía que de pronto se había cerrado como una almeja y no le extrañaba. Parecía un hombre que creía peligrosa cualquier emoción.
Mantuvo la actitud impersonal durante el resto de la comida, haciendo que Flora se arrepintiera de haberle interrogado sobre su vida.
Era como si tras haber abierto ligeramente su corazón, Matt se hubiera sentido obligado a erigir una barrera más alta entre ellos. Como si ella pudiera abusar de su mínima debilidad humana.
Días después, mientras iba en metro, Flora pensó que se había comportado como si ella quisiera robarle el alma. Tras la charla, se había mostrado más receloso y exigente, presionándola sin descanso y haciendo lo imposible para que no hubiera ni un instante de complicidad entre ellos. Cuando decidió hacer un viaje a Nueva York, Flora pensó que al fin iba a descansar.
Lo creía sinceramente, pero lo cierto es que cuando se encontró sola, Flora tuvo que reconocer que lo echaba de menos. La oficina le parecía solitaria y aburrida sin su presencia. Cada vez que sonaba el teléfono esperaba escuchar su voz al otro lado, aunque fuera para gritarle unas cuantas órdenes de imposible cumplimiento y plazo absurdo.
Cuando volvió tres días después, reconoció que le encantaba volver a verlo.
Matt se había alegrado de partir. Flora le distraía cada vez más y pensaba que el viaje le recordaría sus prioridades vitales. La secretaria de Nueva York había sido un modelo de discreción y eficacia y Matt se había sorprendido preguntándose a menudo qué estaría haciendo Flora. Era perfectamente capaz de imaginarla aunque sólo llevara unas semanas trabajando para él. Recordaba la mirada concentrada de Flora cuando escribía en el ordenador, sus gestos animados al hablar por teléfono, la forma en que bailoteaba y hasta canturreaba mientras hacía fotocopias o enviaba un fax.
Pensar en ella le irritaba y mientras volaba hacia Londres, decidió mantenerla a distancia. Sin embargo, cuando entró en el despacho y la vio, sonriendo con sus ojos llenos de luz, no pudo evitar ponerse a sonreír como un imbécil.
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