– Yo nunca he dicho que te tuvieras que librar de él -protestó-. Sólo quiero que seas consciente del peligro que entraña.
– ¿Peligro? -rió David-. ¿Kurt McLaughlin? Pero si es un gatito…
– Me fío de los McLaughlin tan poco como tú, pero hay que admitir que Kurt está haciendo un trabajo excelente en el departamento de marketing. Tenemos suerte de que esté con nosotros -añadió Matt.
Ella echó un vistazo a sus hermanos, sorprendida de no ver a nadie de su parte. Nadie comprendía lo peligroso que podía ser un hombre como Kurt en la estructura de poder de la empresa familiar.
– Yo te entiendo, señorita -sonrió Jesse a su hija-. Eres como yo. Ni olvidas ni perdonas -dio un golpe en la mesa-. Pero no lo voy a echar. Es bueno en su trabajo y no me importa cómo se apellide. De hecho, me encanta que sea un McLaughlin. Ahora puedo mirarlos a la cara en las reuniones de la cámara de comercio, sonreír y decirles que su chico trabaja ahora para mí. Yo soy el que se lleva el gato al agua en esta ciudad ahora, y ellos están acabados.
Entonces ella recordó las razones por las que huyó de allí en plena rebelión de los dieciocho años. Había decidido no volver nunca, y así lo habría hecho de no ser por la visita de Matt.
– Está viejo, Jodie. Viejo y enfermo, y nos necesita -le había dicho.
Se dio cuenta de que a su padre le temblaban las manos y, al mirarlo a la cara, el corazón se le aceleró de miedo. Matt tenía razón. Era viejo y estaba enfermo. Tal vez aún no le hubiera perdonado cosas que había hecho en el pasado, pero seguía siendo su padre y, en lo más profundo de su corazón, lo quería. Entonces era bueno haber vuelto y, a pesar de todo, se quedaría, al menos una temporada.
Y eso significaba que tendría que vérselas con Kurt McLaughlin. Su mente voló al momento en que la había rodeado con sus brazos en el ascensor. Tendría que protegerse contra sus encantos; tendría que seguir trabajando con él y tal vez eso fuera lo mejor: alguien tenía que velar por los intereses de su familia.
Una hora más tarde, decidió escaparse de las tensiones dando un paseo hacia el centro de la ciudad. Era una noche cálida iluminada por la luna y olía a heno recién cortado.
Caminó por las mismas calles de su juventud intentando decidir lo que haría. A la vuelta de la esquina estaba el parque en el que ella y Jeremy conspiraban sobre el modo de huir de Chivaree juntos. Parecía que había pasado un siglo desde entonces.
Jeremy… ¿Lo había amado de veras? Cuando lo pensaba desde la distancia, veía más excitación que amor. Se necesitaban el uno al otro, pero al final resultó que ella lo necesitaba a él y que él no la necesitaba. ¿No era lo lógico, siendo un McLaughlin?
Sus pasos se ralentizaron al llegar a la calle principal. Con todos aquellos edificios nuevos, la zona no le resultaba tan familiar, pero el Café de Millie seguía en su sitio, igual que lo había dejado. Tal vez entrase a tomar un café y saludar a Millie, la madre de Shelley, su mejor amiga del colegio. Pero al doblar la esquina vio que el local estaba lleno y que había gente de pie, esperando una mesa libre. Por un momento creyó ver a Kurt y el corazón le dio un brinco. Como no quería encontrarse con él, siguió caminando.
¡Maldición! ¿Iba a pasarse toda la vida reaccionando de ese modo ante su presencia? No podía vivir así. Se detuvo en medio de la carretera y miró al otro lado de la calle, hacia el café, para comprobar si realmente era él.
Un chirrido de frenos la sacó de su ensoñación. El miedo la dejó paralizada un par de segundos antes de saltar a un lado para apartarse, pero al mismo tiempo, su mente procesó que Kurt no podía estar en el Café de Millie, porque la cara de Kurt estaba en ese coche.
Después de esquivarla, Kurt intentó recuperar el control de su vehículo, pero ella vio horrorizada que no pudo evitar a un coche que venía de frente. Chocaron y el ruido metálico del impacto lo llenó todo.
Realmente, los daños se redujeron a unas abolladuras en el parachoques, pero Jodie corrió hacia los coches con el corazón en la garganta. El conductor del otro coche salió enfurecido, pero Kurt no se movió. Jodie, muerta de miedo, abrió la puerta y vio la extraña postura en que había quedado su cuerpo. Ella dejó escapar un gritito y él abrió los ojos verdes.
– Hola -dijo él, antes de que torciera el gesto por el dolor-. ¿Puedes llamar a un médico? Creo que me he hecho daño en la pierna.
Tenía que ser un embrujo. Cada vez que se giraba, se encontraba a Kurt McLaughlin rompiéndole el equilibrio mental. Tenía ganas de gritar, o al menos protestar, pero no podía quejarse de él cuando acababa de dejarlo cojo.
Al verlo tumbado con aspecto desvalido en la habitación de la acogedora casita que compartía con su hija Katy, Jodie deseó estar en cualquier otro lugar. Su hermano Matt estaba comprobando que la escayola que le había puesto en la clínica, hacía una hora, estaba perfecta y David, que había ayudado a llevar a Kurt a casa, parecía muy divertido con la situación.
Ella estaba en una esquina, deseando que la tierra se la tragase.
– Sabía que Jodie quería llamar mi atención -dijo Kurt, en broma, pero a punto de hacer que ella perdiera los nervios-, pero no me había dado cuenta de lo lejos que estaba dispuesta a llegar.
Ella emitió un quejido y su hermano David continuó con la broma.
– Hermanita, ése no es el mejor modo de conseguir que un hombre te pida salir.
Ella lo ignoró. Llevaba muchos años soportando las bromas pesadas de sus hermanos mayores y sabía que lo mejor era no hacerles caso. Por otro lado, se sentía fatal por lo que había pasado y quería que Kurt lo supiera.
– No sé cómo he podido ser tan estúpida -dijo, por millonésima vez.
Kurt miró al techo y gimió.
– Jodie, si vuelves a decirme lo mucho que lo sientes, le pediré a tu hermano que te ponga uno de esos esparadrapos en la boca.
Todos se echaron a reír y Jodie se puso colorada. Estaba claro que a sus hermanos les caía bien Kurt; no entendía cómo podían estar tan ciegos.
Pero lo que más le sorprendía era lo bien que Kurt se lo había tomado todo. Ella habría esperado algún grito y muchos juramentos, pero apenas los escuchó. Tal vez si él hubiera estado más gruñón, ella lo habría llevado mejor: podría estar enfadada en lugar de sentirse culpable.
Cuando el equipo de emergencias de los bomberos vieron que Kurt tenía la pierna rota, ella decidió llamar a su hermano, el mejor médico de la ciudad, y éste había acudido enseguida trayendo a David consigo. Entre los dos habían llevado a Kurt al hospital para que le hicieran una radiografía. Tenía una fisura en la rótula, lo cual podía ser muy doloroso, y Matt le había dicho que lo tendría escayolado un par de semanas, hasta que pudiera pasar a un vendaje que le permitiera más libertad de movimientos.
Todo había ido bastante bien y, una vez en casa, Matt le había dado unos analgésicos. Tal vez por eso estuviera Kurt tan tranquilo… anestesiado por las medicinas.
Ella quería marchase a casa y olvidarse de todo, pero no podía porque el accidente había sido culpa suya.
– Jodie es fisioterapeuta -le estaba diciendo Matt-. Podrá ayudarte en la rehabilitación.
– Lo había olvidado -dijo Kurt, y le sonrió, consciente de que eso le molestaría-. Me vendrá bien.
Jodie se quedó helada. De un modo u otro, siempre acababa atada a aquel hombre. Debía de ser un maleficio.
Para sorpresa de Jodie, la mirada de Matt se detuvo sobre una fotografía enmarcada que descansaba sobre la cómoda.
– ¿Es tu hija? -preguntó.
– Sí -asintió Kurt, orgulloso-. Es Katy. Esta noche está en casa de mi madre.
Matt observaba la fotografía de un modo que Jodie encontró extraño. No sabía en qué momento habían empezado a gustarle los niños a su hermano mayor. Como ninguno de los seis hermanos tenían esposos o hijos, Jodie pensaba que él sería de su misma opinión: a ella no le desagradaban los niños, pero estaba más cómoda cuando se mantenían a distancia. Tal vez Matt no lo viera así.
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