Ahora de repente ya no estaba solo y Juliet estaba allí, vibrante y cálida con un vestido azul y con aquel gesto de tensión en la cara. Se preguntó cómo sería si se relajara y sonriera para variar.
Alzó la mano para enseñarle la botella.
– Me he tomado la libertad. Espero que no le importe.
– Por supuesto que no -contestó ella con toda formalidad.
Hubo un silencio.
– ¿Está Natalie en la cama? -preguntó ella por fin.
– Está cansada. Ha sido un día muy largo para ella -vaciló-. Gracias por cuidarla. Parece haberlo pasado muy bien.
– Me ha ayudado mucho. Es una niña encantadora.
Le hubiera gustado preguntarle por su escolarización, pero seguramente lo tomaría como una crítica y ahora que parecían estar tratándose con educación, era una pena estropear el momento.
Se acercó al horno, se agachó y sacó la cena.
– ¿Cómo le ha ido con los hombres? -preguntó al ponerla en la mesa.
– Creo que ahora ya saben quién es el jefe.
Recordó la escena con los hombres. Se había paseado por los pastos antes de ir a verlos a los barracones y estaba tan enfadado de ver el estado en que estaba todo que no les había hecho ninguna concesión.
– Ah, ¿y quién es el jefe? -preguntó Juliet con voz helada.
– En lo que a ellos respecta, yo y en lo que a mí respecta usted. ¿Algún problema?
– ¿Por qué les cuesta tanto aceptar que es mi propiedad? -preguntó disgustada-. ¿Es porque soy mujer o porque soy inglesa?
– Es porque no sabe nada acerca de llevar un rancho de ganado -dijo Cal sin rodeos-. Usted misma lo ha admitido. Sí, tiene un pedazo de papel que dice que posee Wilparilla, pero a los hombres no les interesa eso. Sólo van a trabajar si la persona que les da las órdenes sabe lo que está haciendo y en este caso, soy yo. Ahora puede ir a darles una pequeña charla sobre los derechos de propiedad si quiere, pero me paga a mí para que los organice y consiga que este rancho empiece a funcionar algo y sólo podré hacerlo si ellos me consideran su jefe por el momento. Si no le gusta la idea, será mejor que lo diga ahora.
– Parece que no me queda mucha elección ¿verdad? -dijo Juliet con amargura
¿Por que tenía aquella obsesión por ser la jefa? No tenía ni idea de Wilparilla. No conocía la tierra, no conocía los arroyos ni los barrancos como él. Nunca había montado de sol a sol bajo el calor y el polvo ni dormido bajo las estrellas mientras el ganado se agitaba inquieto en la oscuridad.
Ella nunca sería la jefa de Wilparilla, se juró Cal a sí mismo. No pertenecía a aquella tierra y probablemente ni distinguiría una vaca si la viera, pensó con desdén.
Sólo había que verla en ese momento allí sentada como un pájaro exótico que se hubiera perdido en el desierto. ¿A qué venía ponerse aquel vestido que le resaltaba los senos de aquella manera? ¿Un vestido que dejaba ver los huecos de la base de su garganta y le hacía preguntarse cómo susurraría la tela sobre su piel al moverse?
– No le caigo bien, ¿verdad?
Su cara no expresaba nada, pero Juliet estaba tan segura como si se lo hubiera dicho a gritos.
No, no le caía bien, pero que lo ahorcaran si pensaba admitirlo. Sólo empezaría a preguntar el por qué y acabarían hablando de emociones que a él no le interesaban.
Por otra parte, ¿para qué facilitarle las cosas negándolo?
– No creo que éste sea el sitio adecuado para usted.
– ¿Por qué no?
¡Sabía que aquello llegaría!
– Yo hubiera creído que es evidente -dijo irritado por haber caído en la misma vieja trampa.
¿Por qué las mujeres siempre querían saber la razón de todo? ¿Es que no podían aceptar las cosas como eran?
– Para mí no es tan evidente.
Cal suspiró. Bueno, si estaba tan ansiosa por saber la verdad, se la contaría.
– Esto es un rancho de ganado. La vida aquí es dura y sucia. No es lugar para ponerse un bonito vestido y aparentar que nunca tendrá barro bajo las uñas.
– Usted también se ha cambiado y duchado -señaló Juliet con dulce ironía.
– Sí, pero no me he puesto el tipo de ropa que llevaría a un restaurante elegante.
– O sea que no se me permite llevar más que vaqueros rasgados y camisas de cuadros, ¿es eso?
– No es una cuestión de permitir -aclaró Cal irritado-. Es que no lleva la ropa adecuada si quiere pertenecer aquí.
– Pero yo pertenezco -dijo Juliet apartando su plato a un lado-. Ésta es mi casa y puedo ponerme lo que quiera en ella. Le recomiendo que no lo olvide.
Cal apretó los labios. Era casi corno si supiera lo que odiaba que ella fuera la propietaria de Wilparilla y se lo echara en cara a propósito. Sí, había sido decisión suya venderlo, pero los Laing no se habían preocupado por la tierra. Él era el que había conseguido que Wilparilla fuera un rancho floreciente y su corazón estaba allí.
Miró a Juliet a través de la mesa.
– No creo que tenga muchas posibilidades de olvidarlo -dijo con frialdad.
Terminaron de comer en silencio y cuando ella esperaba que se disculpara y se fuera, Cal agarró el trapo y se puso a secar los platos a su lado en silencio.
A Juliet le resultaba raro que alguien la ayudara. Estaba acostumbrada a que no hubiera nadie a su lado en la cocina y aunque era más rápido con Cal a su lado, habría preferido que la dejara sola. Era muy consciente de su presencia silenciosa mirando por la ventana como si ella no estuviera allí. Por el rabillo del ojo, pudo ver sus manos moverse sin prisa y con eficacia y se encontró mirándolas fascinada. Eran morenas y fuertes y tenían vello dorado por las muñecas.
No era guapo, se dijo Juliet a sí misma. Al menos no guapo como había sido Hugo. Lo cierto era que era bastante corriente, pelo castaño, ojos grises, nada especial…
Sin embargo, había algo implacable en él, algo duro y firme. Una silenciosa frialdad que le fascinaba e irritaba al mismo tiempo. Juliet clavó la vista en sus labios. No eran los de un hombre frío, pensó al recordar cómo le había sonreído a los gemelos. El recuerdo le produjo un cosquilleo y tuvo que apartar la vista.
Intentó concentrarse en lo evidente que había mostrado su rechazo hacia ella, pero en lo único que podía pensar era en él echado en la cama que ella había hecho, su largo cuerpo moreno desnudo contra las frías sábanas. Se lo imaginó con tal claridad que contuvo el aliento y el leve sonido que emitió hizo que Cal volviera la cabeza para encontrarla con los ojos muy abiertos como si estuviera pensando en algo que la conmocionara.
– ¿Qué es? -preguntó.
– Nada. Esto es…
No, no era buena idea.
– ¿Qué?
– No importa.
Cal frunció el ceño con irritación. ¿Si tenía que decir algo, por qué no iba al grano?
– ¿Porqué no?
Acorralada, Juliet se secó las manos en el trapo para ganar tiempo.
– Sólo estaba pensando que podría ser buena idea establecer algunas normas.
Se apartó un mechón tras la oreja nerviosa por alguna razón absurda.
– ¿Normas?
– Sí. Quiero decir que como vamos a estar viviendo juntos hasta que esté arreglada la casa del capataz, deberíamos ponernos de acuerdo en algunas cosas.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Bueno, supongo que no querrá que cocinemos por separado, así que tendremos que decidir las comidas y ese tipo de cosas y… bueno, ya sabe -terminó con torpeza.
Le había parecido tan sensato cuando había empezado, pero bajo la mirada desapasionada de Cal, se encontró balbuceante.
– Le gustan mucho las normas, ¿verdad?
– A veces evitan situaciones complicadas.
– No veo nada de complicado compartir unas cuantas comidas.
– No me refería a eso. Me refería a la situación en general.
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