– No entiendo qué tiene que ver su bienestar contigo y conmigo, dulzura.
Farran sólo logró deducir que su esposa debió llevarse consigo a los niños a Inglaterra y que Russell debía estar molesto al respecto. Pero, como sus hijos la preocupaban mucho, insistió.
– Tendrán todo que ver con nosotros cuando vengan de Inglaterra a visitarnos -señaló con suavidad.
Russell terminó esa vez con todos sus sueños románticos al destruir la idea de que su esposa e hijos estaban en Inglaterra… ni siquiera habían salido de Hong Kong.
– ¿Visitarnos? -replicó-. Vaya, Farran -pareció entenderlo todo de pronto-. Sólo quise decir que vinieras a mi apartamento durante el fin de semana… no que te mudaras allá. ¿Cómo podrías hacerlo, de cualquier forma, y a que mi esposa y mis hijos regresarán de su viaje a la isla Lantau el lunes? No creo…
Farran no se quedó a oír lo que creía. Mortificada por su propia estupidez, corrió y ocultó su humillación, de él y del resto de mundo, al encerrarse en uno de los cubículos del baño.
Seguía mortificada y no pensaba con claridad cuando regresó a la oficina. Se percató de que Rusell estaba ausente en ese momento y escribió su carta de renuncia. Salió del edificio y al llegar al santuario de su pequeño apartamento, lo primero que hizo fue llamar al aeropuerto.
El primer vuelo disponible de esa misma noche, lo cual apenas le dejó tiempo para hacer las maletas y arreglar algunos asuntos pendientes en Hong Kong. Apenas logró alcanzar el vuelo.
Cuando el avión aterrizó y se sintió el ligero impacto de las ruedas contra la pista, Farran salió de su ensueño. Una hora después, estaba en ruta hacia la pequeña ciudad de Banford, su único hogar, en el condado de Buckinghamshire.
El tío Henry, su padrastro, se sorprendería al verla, pensó la chica durante el trayecto. O quizá no lo haría. Henry Preston era un inventor de aparatos que no tenían ningún uso práctico. Casi siempre se absorbía en su invento actual y quizá habría olvidado que no había visto a su hijastra desde hacía diez meses.
Como no dormía desde hacía veinticuatro horas, Farran estaba agotada, no sólo emocional sino físicamente, al intentar cargar su equipaje a la casa de su padrastro. Sin embargo, no lo vio a él sino a la señora Fenner, el ama de llaves "de corazón de oro", que trabajaba para ellos desde hacía varios años.
– ¡Qué sorpresa! -sonrió ésta al divisar a la chica. Y, al ayudarla con las maletas, exclamó-: El señor Preston nunca dijo que llegarías hoy -sonrió mostrando sus dientes postizos-. Pero está tan concentrado en su última idea, que estoy segura de que no sabe si está en la Tierra o en la Luna.
– No le avisé al tío Henry que vendría -explicó Farran al estrecharle la mano, y se alegró de que nada, ni siquiera el sentido de humor de la señora Fenner, hubiera cambiado-. ¿Está en el taller?
– ¿En dónde más? -replicó la señora Fenner y añadió, mientras la chica ya se dirigía en esa dirección-: Prepararé un poco de café.
Farran entró en el taller de su padrastro y, como éste no la oyó, permaneció un rato observándolo. Tenía cincuenta y nueve años y, a pesar de que nunca tuvo un salario fijo, siempre estaba ocupado en algo. Hubo un tiempo en que los Preston fueron ricos, pero ya no era el caso. AI mirar al amable hombre, absorto en algún problema, la inundó una oleada de calidez. De pronto, ya no le pareció tan traumático el hecho de que su madre la dejara en ese hogar. Georgia, la hija de Henry Preston, tenía dieciocho años en este entonces y Farran siempre se entendió bien con ella, a pesar de ser muy diferentes.
Farran pensó en ese momento que quizá su madre charló acerca del asunto con Henry antes de marcharse y que tal vez juntos estuvieron de acuerdo en que era mejor para la niña quedarse allí, en vez de sufrir un cambio de escuela y de todo lo demás.
Nunca Henry ni Georgia la hicieron sentir mal en su casa, y nunca le señalaron a Farran que le dieron un hogar cuando su madre se marchó. Invadida por un agradecimiento profundo, su voz se tornó algo ronca al decir:
– ¡Tío Henry!
– ¿De dónde saliste? -inquirió Henry Preston al darse la vuelta, atónito-. Todavía no se cumplen los doce meses desde que te fuiste, ¿verdad? -sonrió y se acercó para abrazarla y darle un beso.
Farran se sorprendió de que recordara que su contrato duraría un año y negó con la cabeza.
– No, todavía no -quedó intrigada por la siguiente pregunta que escuchó.
– ¿Acaso también te llamaron?
En honor de verla en casa sin esperarla, Henry Preston se quitó el overol y fue a tomar un café con su hijastra a la sala de estar.
Farran entendió a qué se refirió la pregunta de su padrastro. La aclaración provocó que dejara de estar ensimismada en sus propios problemas para entristecerse por otra cosa. Al parecer, una señora King llamó a su padrastro una hora antes para informarle que su única parienta de sangre, además de su hija, murió el día anterior.
– ¿Murió la tía Hetty? -Farran habló con tristeza, pues conoció a la anciana diez años atrás. El título de "tía" formaba parte de la misma cortesía con la que llamaba "tío" a Henry Preston.
– Me temo que sí. La señora King me llamó para avisarme que el funeral se efectuará el próximo martes -hablaron con respecto de la señorita Hetty Newbold, la anciana de ochenta y un años en cuya casa Georgia y Farran se quedaron a pasar la noche varias veces. Henry cambió de tema-. Georgia ya había salido para ir al trabajo cuando la señora King llamó, así que yo la llamé por teléfono. Me dijo que como parece que esta señora King era una de las amigas íntimas de la tía Hetty, y que como parece haberse hecho cargo de todos los preparativos, no tiene mucho caso que vayamos a Dorset antes del próximo martes. Parece que tiene muchísimo trabajo en el salón.
– Qué bueno que su negocio marche sobre ruedas -añadió Farran. Dejó de pensar en la tía Hetty para enorgullecerse del éxito de su hermanastra, obtenido gracias a su talento y trabajo, desde que puso el primer salón de belleza elegante en Banford hacía tres años.
Pensó en la ambición de Georgia de ser dueña de una cadena de salones y la fatiga la invadió cuando su padrastro le preguntó:
– ¿Irás a la ciudad a ver a Georgia?
Farran logró sonreír. El tío Henry debía tener un invento de la mayor importancia en el taller puesto que, después de veinte minutos de estar alejado de eso, ya empezaba a tener síntomas de nostalgia.
– De hecho, pensaba irme a la cama.
– Que desconsiderado de mi parte -de inmediato se disculpó-. Claro, para llegar a esta hora del día, debiste volar de noche. Bueno, le diré a la señora Fenner que te prepare la cama… -se interrumpió cuando la señora Fenner vino a ver si ya habían terminado de tomar el café.
– El cuarto de Farran estuvo listo para usarlo desde el día en que se fue -rezongó la leal ama de llaves-, y acabo de hacerle la cama. Creo que le haría bien dormir unas horas -comentó al ver a la chica.
Sin embargo, tan pronto como estuvo a solas, a Farran le costó algo de trabajo conciliar el sueño. Dejó de pensar en la señora Fenner, en el tío Henry, en Georgia y en la tía Hetty. ¿Cómo pudo ser tan tonta? Tenía veinticuatro años, por el amor de Dios. ¿Cómo pudo ser tan… ingenua?
Se tapó con las colchas y se enfrentó al hecho de que, mientras ella estuvo sumida en ilusiones amorosas, el amor nunca formó parte de las ideas de Russell. Nunca la amó, eso estaba muy claro. Todo lo que quiso fue una aventura adúltera… ¡en el hogar que compartía con su esposa e hijos, además!
Farran se enfrentó a la verdad y a su propio error. Supo, ¿verdad?, que estaba casado. Si quería pretextos para su conducta podía pensar que creyó que su matrimonio no tenía solución y que, una vez que dejó de luchar contra su amor, empezó a imaginar un futuro al lado de Russell.
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