No dividir la vida de Tom entre los dos, sino estar juntos.
– ¿Quién va a buscar a Tom al colegio? -preguntó, mientras servía una taza de té.
– Sarah.
– ¿Yo puedo hacer algo?
– No, gracias. Ya has hecho más que suficiente.
En realidad, ni siquiera había empezado a hacer nada, pero no lo dijo.
– En ese caso, y si prometes comerte el sándwich, te dejaré en paz.
Fleur no pudo evitar un gesto de sorpresa, de desilusión. O quizá eso fuera lo que él quería ver.
– Sí, claro. Supongo que tendrás un millón de cosas que hacer.
– No tengo tantas cosas que hacer. Y, en cualquier caso, puedes llamarme cuando me necesites.
– No hace falta, de verdad.
Parecía muy decidida, muy segura.
– Siento haber sido tan antipática antes. La verdad es que te agradezco que estuvieras aquí cuando vino el perito.
– No es nada -sonrió Matt-. Tienes mi número de teléfono. Llámame cuando quieras. Día y noche. Y no olvides llamar a Derek Martin, dile que estás interesada en una oferta seria por el granero.
– ¿Y los planes de tu madre?
«No me importan tanto como los tuyos», pensó él.
– Si tanto desea ese granero, estará dispuesta a pagar lo que le pidas -contestó Matt-. Y a ser amable, además.
Fleur se tomó su tiempo para comerse el sándwich.
Debería ponerse a hacer planes, a solucionar los problemas que presentaba la ausencia de su padre, pero no podía dejar de pensar en Matt. Cuando lo había visto en el invernadero, mientras el médico examinaba a su padre, tuvo que hacerse la fuerte para no echarse en sus brazos. En ese momento necesitaba que la abrazase, apoyarse en alguien, como lo había necesitado años atrás, cuando su madre estaba muriéndose y, su padre, hundido en un estado casi de catatonía.
Matt no había estado ahí en ese momento. Ahora sí estaba, pero por una sola razón: quería a su hijo.
– ¡Matt! -exclamó su madre-. Pensé que no iba a verte por aquí en todo el día.
– Lo siento. No sabía que tuviera que ajustarme a un horario.
Ella rió, nerviosa.
– No, claro que no. Puedes venir cuando quieras. Es que…
– ¿Qué es esto? -la interrumpió Matt, mostrándole una carta que había tomado de la mesa de su secretaria.
– Nada, una cosa del Ayuntamiento.
– Amenazando a Seth Gilbert con una multa si no recorta los arbustos de su finca. ¿Es así como se hacen las cosas en Longbourne?
– Esos arbustos son una amenaza para el tráfico. Los coches no pueden ver bien la curva. Lo discutimos en una reunión el otro día y se decidió que había que enviarle una carta.
– ¿Una carta de amenaza?
– Tú no lo entiendes -replicó su madre-. Seth Gilbert tiene que aprender que no puede saltarse las leyes…
– Para tu información, Seth Gilbert está en el hospital en este momento. Ha sufrido un infarto.
Su madre se puso pálida, pero intentó disimular.
– Eso da igual.
Disgustado, Matt tiró la carta sobre la mesa y bajó a la planta de maquinaria, de la que tomó una sierra mecánica, un par de guantes y unas gafas de metacrilato.
Podría haber llamado a alguien para que lo hiciera, pero quería que su madre viera que lo hacía él mismo. Estaba harto de la guerra contra los Gilbert. No tenía ningún sentido. Nunca lo había tenido y a Fleur y a él les había costado seis años de sus vidas. Mucho más que eso.
Y no quería que fuera sólo su madre quien lo viera cortando los arbustos de los Gilbert, quería que lo viera todo el pueblo.
Katherine Hanover observaba a su hijo desde la ventana de su oficina.
– Tú no lo entiendes, Matt -murmuró, como si él estuviera allí-. Seth tiene que aprender. Tiene que pagar…
– ¿Ha dicho algo, señora Hanover?
Katherine se volvió al oír la voz de Lucy, su secretaria.
– No. No pasa nada, sólo estaba pensando en voz alta.
– ¿Le ocurre algo?
– No, ¿por qué?
Katherine notó algo en la mejilla y se pasó la mano para apartarlo. Sólo entonces se dio cuenta de que era una lágrima.
Hacía tanto tiempo que no lloraba que había olvidado cómo eran las lágrimas. No había derramado ni una sola cuando Phillip murió. Debería haber llorado, y se había sentido culpable por no haberlo hecho, pero no había podido. Phillip, su marido, el padre de su hijo, también se había sentido atrapado en ese matrimonio sin amor y merecía alguna lágrima, pero Katherine no había conseguido derramar una sola.
No había llorado tampoco cuando Matt se marchó. Era fácil entender que su hijo se había marchado del pueblo por su culpa, que ella misma lo había echado de allí. Había pagado por ello con largos años de soledad, pero había vuelto al fin convertido en un hombre de éxito y su negocio, el negocio de los Hanover, prosperaba más de lo que hubiera creído posible.
En Longbourne la trataban con respeto. No tenía por qué llorar.
– No, Lucy -contestó, levantando la cabeza-. No ocurre nada.
Su vida era perfecta. Sencillamente perfecta.
– ¿Por qué estás recortando mis arbustos?
– Si estos son tus arbustos, tú debes de ser Tom Gilbert.
Matt había visto a Tom a distancia, caminando hacia él con Sarah Carter y sus dos hijos, pero no había dejado de trabajar.
No había anticipado que su primer encuentro con su hijo sería así, con él sudando, agotado y con ramas de los arbustos pegadas a la camisa. Pero quizá fuera mejor así.
– Soy Matt Hanover -le dijo, casi esperando que el niño saliera corriendo, despavorido, al oír su nombre.
Pero no lo hizo. Sólo miró a Sarah Carter, que asintió con la cabeza, como diciendo que podía hablar con él.
– Yo me llamo Tom.
Matt tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no soltar la sierra de golpe y tomar al niño en brazos.
– Encantado de conocerte, Tom. Y estoy cortando estos arbustos para que la gente que pasa por aquí en coche pueda ver la curva.
– Mi mamá dijo que había que cortarlos. Recibió una carta en la que hablaban de eso y soltó una palabrota que no puedo repetir -le contó el niño-. Empieza por eme.
– Ah, ya entiendo -sonrió Matt-. Bueno, pues cuando la veas puedes decirle que ya no tiene que preocuparse por eso.
– Bueno.
Matt saludó a Sarah con la cabeza.
– Hace mucho que no nos vemos. ¿Cómo estás?
– Bien, gracias. Chicos, ¿por qué no vais a jugar un rato?
Cuando los niños salieron corriendo por el jardín, Sarah se volvió hacia él.
– Cuánto tiempo.
– Sí, desde luego. ¿Tu hermana trabaja en Hanovers?
– No, trabaja en Londres. Quien trabaja en Hanovers es mi prima Lucy, la secretaria de tu madre.
– Ah, ya.
– ¡Sarah, tengo hambre! -gritó Tom-. Vamos a cenar espaguetis -le dijo luego a Matt.
– Qué suerte.
– Puedes cenar con nosotros, si quieres -sugirió Sarah.
La invitación era muy tentadora, pero eso sería engañar a Fleur. Tenían un acuerdo y no podía saltárselo.
– Gracias, pero voy a tardar un rato en cortar todo esto. Oye, por cierto, ¿a tu prima le gusta trabajar para mi madre?
– Katherine es una buena jefa, tengo entendido. Premia la iniciativa y le gusta la gente que trabaja bien. En Navidad invita a todo el mundo a una copa.
– Ah, me alegro.
– ¿Sabes que tiene una fotografía tuya sobre la mesa? De cuando tenías seis o siete años.
– Ahora no la tiene. A lo mejor ha pensado que me daría vergüenza.
– No sabía que tuvieras el pelo rizado de pequeño -dijo Sarah entonces.
– Sí, era horrible -sonrió Matt, pasándose la mano por la cabeza como para apartar los rizos, aunque ahora llevaba el pelo corto.
Entonces los dos miraron a Tom, distraído por un pavo real que corría por el jardín, haciendo exactamente el mismo gesto.
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