Liz Fielding - Amores Olvidados

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Tenía que luchar por el hijo que hasta hacía poco no había sabido que tenía…
Fleur Gilbert y Matt Hanover se habían casado en secreto, creyendo que el amor que sentían el uno por el otro podría acabar con la disputa que enfrentaba a sus familias. Pero se habían equivocado.
Seis solitarios años más tarde, Fleur había dejado de soñar con volver a ver a Matt. Sin embargo, Matt no había podido olvidarla… ni perdonarla. Y cuando se enteró de que su matrimonio de una sola noche había dado como resultado un hijo al que no conocía, decidió recuperar al niño… ¿Y a su mujer?

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– ¡Vamos, niños, a cenar! -los llamó Sarah-. Despedíos del señor Hanover.

– Adiós -dijo Tom, antes de echar a correr hacia la casa.

Tardó casi toda la tarde en terminar el trabajo, pero cuando se marchó Fleur no había vuelto a casa. Cuando por fin sonó el teléfono, Matt estaba a punto de irse a la cama, un poco nervioso por la hora.

– Fleur, ¿ocurre algo?

– No, no. Todo está bien. Ay, perdona, no me había dado cuenta de que era tan tarde.

– No pasa nada.

– Sólo quería darte las gracias por cortar los arbustos. Pero no deberías…

– No ha sido nada. Además, me ha venido bien el ejercicio -la interrumpió él-. ¿Cómo está tu padre?

– Mejor, no para de hablar de sus fucsias. Bueno, intenta hablar, pero todavía no puede. Oye, Tom me ha dicho que te ha conocido esta tarde.

– Sí.

No dijo nada más. No podía.

– Va a dormir en casa de Sarah esta noche por si tengo que salir corriendo al hospital. Mi padre está bien, pero por si acaso.

– Claro, lo comprendo.

– Matt… he llamado para decirte que se lo he contado todo a mi padre. Le he contado cómo nos conocimos y que nos casamos en secreto. Y que eres el padre de Tom.

– ¿Y cómo se lo ha tomado?

– Muy bien, mucho mejor de lo que yo esperaba. Pero, claro, estaba sedado.

– Supongo que ha sido una suerte -sonrió Matt.

– Se lo ha tomado bien, de verdad.

– ¿Ha dicho algo?

– Sólo quería saber si te quería.

El corazón de Matt empezó a latir con fuerza.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– La verdad. Nada más que la verdad. Le he contado toda la historia, desde el principio. Desde que te sacaba la lengua en el jardín cuando tenía cinco años… Bueno, lo que quería decirte es que puedes contárselo a tu madre.

– Muy bien. ¿Y cuándo vas a contárselo a Tom?

– Me ha hablado de vuestro encuentro esta tarde. Estaba muy impresionado con la sierra mecánica -dijo Fleur-. De hecho, me ha dicho que deberíamos invitarte a merendar para darte las gracias.

– ¿Ha dicho eso de verdad?

– Yo creo que ha sido idea de Sarah. Tengo la impresión de que ahora le ha dado por hacer de casamentera.

– Yo creo que es algo más -dijo Matt entonces.

– No te entiendo.

– Ha ocurrido algo esta tarde… un gesto de Tom, algo de lo que Sarah se ha dado cuenta. No me ha dicho nada, pero sé que ha visto el parecido.

– Pero ella no me ha dicho una palabra.

– Mejor. Dile a Tom que iré a merendar encantado.

– Muy bien. Bueno… ya te diré… cuándo.

Fleur colgó el teléfono y se llevó una mano al corazón. Hablar con Matt todavía conseguía ponerla nerviosa. Y aún quedaba el encuentro entre los tres, Tom, Matt y ella.

Suspirando, subió a su habitación y se tiró sobre la cama, agotada. Había puesto el despertador a las seis de la mañana, pero le pareció que saltaba la alarma en cuanto apoyó la cabeza en la almohada.

Diez minutos más, pensó. Sólo diez minutos…

Cuando volvió a abrir los ojos, sobresaltada, tomó el despertador y comprobó que eran las ocho.

¡Las ocho!

Había perdido dos horas. Dos horas que necesitaba desesperadamente. Los tiestos que iban a llevar a la feria de Chelsea tenían que ser girados al amanecer para asegurarse de que las flores crecían apropiadamente. Había cientos de ellos y se tardaba un siglo…

Tenía que llamar al hospital.

Tenía que comprobar el invernadero, el riego, la calefacción. Todo lo que no había podido hacer el día anterior.

Fleur corrió escaleras abajo, poniéndose el chándal sobre el pijama, sin molestarse en pasarse un cepillo por el pelo, sin desayunar, sin tomar una taza de té. Lo único que quería era llamar al hospital.

– ¿Oiga? ¿Puede ponerme con la habitación 206? Soy Fleur Gilbert y… -Fleur se quedó callada de repente-. ¿Matt?

Matt, que estaba en el invernadero, levantó la mirada, pero siguió trabajando, moviendo cada tiesto, comprobando el estado de cada uno por si las flores tenían algún daño.

– ¿Qué haces aquí?

– Como tu padre está en el hospital, he pensado que alguien tenía que hacer esto.

– ¿Señorita Gilbert? ¿Es usted la señorita Gilbert? -dijeron al otro lado de la línea.

– Sí, sí, soy yo…

Un minuto después, Fleur entraba en el invernadero.

– ¿Todo bien?

– Le están haciendo pruebas. No puedo ir a verlo hasta la tarde.

– Ah, claro. ¿Quieres un café?

– ¿Qué?

Matt señaló un termo que había sobre la mesa.

– No estarás buscando trabajo, ¿verdad?

– Eso depende. ¿Qué incentivos me ofreces?

Fleur estuvo a punto de decir que podía pedirle lo que quisiera, incluido su cuerpo. Pero no era en ella en quien estaba interesado, sino en Tom. Así que, en lugar de hacer el ridículo más completo, levantó el termo y preguntó, con una sonrisa en los labios:

– ¿Un café?

Capítulo 9

– El café me parece muy bien -dijo Matt, sin dejar de mover los tiestos-. Pero no tienes que quedarte. Puedes ir a darle un beso a Tom antes de que se vaya al colegio.

Fleur se apartó el pelo de la cara, confusa. Cuando lo había visto en el invernadero no se había enfadado, todo lo contrario. Había sentido una alegría inmensa. Primero los arbustos, ahora aquello…

Era lo que siempre había soñado, la vida que siempre había soñado, los dos juntos, trabajando juntos, viviendo juntos…

Pero no tenía nada que ver con ella, sólo con Tom. Sólo quería demostrarle que lo necesitaba, que el niño estaría mucho mejor con él.

– Si no te importa que me vaya…

– No, claro que no. Yo me encargo de todo esto.

– Bueno, entonces nos vemos luego, supongo.

A Matt le temblaban las manos. Desde que la había visto en pijama, despeinada, con esos ojos de sueño… La deseaba tanto… Quería abrazarla como lo hacía antes, sin preguntas, sin dudas, sin vacilaciones. Quería sentirla entre sus brazos, sentir la conexión perfecta que había entre ellos trascendiendo la necesidad de palabras.

Había escondido sus sentimientos de tal modo, se había concentrado de tal manera en levantar un imperio que nadie pudiera arrebatarle, que casi se había convencido de que Fleur no le importaba, de que no había nada en Longbourne que pudiera interesarle.

Y entonces había llegado ese recorte de periódico y toda su vida se había puesto patas arriba de nuevo.

Y ahora sabía que sólo el orgullo, el estúpido orgullo, había impedido que viera la verdad, que volviera a casa.

Y daba igual lo que hubiera pasado, lo que Fleur hubiera hecho, porque seguía deseándola como la había deseado cuando era un crío, como la había deseado cuando se casó con ella. Y tenía que demostrárselo como fuera.

– Fleur…

– ¿Sí?

Ella estaba mirándolo, con la espalda apoyada en la puerta del invernadero, sin darse cuenta de que alguien la había abierto. Y, de repente, cayó hacia atrás, a los brazos de… Charlie Fletcher.

– ¡Charlie! ¿Qué haces aquí?

Charlie Fletcher la había tomado por la cintura para evitar que cayera al suelo, pero la sujetó durante mucho más tiempo del necesario, en opinión de Matt.

– Acabo de enterarme de lo de tu padre. ¿Por qué no me has llamado? Habría venido de inmediato si… Ah, vaya -dijo Charlie entonces, mirando a Matt sin poder disimular un gesto de absoluta sorpresa-. ¿Puedo hacer algo por ti, Fleur?

A Matt le entraron ganas de darle un puñetazo, pero una vocecita le decía: «Seis años. Te fuiste y estuviste seis años fuera de aquí, sin escribirle ni una sola vez, sin una sola llamada de teléfono».

Entonces el tiesto que tenía en las manos explotó, enviando tierra, flores, fragmentos de plástico y una fucsia potencialmente ganadora de la medalla de oro al suelo de terracota que se había instalado cuando la reina Victoria estaba todavía en el trono.

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