Liz Fielding - Orgullo y amor
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– Puedo comprar comida china, si quieres -le ofreció.
– ¿No es un poco extravagante? ¿Podremos darnos el lujo de eso, además de un baño nuevo? -preguntó Casey mientras el corazón le daba brincos traicioneros, al tener cerca a Gil.
– Creo que podemos, siempre y cuando mañana sólo comamos huevos y papas fritas -él sonrió-. Y no recuerdo haberte dicho que podemos pagar un baño nuevo. Sólo dije que lo pensaría.
– En ese caso quiero el veintisiete, el treinta y dos y el sesenta y uno del menú chino.
– No es mucha novedad para ti la comida china, ¿verdad? -preguntó él soltándola.
– Ya sabes cómo es, Gil. Prueba uno cosas nuevas, y prefiere uno los favoritos de siempre.
– ¿De veras? -el arrojó las llaves del auto al aire, y los ojos le brillaron peligrosamente-. Me pregunto cuáles de tus favoritos has estado probando últimamente -no esperó que ella respondiera, pero dio un portazo con mayor fuerza que nunca al salir.
Casey se estremeció; hacía frío en la casa. Eran principios de mayo y el clima caluroso desapareció tan pronto como había llegado. Por impulso encendió la chimenea. Acercó el cerillo encendido al periódico, prendió por un momento, pero se apagó.
– ¡Maldición! Debe ser la humedad -lo intentó de nuevo y esta vez logró mantenerlo encendido. Se sentó en cuclillas y se quitó un mechón de cabello que le molestaba en el rostro, sin notar que se manchó la mejilla de hollín. La leña empezó a humear y a quemarse, y el carbón cayó amenazando apagar el pequeño fuego-. ¡Con un demonio! -su primer intento de encender la chimenea y era obvio que no sabía hacerlo. Desesperada acercó un trozo de periódico y las llamas comenzaron a prenderlo. El ruido de un auto afuera la distrajo y el papel se le resbaló animando el fuego en una llamarada brillante.
– ¡Casey! -gritó Gil desde afuera-. ¡Casey! ¿Estás bien? -ella se puso de pie y dio un paso atrás, tirando la cubeta, que se cayó sobre el suelo de la chimenea. Ella miró desencantada el daño Hecho a la alfombra, pero Gil golpeaba furiosamente la puerta y no tenía tiempo de limpiar-. Casey. Dios mío, por un instante pensé que.
– Quería encender la chimenea -explicó ella sin aliento-. Creí que no iba a poder, pero parece que sí encendió.
– ¡Encender el fuego! Creí que ibas a incendiar la casa. Acabo de ver salir llamas en el tiro de la chimenea, por amor de Dios!
– Ah, no -musitó ella despreocupada-. Era sólo una hoja de periódico. No pretendía y… -calló cuando él la tomó de los hombros.
– ¡Gil! -protestó ella.
– Jamás se te ocurra -respiró hondo-. ¡Jamás lo vuelvas a hacer! ¡Prométemelo!-le ordenó.
– Hacía frío -dijo ella sintiéndose como una tonta-. Y el papel estaba húmedo.
– ¿Sí?, pues incendiar la casa es un remedio bastante drástico para cuando uno siente frío. La próxima vez mejor te pones otro suéter. ¡Promételo! -exclamó y la sacudió.
– Te… te lo prometo -dijo ella con humildad, y se quedó inmóvil sintiendo la tensión entre ellos. El la miró sin parpadear, luego cayeron los carbones en el fuego y pasó la tensión. El quitó las manos de sus hombros.
– Gracias. Ahora, mientras limpias todo este desorden voy a rescatar nuestra cena que dejé en la puerta. Siempre y cuando no la haya devorado algún perro.
– ¿Qué perro sería tan valiente? -bromeó ella, pero en voz baja.
Capítulo 5
CASEY despertó al día siguiente, debido al ruido en la puerta principal. Se quedó recostada un momento, disfrutando. Se preocupó por levantarse temprano después de aquella mañana en que Gil la había dejado dormir más, pero no se apresuraría, ya que él se había ido. Giró sobre sí, y cuando abrió los ojos descubrió que Gil estaba parado junto a ella.
– Buenos días, Casey. Siento haberte despertado, pero ya está listo el desayuno -ella hizo un esfuerzo por incorporarse, tirando de las sábanas para cubrirse.
– ¿El desayuno? -él colocó una charola en sus rodillas.
– Pensé que debíamos festejar de alguna manera nuestra primera semana juntos. Feliz aniversario -se inclinó y la besó en la mejilla antes de sentarse en el borde de la cama.
La charola contenía jugo de naranja, café, croissants frescos y una rosa roja. Casey la agarró y olió su aroma, mientras su larga cabellera cobriza le cubría la cara. Levantó la vista y sus ojos brillaban como zafiros.
– Es preciosa, Gil. Muchas gracias.
– No tan preciosa como tu, Casey -ella no supo qué responder a un halago tan directo y después de un momento incómodo Gil intentó levantarse.
– No te vayas, Gil. Ayúdame a comer esto.
– ¿No te gustan?
– Me encantan, ¡pero engordan!
– ¿Y eso es un problema? -bromeó él, pero aceptó la oferta-.. No querías que viéramos muebles de baño hoy? -preguntó Gil.
– ¿No vas a ir a trabajar?
– Tengo que ir, pero estaré listo a las once -Casey se recostó.
– Yo estaré ocupada con Brownies hasta las once y media. Podremos ir entonces.
– ¿Brownies?-él frunció el ceño-. Se supone que estás de luna de miel. ¿Y si te hubiera raptado a las Bahamas por un mes?
– Pero no lo hiciste -señaló ella.
– Es cierto, no lo hice -dijo él y se puso de pie-. Da lo mismo, en nuestras circunstancias. Hubiera sido un desperdicio de dinero, ¿no crees? -ella no respondió-. ¿Dónde quieres que te espere?
– En el vestíbulo junto a la Capilla Metodista.
El asintió.
– Ya sé dónde queda.
Una hora después, vestida con traje de lana azul marino y el cabello recogido, jugaba con las niñas que gritaban con entusiasmo participando en el juego del escondite.
– No sé qué haría sin ti, Casey -comentó Matty James más tarde cuando ya las niñas se habían despedido esa mañana asoleada de mayo-. No tengo paciencia para los juegos ruidosos como tú la tienes.
– Son muy divertidos. ¿Necesitas que te lleve?
– No, gracias. Me recogerá Brian.
– ¿Alguien mencionó mi nombre? -Brian James y Matty hubieran podido ser hermanos. Ambos eran canosos, de mejillas sonrosadas y amplias proporciones.
– Hola, Brian ¿Cómo estás?
– Muy bien, querida, como siempre-luego movió la cabeza y frunció los labios-. Y estaría mejor si usaras el uniforme apropiado como Matty.
– Este es mi nuevo uniforme, y es más cómodo. Mucho más práctico para los juegos.
Brian contempló a Matty con amor, fijándose en su falda azul marino algo ajustada y su camisa azul con su pequeño moñito en cuello.
– Lo mejor de la semana, Matty en uniforme -le guiñó el ojo a su esposa y ella se ruborizó-. Deberías probarlo con tu nuevo esposo Casey. Te dirá que no hay nada como un uniforme para volverse locos. Creo que son las medias azul marino.
– Brian, te pido que guardes silencio en este momento -lo regañó Matty-. Estás haciendo que Casey se ruborice.
Casey movió la cabeza. No se había ruborizado por Brian, sino porque Gil estaba parado en la puerta escuchando toda la conversación.
– Gil -exclamó ella, antes de que siguieran hablando-. Te quiero presentar a Matty y Brian -los presentó y luego dejó que Matty cerrara.
– ¿No te importa que me haya vestido así? -le preguntó a Gil limpiándose el polvo de los pantalones cuando él abrió la portezuela del auto.
– Para nada. Nunca me gustaron las mujeres con uniforme.
– No quise decir… ¡Oh!
– Pero soy parcial con las medias -continuó él como si ella no lo hubiera interrumpido-. Me gustan negras y con liguero. Por si te interesa.
– En lo más mínimo -respondió Casey acalorada.
– Creo que es una verdadera lástima -declaró él, y ella sintió alivio de que terminara la conversación, pues llegaron al sitio de la exhibición.
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