– No he traído nada.
– No necesitarás nada, sólo a mí.
Casi todo el mundo se había marchado, así que no se cruzaron con nadie al ir hacia los ascensores. Bajaron en silencio. Jane no quería mirar a Lyall, pero se daba cuenta de su impresionante fuerza y la seguridad con que actuaba.
En la entrada esperaba un coche y ambos subieron en la parte de atrás, Lyall dijo algo al chófer y se acomodó en el asiento, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Estaba realmente cansado. Jane lo observó atentamente, y por vez primera vio canas en sus sienes.
Éste era el Lyall verdadero, un hombre con preocupaciones cada día, un hombre que trabajaba y quería descansar por la noche al llegar al hogar. Había pensado en él tanto que cuando volvió a verlo no pensó que hubiera cambiado, por el contrario, siguió viendo en él al mismo joven impulsivo que había amado años antes. No había visto más que su mirada provocativa, pero era ella la que no había cambiado, no Lyall. Ella seguía siendo la misma chica ingenua, confusa ante el mero roce de su mano, y tan llena de preocupaciones que no se daba cuenta de cómo era él.
Lyall abrió los ojos repentinamente y vio a Jane mirándolo, como si nunca lo hubiera visto antes. Se miraron y no hicieron falta palabras. Jane sintió que todas las dudas y malentendidos, todas las acusaciones desaparecían como la niebla bajo los rayos del sol, hasta que su corazón quedó desnudo y supo que lo amaba, que siempre lo había amado y que siempre sena así.
Lyall vivía en un apartamento increíble en Belgravia, con una terraza en el ático que daba a una plaza. Había un pub cerca escondido entre los árboles, y la gente estaba tranquilamente fuera tomando sus bebidas disfrutando del tiempo veraniego. Las risas subieron hasta la barandilla donde Jane estaba apoyada.
– Toma -dijo Lyall, apareciendo con dos copas de vino en la mano-. Sentémonos.
Se sentaron en un banco entre plantas exuberantes. Jane tomó una hoja de romero y la frotó entre las manos, pensando en qué decir. Fue Lyall quién primero habló.
– Pareces cansada. ¿No has dormido?
– Claro que he dormido -dijo Jane defendiéndose, luego se calló un segundo. ¿Por qué iba a negarlo?-. No muy bien.
– ¿Por qué no?
Jane olió el romero despacio. No quería engañarle, pero tampoco quería estropearlo todo diciéndole las noches que había permanecido en vela pensando en la pelea que habían tenido y deseando que todo hubiera sido diferente-. He tenido muchas cosas en qué pensar últimamente -dijo sin más explicaciones.
– Creía que con el contrato de Penbury Manor acabarían tus preocupaciones. No tengo ninguna queja, va todo bien. ¿Tenéis problemas?
– No me preocupa el trabajo -dijo Jane.
– Entonces, ¿qué?
– Bueno… algunas cosas. Principalmente Kit -era la verdad, aunque no la verdad completa.
– Me imaginé que sería Kit -dijo Lyall, resignado-. ¿Cuándo no has estado preocupada por él?
– Kit tiene ahora otra persona a quién preocupar. Ya no me necesita. Se acaba de casar y es feliz en Buenos Aires.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Necesita dinero. Mi padre dejó la firma a los dos, y sé que hubiera querido regalar a Kit algo de dinero cuando se casara, pero las cosas han ido tan mal en estos dos últimos años, que no tengo nada guardado en el banco para emergencias. He ido a ver al director del banco, pero lo único que me sugirió es que vendiera la casa, pero ahora mismo, tal como está el mercado, no va a ser nada fácil.
– ¿Me estás diciendo que vas a vender la casa donde has vivido toda tu vida por ese hermano inútil que tienes? -preguntó Lyall, impaciente.
– No quiero, pero no sé qué otra cosa puedo hacer.
– ¡Lo primero dile que tendrá que esperar por ese dinero! O que lo gane él mismo.
– No puedo hacer eso.
– ¿Por qué no?
– Porque recuerdo su cara cuando mi madre murió. Tenía cinco años, era un niño.
– Y tú sólo eras una niña. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez? ¿Once? Interrumpiste tu infancia por Kit, Jane. No dejes ahora tu hogar también. Kit ya no es un niño, es mayor para cuidar de sí mismo.
Tenía razón y Jane lo sabía, pero no era capaz de decirle que ya no iba a poder confiar en ella nunca más. Se quedó silenciosa, pensando en su hermano y en lo que le costaría vender su casa.
– Hay otra alternativa -aventuró Lyall.
– ¿Cuál? -dijo Jane, volviéndose con los ojos brillantes.
– Puedo prestarte dinero.
– No, nunca te pediría eso.
– No me lo estás pidiendo, te lo estoy ofreciendo yo.
– Incluso así. No podría.
– Piensa que es un adelanto, y será más fácil -insistió Lyall.
– ¿Un adelanto?
– ¿Por qué no? Multiplex puede pagarte ahora algo del trabajo ya hecho.
– No sé… -dijo recelosa.
– ¡No seas tan estirada, Jane! ¿No te parece una solución sensata? ¿O es que no eres tan sensata como me dices?
– Pues claro que lo soy -dijo automáticamente, y vio la boca de Lyall esbozar una sonrisa.
– En ese caso sólo tienes que sonreír y darme las gracias amablemente.
Jane sucumbió a la sonrisa de Lyall, como siempre había hecho, como siempre haría.
– Gracias -dijo con una sonrisa.
Debajo, en la plaza, la vida continuaba ruidosamente. El aire de la noche estaba lleno de sonidos de pájaros y voces, y estallidos de música que atenuaban el murmullo distante del tráfico, pero en la terraza sólo se oía el silencio. Jane podía oler el romero, y sentir la copa fría en su mano. Los ojos de Lyall eran azules y cálidos, y seguía sonriendo de una manera intensa, haciendo que el corazón de Jane palpitara precipitadamente.
Notó que sus sentidos estaban alerta hasta hacerla estremecer. Su pelo caía suave en las mejillas y podía sentir el brillo dorado del sol en él.
El sentimiento de bienestar continuó mientras siguió a Lyall hacia la cocina para cenar. Prepararon una tortilla y un poco de ensalada.
– ¿Dónde vas mañana?
– Tengo una reunión en el aeropuerto de Frankfurt por la mañana, luego iré a Japón. Hemos hablado con una compañía japonesa y voy a firmar el contrato. Para Multiplex es algo tan importante como Penbury Manor para Makepeace and Son.
– ¡Espero que lo hagas mejor que yo! -exclamó Jane con una sonrisa.
– ¡Lo que si puedo decirte es que la negociación con los japoneses es aburridísima comparada con la que tuvimos que hacer contigo!
Comieron la tortilla y de postre uvas negras con queso de Brie. Jane había olvidado lo fácil que era hablar con Lyall, lo fácilmente que la hacía reír.
Lyall preparó café y lo tomaron en la sala, donde las puertas corredizas que conducían a la terraza seguían abiertas a la noche. Fuera el cielo era de un violeta oscuro sobre el brillo de las luces de la ciudad.
Se sentaron en ambos extremos de un sofá largo. Lyall encendió una lamparilla de mesa y su luz tenue eliminó la oscuridad, pero de alguna manera rompió la atmósfera que habían creado en la cocina, quedando una tensión que podía palparse.
«Una copa, una cena tranquila y camas separadas», pensó Jane. Era todo lo que él había ofrecido. Tenía que permanecer totalmente fría. Y tenía que decir algo para romper el silencio.
– ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? -dijo con voz ronca. Se aclaró la garganta y trató de beberse el café, esperando que Lyall no se diera cuenta de su nerviosismo.
– Dos semanas, quizá tres.
– ¿Es verdad que te vas a casar con Alan Good? -la voz de Lyall salió de repente de las sombras.
Era demasiado tarde para disimular. Jane lo miró, pero su cara estaba en sombras y no podía ver su expresión.
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