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Liz Fielding: El Milagro del Amor

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Liz Fielding El Milagro del Amor

El Milagro del Amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Sabía que podía hacer que aquella valiente mujer volviera a creer en el amor… y se casara con él A Matilda Lang la aterró darse cuenta de que se estaba enamorando del banquero neoyorquino Sebastian Wolseley. Hacía tres años que un accidente la había dejado en silla de ruedas y Sebastian era el hombre perfecto para romperle el corazón… Sebastian era compasivo, sexy y, lo más importante, la trataba como si fuera una mujer deseable. Pero haría falta un milagro para que Matty pusiera en peligro su corazón después de todo lo que había pasado…

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– Bien hecho. ¿Y por qué no te vuelves andando?

Sebastian notó que ella disfrutaba con su incomodidad. No podía hacer el idiota intentando evitar palabras tan delicadas como «andar» como si fueran minas enterradas.

– Porque me desmayaría por desnutrición. Pero no te preocupes, si lo prefieres esperaré el taxi en la calle.

– ¿Después de toda la molestia que te has tomado para traerme el almuerzo? ¿Crees que podría ser tan descortés?

– Al parecer, sí. Si me lo agradecieras siquiera un poco, me habrías invitado a compartir tu almuerzo.

Ella se llevó una mano al corazón.

– No sabes cómo lo siento. ¿Querías quedarte?

– Bruja -exclamó Sebastian, sin poder evitar la risa.

Por eso estaba allí. Porque desanimado como se encontraba, ella era capaz de arrancarle una sonrisa.

– Eso está mejor.

– ¿Prefieres que te insulten a que te cautiven?

– Desde luego. La seducción es… fácil. En cambio el insulto es más recio y mucho más sincero. Siéntate y haz tu llamada.

Sebastian se acomodó en el sofá y fingió buscar el número de una compañía de taxis en la agenda telefónica de su móvil.

– ¿Así que ése es el secreto? -preguntó como si estuviera más interesado en encontrar el número que en su respuesta-. ¿Tengo que insultarte para poder pasar un breve rato contigo?

– Tienes que hacer una llamada. La conversación no está incluida en el trato.

Matty no se dejó engañar. Sebastian Wolseley no tenía intención de llamar un taxi, sólo se tomaba su tiempo con la esperanza de que ella le pidiera que se quedara.

¿Por qué? ¿Qué quería de ella?

Una invitación a comer, después los bocadillos… No insistiría tanto si no quisiera algo.

– El teléfono está ocupado. Oye, el sábado te pedí que cenaras conmigo y tú me rechazaste por charlar con una periodista. Hoy te he invitado a comer al restaurante más romántico de la ciudad y has alegado que estabas muy ocupada. Y ahora ni siquiera piensas invitarme a compartir tu almuerzo, aunque yo lo haya traído.

– Tú lo has dicho: soy una bruja. Y el próximo truco mágico es que te voy a convertir en un sapo si no te marchas en treinta segundos.

– ¿Estás segura? -preguntó. No la había engañado con la freta del teléfono, así que decidió marcar el número antes de llevárselo al oído. Aunque esa vez sí que estaba ocupado-. ¿No tendrías que besarme para deshacer el hechizo?

Matty deseó que la sugerencia no fuese tan atractiva. Ya le resultaba bastante difícil desviar la mirada de su boca para que él le diera más ideas…

– Por el amor de Dios -dijo bruscamente, desesperada por borrar la imagen de esos labios de su mente-. Ya puedes dejar de fingir que estás llamando un taxi.

– ¿Fingir? -exclamó con exagerado horror, aunque sin lograr impresionarla.

– Sí, fingir. Como no he tenido nada más que interrupciones durante toda la mañana, bien puedes quedarte a comer uno de esos bocadillos. Luego, cuando me cuentes qué deseas, te echaré, tengas o no un medio de transporte.

– ¿Qué te hace pensar que quiero algo más que tu compañía?

– No olvides que puedo leer los pensamientos. Iré a buscar unos platos. ¿Quieres beber algo? -preguntó al tiempo que maniobraba la silla de ruedas en dirección a la cocina.

– Encontrarás una botella de Sancerre fría en la encimera.

– ¿Sancerre? -comentó al tiempo que se volvía a mirarlo con severidad, como si fuera un pillo que algo se traía entre manos.

Él se limitó a sonreír.

– Sé lo que significa esa mirada. Me ofrecería a descorchar la botella, pero estoy muy cómodo aquí.

– No tenías intención de marcharte, ¿verdad? -preguntó intentando evitar una sonrisa.

– No, pero ambos sabemos que realmente no ibas a echarme.

– Mi error ha sido dejarte entrar.

– No tenías más opciones desde el momento en que atendiste al timbre de la puerta -replicó. Al darse cuenta de que no le convenía mostrarse presuntuoso, se apresuró a añadir-: Tú nunca serías capaz de una grosería semejante.

– Claro que sí -le aseguró-. No te imaginas cómo puedo deshacerme de los visitantes cuando no quiero que me perturben. Soy capaz de imitar perfectamente el inglés de Connie, el ama de llaves griega de Eran. Aunque en este caso no lo habría hecho.

– Gracias.

Antes de reunirse con él, Matty abrió la botella y sacó un par de platos del armario de la cocina.

– Los vasos están en el aparador, si no es mucho trabajo para ti. ¿Y qué pasó con el piso?

– ¿El piso? -repitió Sebastian mientras sacaba los vasos y luego tomaba la botella que ella le tendía.

– Fran te preguntó cómo te encontrabas en el piso.

– Ah, sí. Guy me lo ofreció hasta que encuentre algo propio. Por eso me arrancó de la fiesta del sábado, para entregarme las llaves.

– Verdaderamente sois buenos amigos, ¿no es así? -observó tras llevar su bocadillo de salmón a la mesa mientras él elegía uno de la bolsa.

– Así es.

– ¿Puedes sacar de ese cajón un par de cuchillos y unas servilletas? -le pidió. Sebastian le tendió ambas cosas-. Gracias. Pero dijiste que volvías a Nueva York.

– Estoy seguro de no haberlo dicho. No voy a ir a ninguna parte hasta que deje solucionado el desastre que George me legó.

– ¿Y eso te tomará una semana? ¿Dos? -Matty se paró en seco. No quería demostrar demasiado interés, así que se concentró en abrir el envoltorio del bocadillo con dedos repentinamente torpes.

– No sé a ciencia cierta cuánto tiempo me va a llevar este asunto. El banco ha tenido a bien concederme seis meses de permiso. Si me quedo aquí más tiempo, sospecho que tendré que buscarme otro trabajo. Matty renunció a abrir el envoltorio y le dirigió una mirada.

– ¿Seis meses? Vaya por Dios, sí que debes de tener un buen lío.

Sebastian le quitó el bocadillo de las manos, abrió el envoltorio y se lo tendió.

– Ésa es una de las razones por las que he venido a tu casa sin invitación. Necesito un consejo.

– ¿Un consejo? -preguntó. «Bueno, Matty Lang, tú sabías que quería algo más que compartir contigo un almuerzo en grata charla», pensó-. ¿Qué clase de consejo? -repitió, con la desilusión pesando como plomo en la boca del estómago. Luego mordió un trozo del bocadillo que no le supo a nada.

Sebastian llenó de vino las copas.

– Guy me dijo que eres ilustradora. ¿Sabes algo del negocio de tarjetas de felicitación?

– ¿De felicitación? -preguntó, con un pliegue burlón en el ceño.

– Sí, Feliz Cumpleaños, Feliz Día de la Madre, etc, etc.

– ¿Ése era el negocio de tu tío?

– George fundó Coronet Cards cuando estudiaba en la Escuela de Arte. Fabricaba pequeñas cantidades de tarjetas de vanguardia basadas en temas propios y de sus amigos. Y lo hacía para ayudarlos económicamente, más que otra cosa.

Matty dejó a un lado su desilusión.

– ¿Coronel? Conozco esa marca. ¿No son sus primeras tarjetas objetos de colección hoy en día?

– Creo que sí. Es una pena que no hiciese contratos a sus compañeros de estudio, porque ahora podríamos reeditarlas. Nunca fue un auténtico hombre de negocios. Tal vez debería haber continuado con la pintura.

– ¿Pintaba bien?

– No -contestó con una sonrisa.

– ¿Y ahora Coronel tiene dificultades?

– Es más complicado que eso. En los últimos años, George empezó a armarse un lío con las finanzas.

– ¿Así que has suspendido temporalmente tu carrera para sacar adelante la empresa? -preguntó con los codos en la mesa y la barbilla en los nudillos-. Si me lo permites, te diré que Coronet tiene clase, pero no es exactamente la empresa más importante del ramo. Apenas merece que un banquero de Wall Street le dedique seis meses de su tiempo -puntualizó. Sebastian se limitó a morder su bocadillo de carne-. Si la compañía tiene tales problemas, ¿no habría sido más aconsejable dejar el asunto en manos de un contable competente que se encargue de su liquidación?

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