– Antes no eras así, Georgia -dijo él, bajando la voz.
Georgia se dijo que debía acabar la conversación antes de comenzar a decir cosas de las que se arrepentiría. Pero había perdido el control y las palabras brotaban de su boca como un torrente.
– ¿Cómo? -gritó.
– Amarga y hostil.
«Oh, Jarrod», hubiera querido exclamar su corazón destrozado. Claro que actuaba con amargura y hostilidad. Porque todavía sufría, y la culpa la tenía él.
– Será que estoy envejeciendo -dijo en alto, con tono de resignación-. Estaré volviéndome más cínica. La vida nos cambia a todos, así que no te preocupes, Jarrod. No pienso entrar en el camino de la perdición como tu novia de los Estados Unidos.
– Ginny no era mi novia -dijo Jarrod, exasperado y con todo el cuerpo en tensión.
– Eso dices -dijo Georgia, en contra de su voluntad.
– Y nunca fuiste vengativa.
– Tal vez la experiencia me haya enseñado a serlo -dijo Georgia, apretándose lo más posible contra la puerta para dejar de sentir la proximidad asfixiante de Jarrod.
Pero, espantada, vio cómo su mano se movía sin que le diera la orden de hacerlo y se posaba sobre el brazo de Jarrod. El placer de sentir el calor de su piel a través de la camisa fue superior al dolor que le producía. Se quedó sin respiración. Sus pulmones dejaron de funcionar al tiempo que los latidos de su corazón se aceleraban hasta ensordecerla.
Y durante lo que pareció una eternidad ninguno de los dos se movió, hasta que, finalmente, Jarrod alzó la mano y cubrió con ella la de Georgia. Durante unos segundos, sus dedos acariciaron los de Georgia, hasta que ésta retiró la mano como si se hubiera quemado, y la apretó en un puño sobre el regazo.
– Georgia.
Jarrod pronunció su nombre con un timbre doloroso y Georgia, en lugar de alegrarse de haberlo arrastrado al límite, temió estar jugando con fuego, darse cuenta de que sus emociones eran como paja seca que una chispa podría prender con la misma pasión con que habían ardido en el pasado.
Oyó el aire escapar de la garganta de Jarrod y sintió sus ojos clavados en su cabeza. Exclamando algo entre dientes, Jarrod dio al contacto y el ruido del motor rasgó los sensibles oídos de Georgia.
– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo él, secamente-. Tienes que actuar.
Se unieron al tráfico de la carretera y continuaron el camino en silencio. Al llegar al aparcamiento vieron la furgoneta de Lockie con la rueda pinchada y, antes de que se bajaran del coche, Morgan salió a recibirlos.
– Menos mal que habéis llegado. Lockie está como loco creyendo que no vas a venir a tiempo. Cree que Jarrod te ha secuestrado -se volvió hacia Jarrod con una sonrisa coqueta.
– Subimos al escenario en menos de media hora -dijo Georgia, caminando hacia la entrada.
– ¿De verdad? -dijo Morgan, sarcástica-. Date prisa, Georgia, con lo vieja que eres vas a tener que dedicar un buen rato a maquillarte -se volvió hacia Jarrod-. A veces actúa como si fuera una abuela.
Avanzaron por un pasillo hasta que Morgan se detuvo.
– Jarrod, entra por ahí -le instruyó, ajena a la tensión que había entre los otros dos-. Nos han reservado una mesa en la primera fila. Voy a ayudar a Georgia a cambiarse.
Jarrod dirigió una mirada sombría a Georgia y las dejó, mientras Georgia intentaba apartar de su mente la escena del coche.
Aturdida, se quitó el traje de chaqueta y se puso el vestido esmeralda que Mandy solía usar en las actuaciones.
– ¿Qué tal te queda la parte de arriba? -preguntó Morgan mientras Georgia se ataba los botones con dedos temblorosos-. La he sacado lo más posible, tal y como me pediste.
Georgia se estiró la falda y los flecos de las mangas.
– Se nota que no está hecho a medida -dijo Georgia, haciendo una mueca y preguntándose si se atrevería a salir del camerino con aquel vestido.
Morgan suspiró irritada.
– Bueno, tienes más delantera que Mandy, Georgia. Limítate a no hacer ningún movimiento brusco o los chicos del público nos aplastarán para poder subirse al escenario.
– Por favor, Morgan -gimió Georgia, estirándose la parte de arriba del vestido.
La falda se le ajustaba a las caderas y podía haber sido hecha para ella, pero la parte de arriba se ceñía a sus senos, marcándoselos más de lo que Georgia hubiera querido. Se miró en el espejo y se ruborizó, pero ya era demasiado tarde como para introducir algún cambio.
A toda prisa se puso rímel, colorete para disimular su palidez y se pintó los carnosos labios. El rostro que le devolvió el reflejo le recordó a una mujer que no había visto en mucho tiempo, y eso le hizo pensar en lo poco que se ocupaba de sí misma. Siempre iba bien vestida y cuidada, pero la Georgia Grayson que la miraba desde el espejo estaba viva, le brillaban los ojos y el cabello, normalmente recogido, le caía en suaves hondas sobre los hombros.
Tomó aire y el movimiento llamó su atención sobre la curva de sus senos. La ropa suelta que solía llevar a trabajar no marcaba tanto la voluptuosidad de sus formas.
– Morgan, no puedo salir así.
– ¡Tonterías! Estás guapísima, Georgia. Los chicos van a quedarse con la boca abierta. No puedo comprender cómo no hay una fila de hombres llamando a la puerta.
Georgia se estremeció.
– Si es una piropo, gracias. Pero te aseguro que no me interesa lo más mínimo -añadió con tristeza.
– ¡Eres inaguantable, Georgia! -Morgan se apoyó en el marco de la puerta-. A veces me gustaría sacudirte. Parece que tienes cincuenta años. Te portas como si fueras una solterona enterrada en una librería.
Georgia se ruborizó.
– Por favor, Morgan, no hables así. Me estás insultando -dijo, enfadada-. ¿Por qué eres tan desagradable?
– Me limito a decir lo que pienso. Soy muy sincera.
– La frontera entre la sinceridad y la grosería es muy difusa.
– Perdóname, hermana, pero a veces la verdad duele. ¿Sabes a quién me recuerdas? -dijo Morgan, altanera-. A la tía Isabel. Siempre fría y distante. Nunca te lo pasas bien. ¿A qué dedicas el tiempo? A trabajar. A estudiar. Nunca te ríes. Es como si llevaras puesto un corsé. Siempre te metes conmigo pero al menos yo estoy viva y saboreo la vida.
Saborear la vida. Las palabras de Morgan fueron como una bofetada para Georgia. Ella ya había saboreado todo lo que le correspondía. Se había empachado de tal manera que todavía sentía náuseas.
Morgan dejó escapar el aire sonoramente.
– Está bien, perdona, Georgia. A veces consigues irritarme, pero ahora no es el momento. Tenemos que salir.
Georgia reprimió un gemido, mezcla de indignación y abatimiento.
– He sido una idiota dejando que Lockie me convenciera -dijo, frotándose las frías manos.
– No tienes por qué estar nerviosa -dijo Morgan, suavemente-. El ensayo de anoche salió fenomenal. Aunque cantes la mitad de bien, tienes el éxito asegurado.
– Eso espero -murmuró Georgia.
Morgan sonrió y se dio la vuelta. Se detuvo y miró a su hermana.
– Y no te preocupes, Georgia -le señaló el vestido-. A Dolly Parton no le fue mal luciendo sus curvas.
Antes de que Georgia pudiera contestar, Morgan había desaparecido y la música comenzó a sonar. Georgia se mordió el labio y gimió. Los Country Blues estaban tocando un tema instrumental. Después tocarían una selección de temas de John Denver y luego Lockie presentaría a Georgia. Había llegado el momento de acercarse a la parte de atrás del escenario y esperar a que la llamaran.
Fría. Seria. Distante. Una solterona. ¿Había dicho Morgan todo eso? La joven no sabía lo cruel que podía ser. Sólo cuatro años antes, esos adjetivos hubieran sido lo contrario de lo que era Georgia.
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