Liz Fielding - Amores Olvidados

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Tenía que luchar por el hijo que hasta hacía poco no había sabido que tenía…
Fleur Gilbert y Matt Hanover se habían casado en secreto, creyendo que el amor que sentían el uno por el otro podría acabar con la disputa que enfrentaba a sus familias. Pero se habían equivocado.
Seis solitarios años más tarde, Fleur había dejado de soñar con volver a ver a Matt. Sin embargo, Matt no había podido olvidarla… ni perdonarla. Y cuando se enteró de que su matrimonio de una sola noche había dado como resultado un hijo al que no conocía, decidió recuperar al niño… ¿Y a su mujer?

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Capítulo 7

Fleur encontró a su padre tirado en el suelo del invernadero, con un tiesto roto a su lado y tierra por todas partes.

No estaba inconsciente, pero no podía levantarse.

Intentó hablar, pero sólo podía balbucear algo que Fleur no lograba entender.

Un infarto, pensó, mientras marcaba el número de Urgencias con dedos temblorosos. ¿Cuánto tiempo habría estado tirado allí?

No podían ser más de veinte minutos, porque había hablado con él antes de irse con Tom al colegio.

– No digas nada, papá. No intentes hablar, por favor. La ambulancia llegará enseguida. No pasa nada, ya verás -murmuró, nerviosa-. Menos mal que no te has caído en la cocina. Aquí se está más calentito -hablaba sin parar para tranquilizarlo, para tranquilizarse a sí misma, para que supiera que no iba a dejarlo-. Lo siento, papá. No más mentiras, no más mentiras -murmuró, apoyando la cara en la frente de su padre, con el corazón acongojado.

Unos minutos después llegó la ambulancia y Fleur se dedicó a contestar preguntas, mareada, mientras el médico reconocía a su padre.

– ¿Fleur?

Ella se volvió al oír la voz de Matt. En el suelo, su padre intentó decir algo, levantarse…

– Vete, ¿no ves que se está poniendo peor? Vete, por favor, Matt.

– He visto la ambulancia y…

Había pensado que era Tom, que le había ocurrido algo a su hijo.

– ¿Es el corazón?

– Un infarto, creo -contestó ella-. ¿Estás contento?

Fleur se inclinó para intentar entender lo que su padre estaba diciendo…

– ¡Por Dios bendito, cierra la puerta! ¿Qué quieres, cargarte el trabajo de un año?

Había querido decir que la cerrara cuando se fuera, pero Matt permaneció en el invernadero. Y, a pesar de todo, Fleur se alegraba de su presencia. Y cuando tomó su mano, no se apartó.

Por fin, cuando lo hubieron colocado en una camilla, un enfermero le preguntó si iría con ellos en la ambulancia.

– Sí, sí, voy con él -contestó Fleur.

– Yo os sigo con el coche -dijo Matt.

– No hace falta.

– Pero luego tendrás que volver a casa…

– Me las he arreglado sin ti durante seis años y puedo seguir haciéndolo -lo interrumpió ella.

Y después pasó a su lado siguiendo a la camilla, sin mirar atrás.

Matt se había alejado de ella una vez y ése era un error que no pensaba repetir. Pero antes de salir, recogió el tiesto que estaba tirado en el suelo y colocó los pedazos en la estantería. Después, comprobó que todo estuviera en su sitio antes de cerrar la puerta del invernadero y entró en la cocina para comprobar que no se hubieran dejado el gas abierto o la chimenea encendida.

El perro de los Gilbert levantó la cabeza al verlo entrar, pero no hizo nada más. Si era un perro guardián, el pobre no servía de mucho, pensó Matt, acariciándole las orejas. Era una perrita. Y muy cariñosa, además, porque en lugar de lanzarse a su cuello, se dedicó a lamerle la mano.

Cuando iba a salir de la casa se encontró con un hombre en la puerta que parecía a punto de llamar al timbre.

– ¿Señor Gilbert?

– No, no soy el señor Gilbert. Soy Matt Hanover.

– Ah, bien, yo soy Derek Martin, de la empresa de peritaje Martin y Lord. He venido para hacer una evaluación. Para el banco, ya sabe.

Eso, pensó Matt, no sonaba nada bien.

– ¿Ahora mismo?

– La señorita Gilbert me esperaba a las nueve y media.

– ¿Le importa mostrarme su acreditación?

– No, no, claro -contestó el hombre, sacando la cartera.

– La señorita Gilbert ha tenido que salir urgentemente. ¿Tiene que ver el interior de la casa?

– Sólo tengo que echar un vistazo en general y a los cimientos. Si alguien quiere comprar una casa a las afueras del pueblo supongo que querrá tirarla y hacerla nueva.

– Espere un momento, voy a llamar a la señorita Gilbert por teléfono -dijo Matt, sacando el móvil. Lo tenía apagado, pero le dejó un mensaje diciendo que él se encargaría de todo y pensó que así le quitaba un problema de encima. O eso esperaba.

Su madre había tenido razón sobre una cosa: era una casa preciosa. Y sería un sitio estupendo para una familia de tres o cuatro niños como mínimo… y varios perros para aumentar el barullo, algo que como hijo único él siempre había envidiado de pequeño.

La cocina era grande, pero Matt sólo tenía ojos para la puerta de la nevera, llena de dibujos hechos por Tom y fotografías del niño desde que era pequeño… un niño siempre sonriente, de aspecto sano. Tuvo que hacer un esfuerzo para no guardarse una en el bolsillo.

El office era funcional, bien organizado, aunque el ordenador parecía antiguo. El cuarto de estar, con paredes pintadas de color crema y ventanas que daban al jardín, resultaba acogedor.

El salón y el comedor, con las paredes forradas de madera, no parecían usarse en absoluto. Seguramente era allí donde los abuelos de Fleur daban grandes fiestas, pero en aquel momento sólo eran dos salas vacías, con los muebles cubiertos por sábanas.

Matt siguió a Derek Martin al piso de arriba, pero se quedó en el pasillo mientras el hombre metía la cabeza en todas las habitaciones.

– Impresionante.

– ¿Eh?

– En la puerta de la habitación del niño. Un árbol genealógico que se remonta al siglo XIX.

– Fue entonces cuando los Gilbert llegaron aquí -dijo Matt, acercándose para ver el árbol. La última entrada era el nombre de Tom. Estaba escrito con la letra de Fleur; la conocería en cualquier sitio. Pero sólo aparecía la línea materna, la línea paterna estaba en blanco, naturalmente. Quizá debiera escribir su nombre. Fleur Gilbert y Matthew Hanover, aunando las dos ramas familiares.

Thomas Gilbert Hanover.

– ¿Ha terminado?

– Tengo aquí las medidas de un peritaje anterior, pero falta comprobar los cimientos, el invernadero y… ¿hay un granero?

– Está al final de la finca, lindando con la de al lado.

Otro problema para ambas familias. Los Gilbert se habían quedado con el granero, pero los Hanover tenían algunos metros más de terreno y cada generación había discutido sobre quién de los dos se había llevado la mejor parte.

– Puedo revisarlo solo si tiene que ir a algún sitio -dijo Derek Martin, aparentemente percatándose de la impaciencia de Matt.

Pero él no podía hacer nada en el hospital por el momento excepto alterar más a Fleur. Quizá en un par de horas se alegrara de ver a alguien, a cualquiera, y no le importara que fuese él. Por el momento, seguramente estaría mejor allí, comprobando que el perito no se dejaba abierta la puerta del invernadero.

– ¿Cómo está?

– Tranquilo -contestó el médico-. Afortunadamente, hemos podido tratarlo enseguida. Ha sido un pequeño infarto, pero no se preocupe, se pondrá bien, señorita Gilbert.

– ¿Cuánto tiempo tendrá que estar en el hospital?

Su padre, al igual que ella, odiaba los hospitales.

– Vamos a ver cómo se recupera, ¿le parece? En cuanto haya una cama libre lo subiremos a planta, pero mientras tanto puede quedarse con él. O quizá prefiera ir a casa a buscar sus cosas.

– No, antes quiero verlo.

Tenía cosas que decirle, promesas que hacerle.

– ¿Papá?

Seth tenía los ojos cerrados, pero respiraba tranquilamente y las máquinas a las que estaba conectado emitían un pitido rítmico, tranquilizador.

Fleur tomó una silla y se sentó al lado de la cama, apretando su mano. Un segundo después, su padre le devolvió el apretón para demostrarle que estaba consciente.

Ése era el momento. Le había hecho un daño tremendo ocultándole el nombre del padre de Tom y él había tenido que vivir con eso durante seis años. Ahora sólo quedaba decirle la verdad.

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