Liz Fielding - Orgullo y amor
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Quiso transmitirle que no existía ninguna barrera entre ellos para casarse. Su madre lo rechazaría, quería un casamiento entre la alta sociedad, pero ella poseía su casa y podrían vivir ahí juntos y felices para siempre. Qué ingenua y qué estúpida había sido.
Sucedió una semana antes de cumplir los dieciocho años y lo había soñado. Preparó un picnic y trajo a Gil al bosque con la intención de convertir su sueño en realidad. Terminaron de comer y descansaban sobre un tronco de árbol; se terminaron una botella de vino.
– La semana entrante será mi cumpleaños. Me van a hacer una fiesta en el Club. ¿Vas a venir? -le preguntó con timidez.
– No lo creo. A tu mamacita no le gustaría, ¿verdad? Y a los caddies les está prohibido entrar a los salones del Club.
– ¿Eres un caddy? -exclamó ella divertida-. Nunca te había visto.
– Lo fui antes. Cuando terminé la escuela. Estuve poco tiempo. Mejor lo celebramos privadamente -le murmuró inclinándose a besarla-, tú y yo solos-ella no insistió; no le importaba la fiesta. Había algo mucho más importante. Se levantó y estiró la mano.
– Ven conmigo, Gil. Quiero enseñarte algo. Es el regalo de cumpleaños que me dio mi papá -él la siguió hasta el borde del bosque y miró hacia el valle protegiendo sus ojos del sol.
– Mira, ahí. Mi casa -ella lo miró esperando que comprendiera lo que le quería decir.
– Es enorme. ¿Para qué ibas a querer una casa como esa? -preguntó él entrecerrando los ojos. Ella sabía que él se sonrojó.
– Es para cuando me case -lo había dicho y esperó, sin aliento, a que él le propusiera matrimonio.
– ¿Piensas vivir aquí, cuando te cases? -él hizo eco de sus palabras.
– Sí. Hace años papá convenció a la señora que vivía aquí, de que le diera prioridad, y como ahora ya está demasiado vieja para vivir sola decidió irse a un asilo -lo tomó de las manos con impaciencia-. Mañana será mía cuando firmen los contratos. Ven a ver -lo animó-. No por dentro, pero si por las ventanas -él se resistió y exclamó:
– ¡No!-giró sobre sus talones y la llevó tras él de regreso al bosque hasta un prado oculto entre los altos árboles-. No me interesa una casa vieja, Casey O'Connor. Lo único que me interesa eres tú -la empujó al suelo junto a él y rodó por encima de ella atrapándola bajo su cuerpo, luego envolvió un grueso mechón de sus largos cabellos en su muñeca. Ella se carcajeó, fascinada por el poder que ejercía sobre un hombre seis años mayor que ella, que tenía una experiencia mundana que ella apenas iba a adquirir.
La besó con suavidad, cortando su risa y ella-respondió con placer, disfrutando el peso de su cuerpo, enroscando los dedos en los rizos de su nuca. Abrió la boca permitiéndole explorar su interior con la lengua y sabiendo que no iba a ser suficiente.
Ella deslizó sus manos por la espalda de Gil hasta donde se le había zafado la camiseta del pantalón, y acarició su cuerpo musculoso y su piel cálida.
– Casey -él susurra su nombre mientras con la mano desabotonaba su blusa y ella se arqueó de pasión cuando él mordisqueó sus pechos, conteniendo el aliento mientras los besaba. Necesitaba acariciarlo, sentir la urgente necesidad que la estaba encendiendo, haciendo que su cuerpo hirviera de calor a tal grado que ansiaba desnudarse. El ya se encargaba de eso. Levantó las caderas para que él la despojara del pantalón y gritó al sentir su mano acariciarla hasta que se perdía en un abismo de placer nunca imaginado. Y él estaba a punto de hacerla mujer. Su mujer.
– Recuerda esto, Casey -le susurró Gil con voz ronca por el deseo-. Recuérdalo cuando estés casada y viviendo en tu casa vieja con el tipo de hombre que escogen las niñas ricas para marido. Recuerda esto.
Casey lo miró. Sus palabras le habían caído como un balde de agua fría, haciéndola de pronto consciente de dónde estaba y de lo que hacía.
– ¡No! -el grito resonó y asustó a las palomas que reposaban en la rama de un árbol-. ¡No! -repitió y con sus manos empujó el pecho de Gil hasta rodar libre y ponerse de pie. Tomó su ropa y se vistió con frenética desesperación, mientras Gil gruñía frustrado. Ella ignoró las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, por la urgencia de huir inmediatamente.
Lo había llevado allí para mostrarle su casa, concia esperanza de que él querría compartirla con ella. Pero no fue así. Y por lo que le dijo era obvio que no existía un futuro para los dos. Persiguió a la hija del patrón hasta el punto de su rendición. Eso fue lo único que quería. Y ella sabía cómo era eso. De seguro hubo apuestas de cuánto tardaría ella en sucumbir. El se había vestido con igual rapidez y avanzaba hacia ella con el rostro pálido y furioso.
– Óyeme, Casey… -la tomó del brazo y ella lo retiró.
– ¡No me toques! -gritó, pero él no prestó atención, de modo que en su desesperación tuvo que amenazarlo-. ¡Si vuelves a poner un dedo sobre mí, Gil Blake, haré que te despidan! ¡De todas maneras haré que te despidan!
Había sido suficiente. El se había quedado inmóvil con el rostro como piedra y sus brazos cayeron a los lados. Por un momento ella se quedó allí contemplando la ira en su mirada. Luego echó a correr. Corrió hasta su casa y se escondió en su recámara maldiciéndose por tonta; ahí se quedó hasta que no tuvo más lágrimas que derramar, helada y vacía.
Continuó sus estudios lejos de allí, y cuando regresó con su diploma, lista para trabajar en la oficina de dibujo, conoció a Michael.
Pero Michael no tenía la fuerza de hacerla olvidar a Gil. Regresó a ese sitio una y mil veces para volver a vivir ese momento. Y cada vez que lo recordaba era peor su agonía, arrepentida de no haber vivido el idilio que Gil le ofreció; de poseer ese recuerdo y atesorarlo.
– ¿Sigues huyendo, Casey? -ella levantó la vista. Gil estaba parado junto a ella. Por un instante la sensación de seguridad fue tal, que ella esperaba que la condujera adentro del bosque como aquella ocasión. Pero él no se acercó.
– No, he dejado de huir, Gil -respondió la chica y se estremeció.
– No sé cuántas veces he soñado con este lugar. No ha cambiado en nada -comentó él mirando alrededor.
– No, no ha cambiado -él apartó su mirada de ella y miró al cielo.
– Va a llover -declaró de pronto-. Será mejor que vayamos a casa -pasó el brazo por sus hombros y los dos corrieron hasta el auto, pero la lluvia los alcanzó en el camino y llegaron empapados al coche. Viajaron en silencio a través del pueblo y por primera vez, Casey se alegró de llegar a su pequeña casa.
Gil encendió los leños que ya estaban en la hoguera mientras ella puso a hervir la tetera. El entró a la cocina con una toalla y comenzó a secar su cabello; ella se recargó en él disfrutando de la sensación.
– Ve a cambiarte, Casey. Te puedes resfriar -dijo él con voz ronca.
– La verdad es que… -se volvió para mirarlo-, Gil, me gustaría tomar un baño primero -sintió que se sonrojaba ante su propuesta
– ¿Estás segura?
– Completamente -ella asintió con la cabeza.
– Voy a traer la tina. Pero ve y quítate la ropa mojada.
Ella subió de prisa por la escalera. Tomó una decisión y estaba en paz consigo misma. Se quitó la ropa mojada y se envolvió en su bata de toalla. No se apuró, se quedó frente al tocador contemplando su imagen en el espejo.
Era una tonta. No importaba cuáles fueran los motivos, Gil regresó a ella. Hubiera deseado que fuera amor lo que lo hizo volver; sin embargo, ya no importaba. Ni su orgullo importaba. Si lo que él buscaba era vengarse, no lo iba a lograr porque ella aún lo deseaba; siempre lo había deseado. Se cepilló el cabello. Si buscaba venganza no debió forzarla a casarse con él. Su presencia no le dolía. Era su propio rechazo hacia él lo que la acongojaba. Tocó sus labios, recordando la promesa de su beso el día de la boda, y sonrió.
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