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Jessica Hart: Un corazón traicionado

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Jessica Hart Un corazón traicionado

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Juliet Laing no podía criar a sus pequeños gemelos si tenía que ocuparse ella sola de su rancho de ganado. Necesitaba un capataz, y pronto… El irritante australiano Cal Jamieson reclamó el puesto y enseguida se instaló en su hogar. Ahora parecía dispuesto a demostrar que el trabajo del rancho no era adecuado para una mujer inglesa. Juliet decidió enseñarle a Cal quién era el jefe… hasta que descubrió su verdadero motivo para haber ido al rancho. Era la excusa perfecta para despedirlo, así que ¿por qué no conseguía hacerlo?

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– Gracias -dijo con evidente desgana-. Será sólo hasta que podamos arreglar la casa. Nos iremos en cuanto podamos.

Capítulo 2

– HAY cerveza en el frigorífico, si le apetece una -dijo Juliet vacilante cuando Cal terminó de descargar el equipaje.

La invitación era poco graciosa, pero él tampoco se había mostrado particularmente gracioso acerca de quedarse en la vivienda. ¿Se le habría ocurrido que quizá ella estuviera tan poco encantada como él de compartir su casa?

Asintiendo con gesto de agradecimiento, Cal se acercó a la nevera, sacó una botella y la abrió. Juliet, que estaba pelando verduras para la cena de los niños, intentó no mirarlo, pero los ojos se le iban de vez en cuando hacia donde él estaba apoyado sobre la encimera.

No se le había ocurrido preguntarle cuántos años tenía, pero debía pasar de los treinta. Tenía la dureza y al solidez de la madurez, pero su cara contenía una expresión tan resguardada que hacía muy difícil estar segura de nada con respecto a él. No podía ser más diferente de Hugo, pensó Juliet. Hugo había sido volátil, pasando de estar encantador a una repentina rabia a la velocidad del rayo. Cal, al contrario, parecía frío y contenido. Era imposible imaginarlo gritando o agitando los brazos. Hasta la forma en que estaba allí bebiendo la cerveza, sugería economía de movimientos, una especie de competencia controlada que era tranquilizadora y a la vez inquietante.

Su presencia parecía llenar la cocina y Juliet se sintió de repente muy consciente de él como hombre: de los músculos de su garganta, de los morenos dedos largo alrededor de la botella, del polvo de sus botas y de las arrugas alrededor de los ojos más la tranquila fuerza de su firme cuerpo. No podía apartar los ojos de él. Era como si no hubiera visto a un hombre antes; nunca se había sentido atrapada por la masculinidad de un cuerpo hasta ese mismo momento.

Cal no se dio cuenta de su mirada al principio. La cerveza estaba muy fría y para Cal, ardiente, frustrado y cansado después del largo viaje, era la mejor cerveza que había tomado en su vida. Bajó la botella para darle las gracias a Juliet de forma adecuada y se encontró con que lo estaba mirando de aquella forma y cuando sus ojos se prendieron, sintió una extraña carga en el aire entre ellos y un inesperado cosquilleo en la base de la columna.

Juliet también lo sintió. Abrió los ojos y notó un leve sonrojo en las mejillas antes de darse la vuelta y concentrarse con intensidad en la patata que estaba pelando.

Extrañamente conmovido por aquel intercambio de miradas, Cal bajó de la encimera y con el ceño fruncido se llevó la cerveza a la mesa donde Natalie jugaba con los gemelos. Ella era normalmente una niña muy callada y tímida que se llevaba mejor con los animales que con la gente, pero parecía haber adoptado a los gemelos al instante y tenía una cara tan animada como no le había visto en años.

De hecho, desde que habían abandonado Wilparilla. Cal se sacudió el inquietante efecto de los ojos de Juliet y se sentó junto a su hija, recordando cómo había llorado cuando habían abandonado el rancho. Había hecho lo correcto trayéndola de vuelta, incluso aunque las cosas no salieran como las había planeado.

– ¡Papá! -Natalie le tiró de la manga-. Enséñales a Kit y a Andrew ese truco que sabes hacer.

Desde el fregadero, Juliet escuchaba los ruidos a sus espaldas y se dio la vuelta con la patata en la mano cuando oyó a los gemelos convulsionarse de la risa. Natalie se reía y Cal, con la cara muy seria, alzaba su palma como si buscara algo.

– ¡Otra vez! -gritó Kit encaramándose sobre Cal como si lo conociera de toda la vida.

La sonrisa de Juliet fue vacilante. A veces dolía comprender lo mucho que los niños echaban de menos a un padre. ¿Le sucedería lo mismo a Cal al ver a su hija sin una madre?

Natalie parecía una niña encantadora. Era evidente que adoraba a su padre, pero por lo que Juliet había visto, debía ser una figura formidable para ella. Había sido ácido y hasta hostil desde que había llegado aunque los niños no parecían encontrarlo tan intimidante como ella porque seguían riéndose como locos.

Fue entonces cuando Cal, incapaz de mantener más la cara seria, sonrió ante el entusiasmo de los gemelos y a Juliet casi se le cayó la patata de las manos. ¿Quién hubiera pensado que podría reírse con aquel encanto?

Juliet se sintió inquieta por descubrir lo atractivo y fascinante que era Cal cuando sonreía. De alguna manera era más fácil pensar que era siempre frío y hostil que saber que era encantador con los niños y preguntarse por qué nunca le sonreiría a ella de aquella manera.

Como para demostrarle lo que estaba pensando, alzó la vista y su sonrisa se disolvió al instante al ver la mirada peculiar en los ojos de Juliet. Entonces apuró su cerveza y apartó la silla.

– ¿A qué hora terminan los hombres la jornada?

– A estas horas. Creo que he oído el silbato hace unos momentos. Deberían estar en los barracones a estas alturas.

– ¿Cuántos hombres hay?

– Cuatro la última vez que los he contado -Juliet metió la patata en un cazo y lo llenó de agua-. No he tenido mucho trato con ellos. El último capataz los trajo cuando consiguió deshacerse de todos los hombres con experiencia que estaban aquí cuando llegó. Su mujer solía cocinar para ellos y al irse, les ofrecí cocinar yo, pero evidentemente no querían sentarse aquí conmigo todas las tardes, así que se turnan para prepararse las comidas.

Juliet intentó no manifestar la soledad y rechazo en la voz. Había pasado tanto tiempo desde que no hablaba con nadie que hasta hubiera agradecido la compañía de los amargos y taciturnos hombres a los que no parecía caer bien.

– Sólo los veo cuando alguno de ellos viene a buscar harina, azúcar o lo que sea. No parecen comer muchas verduras frescas -añadió con un encogimiento de hombros.

Cal frunció el ceño y posó la botella vacía a un lado.

– Entonces, ¿quién les dice lo que tienen que hacer cada día?

– Nadie -contestó Juliet con amargura-. No me ha quedado otro remedio que decirles que siguieran haciendo lo que estaban haciendo y sé que piensan que fui una estúpida por despedir al capataz. Por lo que yo sé, llevan vagueando por ahí un par de semanas.

Posó el cazo en la cocina y encendió el gas, se secó las manos en el mandil e intentó que Cal la comprendiera.

– Yo estoy bastante atada a la casa con los gemelos. No puedo dejarlos solos y es demasiado lejos para ellos si quisiera llevarlos a donde están los hombres, suponiendo que supiera llegar.

– Ha estado aquí más de tres años -comentó con tono acusador Cal.

Lo que había visto desde el Jeep le dejaba poco lugar para la simpatía. Él había vendido una propiedad floreciente y volvía para encontrarse que todo su duro trabajo había sido tirado por tierra y el rancho estaba casi en ruinas.

– Mi marido nunca me dejó involucrarme en las cosas del rancho -lo cierto era que nunca la había dejado involucrarse en nada-. Cuando llegamos aquí, él estaba fascinado por la idea de convertir Wilparilla en un lugar para turistas de élite a los que les gustara ver la vida de un rancho pero con una acomodación lujosa. Había una bonita casita aquí, pero Hugo dijo que no era lo bastante grande ni elegante y la tiró para levantar ésta.

Juliet miró a su alrededor a su cocina ultra moderna y a la sombreada terraza que bordeaba todo el perímetro de la casa. Todo había sido diseñado con estilo, pero le seguía enfadando pensar el dinero que se había gastado Hugo mientras la propiedad se iba arruinando. Había intentando hacerle entrar en razón, pero su marido había dicho que el dinero era suyo y que sabía lo que estaba haciendo.

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