Liz Fielding - Amores Olvidados

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Tenía que luchar por el hijo que hasta hacía poco no había sabido que tenía…
Fleur Gilbert y Matt Hanover se habían casado en secreto, creyendo que el amor que sentían el uno por el otro podría acabar con la disputa que enfrentaba a sus familias. Pero se habían equivocado.
Seis solitarios años más tarde, Fleur había dejado de soñar con volver a ver a Matt. Sin embargo, Matt no había podido olvidarla… ni perdonarla. Y cuando se enteró de que su matrimonio de una sola noche había dado como resultado un hijo al que no conocía, decidió recuperar al niño… ¿Y a su mujer?

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– Por Dios bendito -murmuró Matt.

– Tuvimos que hacerlo. Y quizá nuestro matrimonio habría funcionado si Jennifer y Seth no se hubieran casado, si no viviéramos tan cerca. Si Jennifer no hubiera descubierto, demasiado tarde, que estaba enamorada de Phillip.

– Mamá…

– Yo acabé odiándola. Y a él. Seth sabía lo que había hecho y nunca entendí por qué se casó con ella. Pero ahora entiendo que también fue culpa mía. Seth me había jurado que no estuvo con Jennifer en el granero y yo no quise creerlo.

– ¿Por que se casó con mi madre entonces? -preguntó Fleur.

– Me lo ha contado hoy. Me ha dicho que había perdido a la mujer de la que estaba enamorado, así que le daba igual con quién se casara. Y Jennifer le juró que sólo había mentido porque lo quería.

De modo que ésa era la historia de los Hanover y los Gilbert.

Katherine Hanover levantó la mirada entonces.

– Y creo que, además de arruinar nuestras vidas, hemos arruinado las vuestras, ¿verdad?

Fleur no sabía qué decir, pero Matt apretó la mano de su madre.

– No, mamá. Eso lo he hecho yo sólito, pero estamos intentando solucionarlo.

– No fuiste sólo tú, Matt -suspiró Fleur.

– Seth necesitará cuidados cuando vuelva a casa y tú tienes que encargarte de todos los preparativos para la feria de Chelsea -dijo Katherine entonces.

– Yo me encargo de eso -anunció Matt.

– ¿Tú? -exclamó Fleur.

– Si me dejas, claro.

– Ah, estupendo, estupendo -sonrió Katherine-. Mira, sé que no tengo derecho a pedirte esto, pero ¿podría cuidar de tu padre? Cuando salga del hospital. Dame una oportunidad para arreglar las cosas, Fleur.

– Todos nos merecemos una oportunidad, señora Hanover.

– Katherine -dijo ella. La mujer segura de sí misma, arrogante, había desaparecido y, en su lugar, había una mujer suplicante, una mujer todavía enamorada quizá después de tantos años-. Por favor, deja que lo haga.

Y, en ese momento, Fleur supo que no podría negarse.

– Muy bien, Katherine.

– Ahora lo entiendo todo -suspiró Fleur después, cuando volvían a casa-. Nunca lo había pensado, pero creo que mis padres no podían soportarse. Él se pasaba todo el día trabajando y ella gastándose su dinero. Era como si intentara arruinarlo. Y mi padre no hacía nada por impedirlo.

– Sí, la verdad es que era para sentir compasión.

– Desde luego. Pero supongo que ha llegado el momento de dejar atrás el pasado y pensar en el futuro.

– Eso digo yo -sonrió Matt-. Así que, ¿cuándo va a invitarme a merendar, señora Hanover?

No hubo ningún drama, ni necesidad de complicadas explicaciones. Fleur fue a buscar a Tom al colegio esa tarde y le dijo:

– Tu padre va a venir a merendar.

– ¿Ah, sí? ¿Y podemos tomar helado?

Así de sencillo. Con los niños todo era muy sencillo porque no tenían rencores, ni malicia, ni sospechas. Ni orgullo.

Cuando llegó Matt, Tom sonrió de oreja a oreja.

– ¿Vas a enseñarme a usar la sierra mecánica?

– No la he traído, hijo. Pero tengo una pelota de fútbol. Está firmada por todo el equipo del Chelsea. ¿Quieres que juguemos con ella?

Salieron al jardín y estuvieron un rato pateando la pelota firmada, volviendo loca a la pobre Cora mientras Fleur gritaba que la merienda estaba lista.

Después, cuando Matt subió con Tom a su habitación para leerle un cuento y arroparlo, el niño arrugó la nariz.

– ¿Vas a venir a vernos otra vez, papá, o tienes que irte a otra aventura?

Matt tuvo que hacer un esfuerzo para controlar las lágrimas.

– Voy a estar aquí todo el tiempo, Tom. No pienso marcharme nunca más.

– Bueno.

– ¿Aventuras? -le preguntó a Fleur después, cuando bajó al salón.

– Cuando me preguntó por su padre, le dije que estabas por todo el mundo viviendo aventuras -contestó ella-. Es que entonces le estaba leyendo Las aventuras de Simbad, el marino. Así que prepárate a inventar monstruos y ballenas asesinas.

– Ah, gracias.

– Eres su héroe. No lo decepciones.

– Eso no me lo pone nada fácil.

– Oye, Matt…

– ¿Sí?

– Lo que le has dicho a Tom de que no ibas a marcharte nunca…

– ¿Sí?

– Pues… que puedes dormir aquí, si quieres -dijo Fleur por fin, poniéndose colorada hasta la raíz del pelo.

– No, es mejor que no -contestó él.

– ¿No?

– No, aún no. ¿Has hablado con Derek Martin sobre la oferta por el granero?

Fleur tragó saliva. La había rechazado. Acababa de hacerle proposiciones a su marido y él la había rechazado.

– Las cosas han cambiado. Puede que mi padre no quiera venderlo.

– No tiene muchas más opciones.

– ¿No?

– Puede que haya encontrado a su verdadero amor, pero sigue estando al borde de la ruina. No dejes que los sentimientos te arruinen un buen negocio.

– Ah, claro, no se puede dejar que los sentimientos dicten nuestras acciones -replicó ella, irónica.

Habían pasado tantas cosas positivas esos días…

¿Se habría equivocado con Matt? ¿Habría oído sólo lo que quería oír?

Por supuesto que sí. Él sólo estaba allí por Tom, pensó. Lo había conseguido y ya no la necesitaba a ella para nada.

– No hay sitio para los sentimientos en los negocios, Fleur. No podéis seguir como hasta ahora. Tienes que hablar con tu padre del futuro, de qué vais a hacer con la empresa.

Eso era fácil de decir, pero cuando uno trabajaba día y noche sólo para pagar facturas, era difícil hacer planes de futuro.

– Yo tengo un par de ideas -añadió Matt al ver que ella permanecía en silencio-. Si quieres hablar, llámame. Estaré aquí mañana a primera hora para darle la vuelta a los tiestos.

Fleur habría querido decirle que no se molestara, que podía hacerlo ella misma, pero la verdad era que lo necesitaba. Aunque tuvo que morderse la lengua para no preguntar por qué estaba portándose tan bien con ella.

Sabía por qué, además. Por el niño.

– Gracias, Matt.

Cuando se marchó, Fleur entró en casa y decidió hacerle caso. De modo que se acercó al teléfono para decirle a Derek Martin que aceptaba la oferta por el granero. Al menos, así el dinero no sería un problema.

Pero antes de que pudiera descolgarlo, el teléfono empezó a sonar.

– ¿Dígame?

– No habrás olvidado que tenemos una cita mañana, ¿verdad, Fleur?

Matt.

– ¿Una cita?

– Nuestra primera cita, si no me equivoco.

– ¿Y las citas en el granero?

– Esas no eran citas, Fleur. Puede que tú no lo sepas, pero para que sea una cita uno tiene que llamar por teléfono a la chica y pedirle que salga con él. Y luego debe ir a buscarla, ser amable, despedirse después con un beso en la puerta y volver a casa pensando que es el hombre más afortunado del mundo.

– Podrías haberte quedado a dormir aquí -le recordó ella.

– Mira, Fleur, yo soy humano. Y me ha costado un esfuerzo increíble decirte que no.

– ¿Pero… por qué?

– Porque te lo debo.

– ¿Perdona?

– Te debo muchas cosas, muchas citas. Quiero que hagamos esto como deberíamos haberlo hecho desde el principio.

Fleur se llevó una mano a la boca para contener un gemido de emoción. Para no decirle que dejara de hacer el tonto y apareciese en su casa de inmediato.

– Muy bien -dijo, en cambio-. ¿Nuestra primera cita? ¿Y qué vamos a hacer?

– Te recuerdo que estamos invitados a cenar en casa de los Ravenscar.

– Ah, es verdad.

– Y creo recordar que te lo pedí de muy malas maneras.

– Sí, es verdad.

Al otro lado del hilo sonó un suspiro.

– En fin, esperaba que se te hubiera olvidado.

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