Lynsey Stevens - Volver a tus Brazos

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Shea había quedado devastada cuando su amor de juventud la había abandonado para seguir su carrera. Alex Finlay había sido toda su vida, ¿Cómo podía culparla de haberse refugiado en su primo en busca de consuelo?
Durante diez años, el pensamiento de que Shea se había casado con otro había acosado a Alex. Ahora volvía, rico y con éxito, para reunirse con la viuda. Nada parecía interponerse entre ellos excepto el secreto de Shea: Alex era el verdadero padre de su hijo.
Cuando descubrió la verdad, Alex quiso formar una familia con Shea. Sólo había una cosa que se lo impedía: no podía dejar de pensar en ella como la mujer de su primo.

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– Por el pasillo a la derecha -le indicó Alex-. No he cambiado mucho la distribución. Mi problema mayor ha sido la decoración.

Entraron en la enorme cocina, que parecía tener todos los electrodomésticos imaginables. Ella la recordaba oscura, pero Alex había cambiado las viejas encimeras marrones por unas brillantes de color crema que contrastaban con la madera de los armarios. El suelo era claro ahora y la habitación alegre y acogedora.

Subieron después la escalera curvada y Shea se movió con rapidez de una habitación a otra. Era evidente cuál de ellas era la de Alex. El traje que había llevado puesto por el día estaba colgado en una percha en la puerta del armario y en el borde de la cama gigante había un jersey arrugado.

Shea se fijó en todo sólo con asomar la cabeza desde el pasillo y estaba dispuesta a continuar cuando el cuerpo de Alex le interceptó la salida.

– Esta habitación es la que tiene mejores vistas, creo. Ven a echar un vistazo.

Shea cruzó por la espesa moqueta y salió por las puertas correderas a la terraza.

Alex tenía razón. La vista era maravillosa.

Cada músculo de su cuerpo se tensó y tuvo que inspirar en busca de aliento.

– Iba a venir a verte -dijo lo primero que se le pasó por la cabeza-. Para lo del alquiler añadió con rapidez por si acaso él la interpretaba mal.

– Pensé que era Aston el que se encargaba del asunto. Sin embargo, como ya te dije antes, preferiría tratarlo directamente contigo.

Su mirada quedó clavada en la de ella.

– No veo que haya necesidad, pero… -se encogió de hombros deseando poder decirle que se olvidara del asunto y salir de allí en el acto.

Pero se enorgullecía de ser una buena empresaria y no iba a arriesgar su negocio por su estúpido orgullo. Alzó la barbilla.

– Estoy dispuesta a negociar contigo las condiciones. Estaré en la tienda mañana todo el día si quieres pasarte por allí.

– Gracias -dijo él con sequedad-. Puede que lo haga.

Shea apartó la vista y la volvió de nuevo hacia el océano. La bahía se curvaba debajo de ellos y desde aquel punto aventajado, la línea costera se extendía hacia el norte, una pintoresca mezcla de follaje verde oscuro, una banda de color crema claro de arena y el agua oscura y bañada en oro mientras el sol se ponía por las montañas del oeste.

– ¿Recuerdas aquella playa? -preguntó Alex con voz ronca.

La intimidad de su tono hizo que Shea se volviera con brusquedad a mirarlo.

– ¿La playa? -repitió con voz débil y la boca seca de repente.

Por supuesto que la recordaba. ¿Cómo podría haberla olvidado? Pero hubiera apostado lo que fuera a que él sí la había olvidado.

– Pasábamos mucho tiempo ahí, ¿recuerdas?

Sí, tragó saliva de forma compulsiva. Lo recordaba todo. Los buenos tiempos. Y los malos.

– Eso fue hace mucho tiempo, Alex -declaró mientras daba unos pasos para alejarse de él y apoyaba las manos en la barandilla de hierro en busca de apoyo.

La vista era incluso más impresionante desde donde se encontraba ahora, pero Shea tuvo dificultad en concentrarse en ella. Era demasiado consciente del duro cuerpo de Alex tan cerca detrás de ella. Y sintió, más que escuchar, que él daba unos pasos silenciosos acortando la distancia entre ellos.

Ahora estaba justo detrás de ella y el vello de los brazos se le erizó cuando el codo de él rozó su piel.

– Siempre he asociado el sonido del mar contigo -su profunda voz la envolvió-. Con nosotros.

Capítulo 7

SHEA apretó los dedos contra la balaustrada hasta que le dolieron. El repetitivo sonido del mar, de los agudos gritos de las gaviotas se desvanecían bajo la luz del ocaso. Los sonidos quedaban ahogados por el eco grave de las palabras de Alex.

«Siempre he asociado el sonido del mar contigo».

«Y yo también», hubiera querido gritar ella.

Él no podía saber que, durante años, ella había tenido que recorrer calles y atajos para evitar aquella playa y no ver los árboles, la arena, las crestas blancas de las olas…

Pero por supuesto, no había podido tomar atajos para sus sueños. Cada vez que cerraba los ojos por las noches, los recuerdos de Alex habían vuelto siempre para torturarla.

– Recuerdo la forma en que el sol te quemaba el pelo hasta hacerlo casi blanco -la voz profunda de Alex seguía bañándola-, y cómo me perdía siempre en la profundidad de tus ojos verdes.

Alex había vuelto la cabeza y su cálido aliento le revolvió el pelo, el sensible lóbulo de la oreja, enviándole oleadas de sensaciones eróticas por todo el cuerpo.

– Y en mis sueños sentía la suavidad de tu cuerpo en mis brazos, paladeaba la sal del mar en tu piel…

– Alex, por favor…

Shea intentó apartarse de él, pero sus piernas parecían paralizadas y se negaron a obedecerla

– Yo también he invadido tus sueños, ¿verdad?

El erotismo de sus palabras roncas la alcanzó.

– ¿No es verdad, Shea?

Una oleada de puro deseo físico la sacudió y tuvo que agarrarse a la barandilla con frenesí. Hubiera querido arrojarse a sus brazos, quitarle la camiseta, deslizar los labios por la suavidad de su torso, sentir su duro cuerpo contra el de ella.

– Alex, no me hagas esto -le suplicó, destrozada, sintiendo la humedad de las lágrimas en las mejillas al darse la vuelta para mirarlo.

Sus ojos se encontraron y se quedaron clavados en los del otro y el ambiente que los rodeaba se cargó de sensualidad concentrada. Alex se movió como en cámara lenta, se inclinó hacia adelante hasta que su familiar boca reclamó la de ella.

Y Shea no hizo ningún movimiento para evitar aquel beso. De hecho, sospechaba que se había adelantado para recibirlo. Sólo sus labios se tocaron. Se abrieron. Se tocaron de nuevo. Y el corazón de Shea retumbó salvaje y tempestuoso contra su pecho. Los once años se desvanecieron en cuestión de segundos.

Y sus labios no eran suficiente. Necesitaba mucho más. Quería tener sus brazos alrededor de ella. Soñaba con sentir la embriaguez de su dureza contra ella. Se moría porque él formara parte de ella, de la forma en que lo solía hacer.

– ¿Mm? ¿Alex? ¿Dónde estás?

La joven voz de Niall penetró en el torrente de deseo que tenía paralizada a Shea.

E incluso entonces, le costó moverse, romper el lazo de pasión intoxicante que parecía controlarlos a los dos. Con un ronco gemido, puso la mano en el pecho de Alex y casi lo empujó antes de apartarse para mirar a su hijo.

– Pensábamos que os habíais perdido -dijo Niall con naturalidad al entrar al dormitorio y verlos a través de las puertas abiertas de la terraza.

¿Los habría visto Niall? Y si los había visto, ¿qué habría pensado?

– ¿Habéis terminado la partida? -preguntó Alex con la misma naturalidad-. ¿Quién ha ganado?

Niall se encogió de hombros con resignación.

– Pete. Es normal. Creo que voy a tener que practicar un poco.

– Creo que deberíamos irnos.

Shea entró en la habitación y se sobresaltó cuando Alex encendió la luz. El brillo la hizo aún más consciente del ardor que sentía y sintió que el rubor se le subía a las mejillas bajo la mirada de su hijo.

– Tu abuela se estará preguntando dónde estamos.

– La abuela sabe que estamos con Alex -dijo Niall con tranquilidad como si estar con Alex fuera algo rutinario.

– Bueno, pues la madre de Pete estará empezando a preocuparse.

– Oh, ella sabe que estoy con Niall y con Alex -dijo Pete desde el pie de la escalera-. No se preocupe, señora Finlay.

Shea se detuvo en la puerta principal, se dio la vuelta para mirar a Alex y deslizó la mirada desde su cara a la seguridad del suelo.

– Gracias por estar con los niños. Espero que no… que no te hayan entretenido mucho. Con la pintura y… bueno, todo.

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