Lisa Jackson - El Destino Aguarda

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Cuando Thorne McCafferty regresó apresuradamente al rancho familiar, lo único en lo que pensaba era en si su hermana Randi sobreviviría al accidente por el que estaba en el hospital. En ningún momento se esperaba que la doctora de urgencias que la había atendido fuera un viejo amor.
Nicole Stevenson nunca había olvidado la pasión de juventud que había compartido con Thorne… ni el daño causado por un rechazo para el que no había habido la más mínima explicación. Ahora había madurado y, sin embargo, él seguía teniendo la habilidad de hacer que se sintiera como una torpe chiquilla. Aunque, de todos modos, ¿cómo podía encajar un ejecutivo millonario en su tranquila vida de madre soltera?

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– Porque eres idiota -dijo y terminó de descargar el coche.

Recordó el momento en que lo vio por primera vez, el verano antes de su último año de instituto. Él estaba allí solo, estaba anocheciendo, el cielo brillaba con tonos rosados sobre las colinas del oeste y las primeras estrellas comenzaban a brillar en la noche. El calor del día pendía del aire con sólo una brisa que levantaba su cabello y rozaba sus mejillas. Estaba sentada en una manta, sola, su mejor amiga la había dejado tirada en el último momento para irse con su novio y de pronto había aparecido Thorne, alto, fornido, con una camiseta que le marcaba los hombros y unos vaqueros de cadera baja desteñidos.

– ¿Está reservado este sitio? -le había preguntado y ella no había respondido porque pensaba que estaba hablando con otra persona-. Perdona -había vuelto a decir y Nicole había alzado la cara para mirar a esos intensos ojos grises que la atraparon y no la dejaron marchar-. ¿Puedo sentarme aquí?

Nicole no podía creer lo que había oído. Había docenas de mantas tiradas por la hierba de la colina, cientos de personas reunidas y tomando un picnic mientras esperaban a que empezara el show, ¿y él quería sentarse precisamente allí? ¿A su lado?

– Bueno… claro -había logrado responder a pesar de sentirse como una completa estúpida y la cara ardiéndole de la vergüenza.

Él se había sentado a su lado sobre la manta, con los brazos sobre sus rodillas dobladas, la espalda curvada y el cuerpo tan cerca del de ella que Nicole podía oler el aroma a colonia o a jabón, ya que apenas los separaban escasos centímetros. De pronto le fue imposible respirar.

– Gracias -había dicho él en voz baja, con una blanca sonrisa que destacaba sobre una barbilla marcada y ensombrecida por el rastro de una barba-. Soy Thorne McCafferty.

Por supuesto, Nicole había reconocido el nombre. Había oído los rumores y los cotilleos que giraban en torno a su familia. Incluso había visto a sus hermanos pequeños en una ocasión o dos, pero nunca había tenido delante al hermano mayor. Nunca en la vida había sentido su corazón golpear de ese modo tan salvaje por el hecho de que un hombre, porque eso era él, la estuviera mirando de ese modo con unos ojos del color del acero.

Cinco o seis años mayor, parecía estar a años luz de ella en lo que respectaba a la sofisticación. Había estado en la universidad en alguna parte de la Costa Este, en una de las más prestigiosas, aunque no podía recordar cuál.

– Supongo que tendrás un nombre -él torció los labios en una sonrisa y ella se sintió más tonta todavía.

– Ah, claro… soy Nicole Sanders -comenzó a alargar la mano hacia él, pero la dejó caer.

– ¿Y así te llaman? ¿Nicole?

– Sí -tragó saliva y desvió la mirada. Tras aclararse la voz, añadió-: A veces me llaman Nikki -se sentía como una niña pequeña con su cola de caballo, sus vaqueros recortados y una camisa sin mangas atada por encima del ombligo.

– Nikki. Me gusta -arrancó una larga brizna de hierba seca, se la metió en la boca y Nicole lo observó mientras la movía de un lado a otro de su sexy boca. Sí, él era sexy. Más masculino que cualquier chico que hubiera conocido nunca-. ¿Vives por aquí?

– Sí, en la ciudad. En Aider Street.

– Lo recordaré -le prometió, y el tonto corazón de Nicole despegó-. Aider.

¡Dios! Nicole creyó que se moría. Allí mismo. Él le guiñó un ojo, se estiró y se echó hacia atrás apoyándose en los codos. Y así, la observó a ella y al cielo, que ya empezaba a oscurecerse.

A la vez que los fuegos artificiales habían estallado en el cielo formando brillantes destellos verdes, amarillos y azules, Nicole Francés Sanders había pasado la noche viviendo un delicioso tormento adolescente y, sin pensar en las consecuencias, había comenzado a enamorarse.

Parecía que hubieran pasado miles de años desde ese momento mágico. Pero, le gustara o no, incluso ahora, de pie en su pequeña y acogedora cocina, sintió la emoción que siempre había experimentado estando al lado de Thorne.

– No vayas por ahí -se advirtió, con las manos aferradas tan fuertemente al borde de la encimera que le dolieron los dedos-. Eso pasó hace mucho, mucho tiempo -un tiempo que, sin duda, Thorne ya no recordaba.

Esperó hasta dar de cenar a las niñas, bañarlas y contarles un cuento antes de marcar el número del rancho, a pesar de darle pánico hablar con él.

Thorne respondió al segundo tono.

– Rancho Flying M. Habla con Thorne McCafferty.

– Hola, soy Nicole. ¿Me has llamado? -preguntó mientras las niñas correteaban por la casa.

– Sí, pensé que deberíamos vernos.

Casi se le cayó el teléfono de las manos.

– ¿Vernos? ¿Para?

– Para cenar.

«¿Una cita?». ¿Estaba pidiéndole que saliera con él? El corazón comenzó a palpitarle con fuerza y por el rabillo del ojo vio la rosa con sus suaves pétalos blancos que empezando a abrirse.

– ¿Por algún motivo en especial?

– Por más de uno, a decir verdad. Quiero hablar contigo sobre Randi y el bebé. Sobre sus tratamientos, lo que ocurriría si no podemos encontrar al padre del niño, los cuidados y la rehabilitación para Randi cuando salga del hospital. Esa clase de cosas.

– Ah -se sintió extrañamente decepcionada-. Claro, aunque sus médicos hablarán de todo esto con vosotros.

– Pero ellos no son tú -el suave tono de voz de Thorne, casi un susurro, volvió a elevar el pulso de Nicole.

– Son profesionales.

– Pero no los conozco. No confío en ellos.

– ¿Y en mí sí confías? -preguntó sin poder evitarlo.

– Sí.

Las gemelas entraron en la habitación con gran estruendo.

– Mami, mami, ¡me ha pegado! -Molly gritó, furiosa, mientras Mindy sacudía la cabeza con aire de solemnidad.

– No he sido yo.

– Claro que sí.

– Tú me has pegado primero -Molly comenzó a llorar.

– Thorne, ¿puedes perdonarme? Mis hijas están en medio de su pequeña guerra.

– Ah, no sabía… -se detuvo durante un segundo y mientras ella se arrodilló, estirando el cable del teléfono, y le dio un abrazo a Molly-. No sabía que tuvieras hijos.

– Dos niñas, no paran. Estoy divorciada -añadió rápidamente-. Ya hace casi dos años.

¿Había oído un suspiro de alivio por parte de Thorne o se lo había imaginado entre los sollozos de Molly?

– Hablamos luego -le dijo él.

– Sí -respondió ella y colgó. Abrazó a las dos niñas, pero sus pensamientos ya estaban centrándose en Thorne y en ellos dos a solas. No podía hacerlo. Aunque él había intentado disculparse por haberla dejado y ella había pasado años fantaseando con que ese momento se produjera, no se arriesgaría a estar con él otra vez. Ya no era sólo su corazón por el que tenía que preocuparse, también tenía que pensar en las niñas.

Aun así… a una parte de ella le encantaría volver a verlo, sonreírle, besarlo… Se detuvo. ¿Pero en qué estaba pensando? El beso en el aparcamiento había sido apasionado, salvaje y le había evocado recuerdos de hacía tiempo, pero fue el beso en la mejilla el que le había llegado más hondo; esa suave caricia de los labios de Thorne sobre su piel le había hecho querer más.

– Para -se dijo.

– ¿Que pare qué? -Mindy miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Yo no lo he hecho!

– Lo sé, cielo, lo sé -respondió Nicole, decidida a no permitir que Thorne McCafferty entrara en su vida… en su corazón.

Thorne entró en el granero y se sacó a Nicole de la mente. Tenía demasiados problemas de los que ocuparse. Además de Randi y del bebé, había unas respuestas que encontrar sobre el accidente y, por supuesto, estaban las siempre presentes responsabilidades que había dejado en Denver y que a pesar de encontrarse a cientos de kilómetros, seguían requiriendo su atención.

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