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Lucy Gordon: Un sueño imposible

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Lucy Gordon Un sueño imposible

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Toni y Donna parecían la pareja perfecta: eran jóvenes, se querían y estaban esperando un bebé. Cuando Donna se enteró de que estaba embarazada, Toni quiso formalizar su relación casándose con ella y Donna se sintió la mujer más feliz del mundo. Pero antes tenían que viajar hasta Italia para que la familia de Toni la conociera y les diera su bendición… y ahí empezaron los problemas. Rinaldo Manzini, el hermano de Toni, no estaba igual de contento. Sospechaba que Donna sólo perseguía a Toni por su dinero, para asegurarse una vida sin problemas económicos. Entonces Toni desapareció trágicamente de sus vidas y Rinaldo insistió en que Donna se convirtiera en su esposa, para que el bebé no naciera sin padre. Casarse con Rinaldo era casarse con su peor enemigo. Pero ¿cómo podía negarle la oportunidad de cuidar al hijo de su hermano?

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Donna no podía creerse lo que estaba viendo. Desde que Rinaldo había vuelto a casa, hacía dos semanas, apenas si había mostrado interés por el bebé; pero ahora, le estaba hablando como si, instintivamente, los dos hablaran un mismo idioma.

Toni lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y curiosos. Rinaldo seguía hablándole en un suave arrullo que Donna apenas oía.

– No te creas que no sé lo que estoy haciendo. No es la primera vez que lo hago, aunque reconozco que hace muchos años desde la última vez. Cuando mi hermano era pequeño, mi mamá me enseñó a cuidar de él.

Donna no podía ver la cara de Rinaldo, que estaba sacando unos pañales limpios, pero podía oír la sonrisa de su voz mientras le confesaba:

– Yo no quería hacerlo. Tenía nueve años y no lo entendía. «Mamá, los bebés son para las niñas», protestaba yo. Pero ella contestaba que todos los hombres debían saber cuidar de un bebé. Y tenía razón.

Empezó a ponerle el pañal con habilidad, moviendo los dedos muy diestramente.

– ¿Está bien así? -le preguntó con seriedad, como si Toni pudiera entenderlo de verdad. Y quizá fuera así, pues éste emitió un ruidito de satisfacción-. Tendré que acostumbrarme a estos pañales modernos. Antes, los pañales eran toallas sujetas con un alfiler y había que practicar mucho para pillarle el truco al alfiler. Una vez pinché a tu pa… a mi hermano, y no paró de gritar durante una hora.

Toni emitió un ruidito parecido a una risa y, para deleite de Donna, Rinaldo sonrió. Donna podía ver la ternura con que Rinaldo miraba al pequeño. Ya había terminado de cambiarle, pero, en vez de devolverlo a la cuna, se sentó con él en su regazo. El bebé se acomodó relajado y se quedó mirando a Rinaldo.

– ¿Ya estás cómodo? -le preguntó éste-. No te molesta que haya venido yo, ¿verdad? Ya es hora de que nos vayamos conociendo, de hombre a hombre, y eso es imposible con tantas mujeres como tenernos siempre alrededor.

Donna saltó una risilla involuntaria y Rinaldo elevó la mirada al instante.

– Supongo que por hoy ya hemos tenido un primer contacto -le dijo sonriendo-. Hasta la próxima… ¿Quieres comprobar si lo he hecho todo bien? -le preguntó a Donna, después de colocar a Toni en la cuna.

– No, ya veo que eres todo un experto.

– ¿Qué fue de ese ratón que Selina nos regaló?

– Me temo que Sasha le tomó cariño. Nadie le explicó que no era un ratón de verdad y…

– No se te ocurriría encerrar al gato aquí por casualidad, ¿no?

– No, pero le di una buena sardina de cena al día siguiente como recompensa -reconoció Donna.

Ambos rieron. El corazón de Donna estaba henchido de alegría. Rinaldo apagó la luz de la lamparita.

– Gracias -dijo ella-. Estaba un poco cansada.

– ¿Estás cansada ahora? -preguntó tocándole la cara.

– No -susurró, con el corazón acelerado-. Ahora no -le devolvió la caricia en la cara.

Rinaldo la rodeó y le dio un beso suave, como pidiendo permiso. Permanecieron juntos un segundo, compartiendo el calor de sus cuerpos.

– Hueles a polvos de talco -murmuró Donna.

– Y tú hueles a sueño.

Nada estaba siendo como ella había temido. En vez de forzarla para acostarse con ella, Rinaldo se mantuvo prudente hasta que Donna le agarró la mano.

Segundos después, su camisón había caído al suelo, descubriendo una figura aún voluptuosa. Rinaldo recorrió su cuerpo de caricias delicadas y Donna lo invitó a que siguiera seduciéndola.

Después de quitarle el pijama de seda, Donna deslizó los dedos por el pecho de Rinaldo y, poco a poco, ambos fueron avivando la chispa de sus pasiones.

De los dos, ella era la que más urgencia tenía. Todo su cuerpo se derretía por fundirse con Rinaldo. Habían pasado cuatro meses desde el parto, y Donna había recobrado todas sus fuerzas. Su realización como madre le había dado un brillo en los ojos, y ahora quería realizarse como mujer. Amaba a ese hombre y esa noche no estaba dispuesta a aceptar una negativa.

Se abandonó gozosa a sus caricias, disfrutando con el olor de su cuerpo y de su excitación en los preliminares del amor. Estaba lista para recibirlo mucho antes de que Rinaldo la poseyera y, cuando por fin la penetró, Donna exhalo completamente satisfecha.

El dolor y la soledad habían desaparecido. Estaba haciendo lo que era natural: mostrarle amor a su marido. Ya tendrían tiempo de discutir problemas pendientes, los cuales, seguro, se resolverían mucho más fácilmente después de aquella experiencia tan gloriosa.

Lo miró a la cara y se preguntó si Rinaldo era consciente de la expresión de asombro que tenía. Pero en seguida olvidó su pregunta, abandonada a los placeres de la carne. La estaba haciendo gozar como jamás se había atrevido a soñar y después de culminar su unión, Donna se amansó entre sus brazos… y se durmió.

Al despertar, Rinaldo estaba junto a la ventana, su cuerpo iluminado por los albores del amanecer.

– Ven -dijo Donna, extendiendo una mano.

Pero, aunque se acercó, Rinaldo no se metió con ella en la cama, sino que se quedó sujetándole la mano, como inseguro de qué debía hacer.

– ¿Qué pasa? -preguntó Donna, desconcertada.

– Nada… o sea… tenernos que hablar, Donna… de muchas cosas. Quería haber hablado contigo antes de esto… Lo de anoche me pilló por sorpresa.

– A mí también, pero, ¿qué importa?

– Será mejor que hablemos primero -dijo. Le dio un beso fugaz y salió de la habitación.

¿Qué sexto sentido avisó a Selina para que ésta los visitara ese día? Quizá fuera el instinto de un gato que araña cuando huele el peligro.

Donna estaba en el jardín cuando María le comunicó disgustada que Selina estaba en casa y había subido a la habitación del niño «como si fuera la patrona».

Donna subió a toda prisa. Se detuvo en el vano de la puerta, sorprendida por lo que estaba viendo. Selina estaba de pie con Toni en sus brazos. Estaba sonriendo al bebé de una manera que perturbó a Donna. No había ternura, sino sentimiento de posesión. Toni parecía intuir que algo iba mal, porque se movía nervioso y ponía gestos de desagrado.

– Yo lo sujetaré -dijo Donna extendiendo los brazos.

– Si sólo estamos conociéndonos, ¿verdad, pequeñín? -respondió Selina sin soltar a Toni.

– He dicho que yo lo sujetaré -repitió Donna.

– No deberías ser tan posesiva, Donna. El no es sólo hijo tuyo, ya sabes.

– Por lo que a ti respecta, sí -dijo Donna con voz severa-. Dámelo.

– No creo que quiera ir contigo -Selina se rió-. Creo que prefiere seguir con su otra mamma , ¿a que sí, precioso? Sí, claro que sí. Tenernos que conocernos mejor.

– Dámelo de una vez -repitió Donna con una voz tan serena como intimidante.

Selina miró fijamente a los ojos de Donna, se encogió de hombros y le devolvió a Toni, que se relajó en cuanto sintió los brazos de su madre a su alrededor. Le colocó la cabeza sobre el hombro al tiempo que le daba palmaditas en la espalda para calmarlo.

– No vuelvas a hablar de él como si fueras su madre. Jamás -le ordenó Donna.

– ¡Qué barbaridad! ¡Sí que eres posesiva! -Exclamó Selina entre risas-. Sabía que las madres de ahora tenían un carácter protector, pero lo tuyo es ridículo. Deberías ir al psiquiatra, chica.

– Tú no tienes nada que ver con Toni y nunca serás su madre, ni su madrina, ni nada parecido.

– Bueno, yo que tú no estaría tan segura de eso.

– ¿ Y eso qué significa?

– Vamos, Donna, ¿es que no lo sabes? Rinaldo sólo se casó contigo para asegurar el bienestar del hijo de su hermano. Para él fue un sacrificio, porque él y yo somos amantes. Lo sabías desde el principio y no creo que seas tan estúpida como para haberlo olvidado.

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