– ¿Qué situación?
– ¡Ya sabe lo que quiero decir! -explotó irritada-. No hace falta que se haga el tonto. El hecho es que estaremos solos juntos la mayor parte del tiempo.
– ¡Ah! -exclamó él como si lo entendiera de repente -. Quiere normas para asegurarse de que no me aprovecharé de usted, ¿es eso?
– Sí… ¡No! Por supuesto que no. Lo que estoy intentando decir es que los dos somos adultos y estamos solos. Si no lo reconocemos ahora podría surgir una situación en la que podríamos… podríamos… -deseó no haber abierto nunca la boca-. Bueno, podríamos… preguntarnos…
– ¿Podríamos preguntarnos cómo sería si la besara? -sugirió Cal con una odiosa voz calmada.
Pero ella sentía demasiado alivio por que él hubiera acabado la frase como para resentirse.
– Ese tipo de cosa, sí.
Juliet estaba de pie al lado del frigorífico de brazos cruzados y con una expresión defensiva que le hacía parecer muy joven. Cal la miró con atención por un momento antes de posar el trapo en el respaldo de una silla.
– Vamos a averiguarlo ahora -dijo acercándose a Juliet.
Ella lo miró con expresión interrogante.
– ¿Averiguar qué?
– Cómo sería si la besara -le agarró de las manos y le descruzó los brazos de forma tan impersonal, que ya le había tomado por la cintura antes de que Juliet comprendiera de verdad lo que estaba sucediendo-. Así ya no tendremos que preguntárnoslo más y no necesitaremos ninguna norma.
Y con aquellas palabras, inclinó la cabeza y la besó.
Juliet alzó las manos de forma instintiva para agarrarse a sus mangas en busca de apoyo cuando su boca descendió sobre la de ella y el suelo pareció desmoronarse bajo sus pies.
Era un beso duro y castigador, un beso con la intención de enseñarle una lección. Juliet lo sabía, pero no esta preparada para la inesperada respuesta de su cuerpo ante sus labios y sus manos que la sujetaban con fuerza. La vida pareció florecer y el aire se cargó de electricidad entre ellos de una forma tan increíble y peligrosa que el beso que Cal había pretendido breve, duró una eternidad mientras la abrazaba con más fuerza para que su cuerpo se amoldara al de él.
Cal deslizó una mano por su nuca enterrando los dedos en su sedoso pelo. Se había olvidado de lo que le exasperaba aquella mujer, de sus estúpidas normas y de todo menos de lo cálida, suave y sumisa que la sentía en sus brazos. Pillado con la guardia baja ante la punzante dulzura de su respuesta, Cal estaba a punto de apretarla más contra sí cuando comprendió lo cerca que estaban los dos de perder el control y se detuvo como si le hubieran echado un jarro de agua fría.
Devolviendo a Juliet a la tierra, la apartó e inspiró para calmarse. Ella se desplomó contra el frigorífico aturdida y temblorosa. Se quedaron mirándose a los ojos durante un largo momento.
– Bueno, ahora lo sabemos -dijo Cal en cuanto pudo hablar-. No necesitaremos perder el tiempo en preguntárnoslo, ¿verdad?
Pudo ver cómo le temblaba la boca a Juliet y la tentación de volverla a tomar en sus brazos y olvidarse de todo una vez más fue tan fuerte que tuvo que darse la vuelta.
Juliet seguía apoyada contra el frigorífico cuando él llegó a la puerta.
– Gracias por la cena -dijo sólo antes de desaparecer.
– PAPÁ se ha ido con los vaqueros -anunció Natalie cuando Juliet entró en la cocina a la mañana siguiente-. Dijo que no volvería hasta la tarde.
– ¿Cuándo te ha dicho todo eso?
– Ahora mismo. Se acaba de ir hace un minuto. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
– ¡No! Quiero decir que no importa -añadió con más suavidad.
Se pasó los dedos por el pelo y puso el agua a hervir para prepararse un té. Los gemelos seguían dormidos. Típico. Justo la mañana en que ella hubiera necesitado un poco más de sueño.
Todo era culpa de Cal, por supuesto. ¿Por qué la había besado de aquella manera? ¿Y cómo podía haberse dejado ella besar así? Juliet había permanecido horas despierta con el corazón todavía agitado al recordar la caricia de Cal en sus brazos desnudos y la sensación de sus labios. Deseaba estar enfadada con Cal; no, estaba enfadada con Cal, pero en lo más hondo sabía que él no tenía toda la culpa. Ella no había intentado siquiera detenerlo.
No había sido más que un beso, intentaba convencerse a sí misma. Cal había querido demostrar algo, nada más. Pero era su propia respuesta electrizante lo que la alarmaba y avergonzaba.
Había estado sola demasiado tiempo, eso era todo, había decidido Juliet al llegar la madrugada. Era lo único que podía explicar su extraña reacción por la forma en que la había besado. Si no hubiera sido por aquellos largos meses de rechazo por parte de Hugo, nunca le habría devuelto el beso a Cal como lo había hecho, no hubiera deseado que el beso se prolongara hasta la eternidad ni se habría sentido tan abandonada cuando la había soltado.
Y no estaría allí deseando tocarlo, saborearlo, estremecerse cuando sus manos le recorrieran y su dureza la cubriera…
¡Tenía que parar aquello!
Si Cal pensaba que iba a hacer un drama por un simple beso, estaba muy equivocado. Juliet había pasado demasiado tiempo superando los repentinos cambios de humor de Hugo y ahora estaba al mando de sus emociones y no iba a derrumbarse sólo porque un hombre la besara.
No, ella había contratado a Cal para que dirigiera el rancho, no como una conveniente diversión para las solitarias tardes.
– ¿Perdona? -volvió a la realidad al notar que la niña le había dicho algo.
– Que la tetera está hirviendo -dijo Natalie asombrada por la distracción de Juliet.
Mientras tomaba su té, Juliet se preguntó si Natalie estaría disgustada porque su padre la hubiera abandonado todo el día, pero la niña parecía feliz de quedarse con ella y con los gemelos.
Y ella tenía que admitir que era agradable tener a alguien con quien hablar. Sólo desearía que su padre fuera tan abierto y amistoso como la hija.
Por la tarde, cuando el calor del día empezó a remitir, Juliet se llevó a Natalie y a los gemelos al corral para ver a los caballos esperando su turno para que los sacaran a correr.
A Natalie le brillaron los ojos al asomarse por la barandilla.
– Papá me ha prometido que me comprará un caballo para mí sola -dijo con orgullo.
Juliet palmeó el cuello de una yegua que se acercó en busca de un bocado.
– A mí me gustaría comprar un par de ponies a los gemelos, pero el problema es que no puedo enseñar a uno y vigilar al otro al mismo tiempo.
– Papá podría ayudarte -se ofreció Natalie.
Juliet esbozó una leve sonrisa.
– Creo que tu papá ya tiene demasiadas cosas que hacer.
– Desde luego que las tiene -se oyó la voz masculina a sus espaldas.
Juliet dio un respingo. ¡Aquel hombre se movía como un gato!
– ¿De dónde ha salido? -preguntó con el corazón desbocado.
– De los pastos -contestó él con un deje de impaciencia.
¿Qué importaba de donde viniera? No era culpa suya que ella no tuviera nada mejor que hacer que pasarse la tarde apoyada contra la barandilla y que estuviera tan ocupada en parecer tan elegante con aquellos pantalones caqui y camisa de color crema como para no sentir su llegada.
Cal se volvió hacia su hija.
– Natalie, ¿por qué no te llevas a los gemelos para que yo pueda hablar con la señora Laing?
– Yo la llamo Juliet -dijo la niña mientras saltaba de la madera.
Juliet estaba indignada por la forma en que Cal mandaba sobre sus hijos, pero no quería empezar a discutir delante de los niños.
– Sí, ¿te importaría darles un refresco, Natalie? Quiero hablar con tu padre.
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