Liz Fielding - Orgullo y amor
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– Cómo debes odiarme… -susurró la chica.
– Yo…-él dio un paso hacia ella.
– Si tienes hambre hay pollo frío en el refrigerador -le dijo ella para interrumpirlo. Cualquier cosa con tal de que no le dijera más. El suspiró y se dirigió a la puerta.
– Ya cené.
– No lo dudo -con la hermosa trigueña-. Buenas noches, Gil.
– ¡Casey! -protestó él y de nuevo caminó hacia ella, pero Casey apretó su camisón, levantó la sábana y la sostuvo como una armadura entre ellos.
– Yo dormiré en el desván-declaró ella, sorprendida con el tono calmado en su voz que parecía no ser la suya.
– ¿Y dónde se supone que dormiré yo? -preguntó él.
– ¿Qué tal en tu oficina? -le sugirió ella con frialdad-. Parece tener todas las comodidades.
Luego salió de prisa para que él no pudiera ver las lágrimas que corrían por sus mejillas y subió pesadamente los dos pisos hasta el desván. Escuchó que él venía tras ella, y contuvo el aliento, pero no la siguió hasta arriba. Recostada y sin dormir, escuchó cómo él se paseaba durante un rato. Luego debió quedarse dormida. Una luz gris se filtraba por la ventana cuando las pisadas de Gil en la escalera la despertaron.
– ¿Casey? -murmuró él.
Ella mantuvo los ojos cerrados y no se movió. El la llamó una vez más y, después de una pausa, volvió a bajar. Unos minutos más tarde ella escuchó cómo cerraba la puerta principal con cuidado y luego al auto que avanzaba por el camino. Sólo entonces se incorporó.
Encontró la sábana de Gil en la sala, bien doblada, la chimenea encendida y en la pequeña mesa, una nota. La tomó con manos temblorosas.
"No se te olvide que tenemos invitados a cenar mañana. Trataré de estar en casa antes de que lleguen. Gil".
Y había una carta. Era vieja y amarillenta, los dobleces gastados y rotos. Casey la abrió con cuidado. Estaba membreteada con el nombre de la compañía O'Connor, y el contenido le avisaba cortésmente a Gil que ya no requerían más de sus servicios. Nada extraordinario. Nada que mostrara algo más de lo que parecía. Un despido normal. Excepto que Gil le había dicho que la acompañó un cheque personal, por una cantidad exagerada. Observó de nuevo la carta y entrecerró los ojos.
– ¡Oh, mamá! -susurró-. ¿Cómo pudiste? -la carta estaba firmada como "J O'Connor", sin duda. Pero la J era por June, no James. Por eso había sido un cheque personal. Su padre nunca se había enterado y de alguna manera eso hacía que las cosas parecieran mejor. O quizá peor. No estaba segura. Pero después de pensarlo decidió con una amarga sonrisa, que su padre hubiera reaccionado muy diferente. Si hubiera descubierto lo que pasó en el bosque, lleva la escopeta y exige que se casen. No le hubiera importado para nada que Gil no perteneciera a su clase social.
Se hundió en el sillón. Ahora ya no hacía ninguna diferencia. Volvió a leer la nota de Gil. La había tomado en serio y se había mudado de ahí. Y esta vez ella tendría que irse. Se lo debía a las personas que trabajaban allí, cuyas vidas estaban atadas a la compañía O'Connor.
No inmediatamente, claro. Darían la apariencia de seguir casados por un tiempo, pero Gil no podía abandonar Melchester ahora que era dueño de la compañía.
Casey comprendía con claridad la necesidad de Gil de irse lejos de ahí. Además, en Melchester no cabían los dos.
Recogió la leche que estaba en la puerta y saludó con la mano a la vecina de enfrente. Encontró a la gatita con sus gatitos en el anexo de la cocina acurrucados en una caja con la toalla vieja en el fondo y se preguntó que pasaría con la sábana.
Todo el día estuvo pensando cómo podía seguir viviendo con el corazón destrozado. Como él le prometió, mandó al plomero a instalar la cañería para el baño y ella se las ingenió para mantener una charla animada. Seleccionó los platillos para la cena, pulió y limpió la casa hasta que no quedó huella de polvo. Pero la tristeza persistió, un constante y doloroso pesar por algo que pudo haber sido, pero que nunca tuvo una verdadera posibilidad.
– ¿El señor Blake? -no pudo telefonear, pero si encontró el tiempo para llamar a los plomeros. Se sonrojó de ira-. En ese caso, pasen por favor,-se hizo a un lado y observó como pisaban con sus botas sucias la alfombra y la escalera que tanto había limpiado. Prometió hablar con el señor Blake en cuanto apareciera, sobre su tino de escoger el momento apropiado.
Incapaz de observar el caos, se retiró a la cocina y prosiguió con los preparativos de la cena. Luego dejó a los hombres martillando arriba y fue al salón de belleza.
Capítulo 7
CASEY trabajó todo el lunes pendiente del teléfono, esperando que Gil la llamara, y furiosa consigo misma por esperar que lo hiciera. En la sexta falsa alarma, después de levantar el auricular para responder a vendedores ofreciéndole mercancía, o a gente pidiendo trabajo, decidió salir y olvidar el teléfono.
Después de revisar el armario de Gil comprobó que sólo se había llevado un cambio de ropa y un maletín. Decía en su nota que regresaría para la fiesta; tenía que aceptarlo y seguir adelante como pudiera. Pero el lecho donde añoraba dormir sola resultó frío y tan vacío sin él, que no pudo conciliar el sueño.
Pasó la mañana del martes reacomodando la sala para darle cabida a la mesa de la cocina. La cubrió con una tela gruesa para disimular su estado deplorable; acomodó los platos y cubiertos, y la adornó con flores en el centro. En ese momento llegó el plomero con los muebles de baño. Ella contempló azorada el camión y los trabajadores esperando para descargarlo.
– ¡No, ahora no se puede!
– Ordenes del señor Blake, señora -su compañero asintió con la cabeza-. Dejó dicho ayer que debían estar instalados para esta noche.
Para cuando regresó los plomeros habían terminado y el baño quedó instalado. A pesar del desorden, Casey quedó complacida, pasó la mano por la reluciente superficie blanca, imaginándose el placer de sumergirse allí en burbujas calientes que no necesitaban vaciarse en el patio. Pulió los paneles de caoba con cuidado y prometió darse un buen baño cuando regresara de ordenar de nuevo la sala.
A las seis y media acabó con el quehacer. Casey puso el tapón en la tina y abrió las llaves, observando con satisfacción cómo salía el agua caliente. Añadió sales de baño y después de mirar su reloj decidió que podía tomarse quince minutos de lujo total. Pasaron dos minutos después de que entró en la tina cuando sonó el teléfono, que se encontraba en la planta baja.
Estaba segura de que era Gil. Era tan inoportuno que no podía ser otra persona. Medio enfadada y medio divertida, salió envuelta en una toalla y bajó corriendo por la escalera.
– ¿Gil? -contestó.
– ¿Señora Blake? Soy Darlene Forster. Casey se puso nerviosa al escuchar el pesado acento australiano.
– ¿Darlene Forster?
– La asistente personal de Gil. Me telefoneó para pedirme que le preguntara si quedo instalado el baño, y que le recordara que no debía usarlo durante veinticuatro horas. No tengo idea por qué.
– ¿Darlene? -murmuró Casey-. Es un nombre muy poco común.
– No en Australia, señora Blake -respondió la mujer y se rió-.
¿Quedó bien el baño? -le preguntó después de una pausa.
– Sí. Muchas gracias. Quedó perfecto, me estaba yo… -Casey miró el auricular con horror-. ¿Que no debo usarlo en veinticuatro horas?
– Así es. Tiene algo que ver con el material que usaron los plomeros.
– Bueno, gracias por avisarme.
– Llámeme Darlene, por favor. Ah, y Gil me pidió que le avisara que llegará un poco tarde, pero llegará.
– Está bien. Bueno, gracias de nuevo -colgó el auricular y regresó despacio a la escalera. ¿Darlene? ¿Darling? ¿Pude oír mal? ¿Dos veces? Por un buen rato contempló la tina. Luego, furiosa, quitó el tapón.
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