Ambos escucharon un rato en silencio, pero nadie respondió. Él se volvió para mirarla.
– No hay nadie en la sala de control -dijo con el ceño fruncido.
– Está claro -respondió Jodie, intentando no pensar en que tal vez ellos dos fueran las dos únicas personas en el edificio. Mabel Norton ya debía de haber salido al aparcamiento y el resto de trabajadores se habían marchado hacía tiempo. Su única esperanza era comunicarse con el mundo exterior.
– ¿Hay alguna alarma?
– ¿Una alarma? Claro -alargó la mano y tiró de la manivela. No ocurrió nada.
– Tal vez no hayas tirado lo suficientemente fuerte -dijo ella, empezando a estar realmente asustada-. Vuelve a intentarlo y dale un buen tirón.
El volvió a intentarlo con más fuerza y se giró hacia ella con el tirador en la mano.
– Vaya -dijo.
Jodie se mordió el labio y contuvo un comentario muy justificado, teniendo en cuenta la situación.
– Muy bien -dijo, esquivando su mirada-. Puesto que ninguno de los dos tiene el móvil a mano, supongo que tendremos que esperar.
– ¿Esperar? -repitió Kurt, pasándose una mano por el pelo castaño y mirándola como si ella supiera la respuesta-. ¿Esperar a qué?
– A que alguien se dé cuenta de que hemos desaparecido.
Él se volvió, impaciente, y después la miró a los ojos.
– Todo el mundo se ha ido a casa -dijo con un gruñido, como si se acabara de dar cuenta de ello. Ella tragó saliva. Tenía razón. Tal vez tuvieran que pasar allí mucho tiempo, y eso no le gustaba nada-. Estaremos atrapados hasta que alguien intente usar el ascensor y vea que no funciona -dedujo él acertadamente-. Estamos solos tú y yo, pequeña.
Aquella situación no se le había pasado nunca por la cabeza. Alargó la mano para sujetarse en la barandilla lateral y mantener el equilibrio. El aire empezaba a parecerle más escaso, y los hombros de Kurt cada vez más anchos, llenando la cabina del ascensor. Además, con aquellas botas de cowboy, él parecía aún más alto de lo habitual.
– Ésta es tu peor pesadilla, ¿verdad? -preguntó él casi divertido, como si le hubiera leído el pensamiento, otro más de sus talentos ocultos.
– No sé de qué me estás hablando -contestó Jodie, concentrándose en leer la placa de inspección del ascensor. El documento, que parecía oficial, decía que el ascensor estaba en perfectas condiciones. Mentira.
– ¿No? -se echó a reír.
Ella lo miró y se arrepintió casi al instante.
– ¿Acaso te estás divirtiendo con esta situación? -preguntó.
Kurt consideró la cuestión un segundo, con una ceja levantada.
– La respuesta no es tan fácil como crees -dijo él-. Las circunstancias pueden ser un factor decisivo. Si me hubiera quedado encerrado con Willy en el cuarto del material, él habría sacado una baraja de cartas del bolsillo y habríamos jugado hasta perder la noción del tiempo. Si hubiera sido con Bob, de contabilidad, me habría contado una de esas fascinantes historias de cuando estaba en el ejército y Tiana, de marketing, me habría hecho una demostración de danza del vientre. Está yendo a clases.
Jodie hizo un ruido de impaciencia, deseando que no siguiera por ese camino.
– Ya, pero no estás con ninguna de esas maravillosas e interesantes personas, sino conmigo.
– Sí. Contigo -sus dientes brillaron en una amplia e impúdica sonrisa mientras la recorría de arriba abajo con la mirada, lo que le hizo desear no llevar aquel ajustado jersey azul y la falda de ante bien ceñida. Él la retó-. ¿Y a ti qué se te da bien?
Jodie deseó largarse de allí; imposible, teniendo en cuenta la situación. En su lugar, decidió aparentar estar aburrida con la situación.
– Nada, supongo -dijo ella, con cierto tono sarcástico.
Cuando él apoyó su cuerpo musculoso contra la pared, Jodie no pudo evitar que su mirada se posara en los muslos bien torneados que dejaban adivinar sus pantalones.
– Vamos, Jodie -dijo él-. No te infravalores. A mí me parece que tienes algo muy divertido.
Aquello la dejó helada y lo miró, dispuesta a rebatir cualquier cosa que él dijera.
– ¿De qué estás hablando?
– Vamos, es como si fuera 1904 y acabara de robar la yegua favorita de tu padre. Parece que llevas el peso de la rivalidad McLaughlin-Allman sobre tus hombros.
Ella se estiró. Estaba entrando en su territorio.
– La rivalidad McLaughlin-Allman es un hecho -lo corrigió con frialdad-. Y no sé por qué dices que es importante para mí.
– Porque lo es -dijo él, moviéndose incómodo y mirándola con dureza-. Pero la mayoría de la gente ya ha olvidado todo eso.
– Eso es lo que tú crees -el problema era que sabía que él podía estar en lo cierto. Ella parecía ser la única en recordar aquella disputa. ¿Qué había pasado? Antes aquello era el punto central de la vida de la ciudad.
– Ya veo -dijo él-. Por eso me tratas como si tuvieras que vigilar la cubertería de plata cuando ando cerca. No puedes superar esas viejas peleas.
Ella dejó de fingir.
– Ninguno de nosotros puede -contestó, testaruda.
– Eso no es cierto. Mírame a mí.
No quería mirarlo. Sabía que si lo miraba se podría meter en líos, pero al final acabó haciéndolo.
Y por primera vez lo vio del mismo modo que los otros, no como un oponente de una antigua batalla, sino como un hombre con una sonrisa verdaderamente atractiva y una presencia radiante de masculinidad. Su cuerpo reaccionó de un modo tan intenso que su corazón se lanzó a la carrera y un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Cuando sus ojos se encontraron, tuvo la inquietante sensación de que él podía ver el fondo de su corazón y de su alma.
– ¿Así que crees que tú lo has cambiado todo? -dijo ella, deseando que no se notara el temblor de su voz.
– No -él sacudió la cabeza-. Yo no he cambiado nada. En realidad, ha sido tu padre.
– Al contratarte, quieres decir.
– Claro. Supongo que te imaginas que la gente no lo alababa precisamente entonces.
Y dijo aquellas palabras como si admirase realmente a Jesse Allman por haber cruzado la línea.
Jodie lo miró consternada. ¿Acaso pensaba que su padre lo había contratado por la bondad de su viejo corazón? ¿Podía estar tan despistado?
No, no era eso. Él no era estúpido, pero ella tampoco. Sabía desde el principio que Kurt tenía sus propios planes, y si no, ¿por qué iba a estar trabajando en Industrias Allman, robándole el corazón a todo aquél con el que se cruzaba? Él podía hacer como si no recordara el pasado, pero ella lo tenía muy claro. Conocía a los McLaughlin: había sido un McLaughlin el que estuvo a punto de arruinarle la vida, pero eso era otra historia.
En cualquier caso, sabiendo cómo eran los hombres McLaughlin, tenía muy claro que tenía que alejarse de la influencia de Kurt. Dio un paso hasta el centro del ascensor, puso los brazos en jarras y miró a su alrededor.
– Ya está bien. Lo que tenemos que hacer es concentrarnos en ver qué haremos para salir de aquí.
Él la miró con pereza.
– ¿Salir de aquí? Muy bien. ¿Tienes alguna idea?
– A ver… -miró las paredes y el techo y vio algo interesante-. ¿Eso de ahí arriba no es una trampilla? Tal vez podamos abrirla. ¿Por qué no subes y echas un vistazo?
Ella lo miró, expectante y él le devolvió una mirada sorprendida, aún apoyado contra la pared del ascensor, como si no tuviera intención de cambiar de postura.
– ¿Yo?
– ¿Y por qué no? -preguntó ella con impaciencia-. ¿No lo hacen los hombres en las películas?
Él levantó la mirada hacia la supuesta salida, que estaba casi un metro por encima de su cabeza, y asintió.
– Claro. En las películas -la miró fríamente-. ¿Y cómo supones que voy a llegar hasta ahí? ¿Crees que tengo alas o zapatos con ventosas en los bolsillos para subir por la pared?
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