Bree intentaba convencerse de que se trataba de Simón pero en lo más hondo sabía que no lo era. Su adorador nocturno era sensual y terriblemente perceptivo. Si hubiera intentado agarrarla le habría abofeteado. Pero nunca la cogía. Nunca tomaba. Simplemente la acariciaba con una fascinación y una suavidad infinitas.
– Simón… -dijo ella desesperada.
Su llamada sólo le valió otro beso. En esa ocasión Simón usó la lengua. Aterciopelada, húmeda, acariciante. Sin forzarle a abrir los labios, sino mimándola con una invasión gentil. Simón descubrió la suavidad de sus dientes. Encontró la lengua que ella había aplastado contra el paladar.
Bree se echó a temblar. Muchas, demasiadas noches a solas.
– ¡Maldita sea, Simón!
Él alzó la cabeza y sonrió. Luego volvió a besarla. Dominantemente, por completo. Bree pudo sentir el calor y la potencia de su cuerpo. Una llama se encendió abrasadora en sus entrañas.
Simón la besó otra vez, una promesa agresiva de intimidad. Las manos encontraron sus pechos. Era como si él supiera que Bree podía ser dolorosamente sensible. Pocos hombres se habían molestado en descubrir que el tamaño pequeño concentraba la sensación sin disminuirla. Bree supo que tenía un problema serio.
– Vuelve a la cama, Simón -dijo con voz encendida de deseo.
Simón dejó de acariciarla.
Bree tomó aliento buscando unas fuerzas de las que carecía. Necesitaba su sentido común pero lo sentía frágil como los pétalos de una rosa bajo el sol.
– Simón, quiero que te vayas. Ahora mismo. Vete a la cama.
No hubo ningún cambio en la manera en que siguió mirándola a la luz de la luna. Sin embargo, la obedeció. Bree sintió una última caricia en la mejilla y un peso que dejaba el colchón. Con la misma lentitud de un gato al acecho, Simón se dirigió a la puerta.
Bree saltó fuera de la cama. Logró abrir la puerta y apartar la silla en el mismo momento en que él salía.
– ¡Hola!
Bree abrió un ojos. Se dio cuenta de que había vuelto a dormirse. Jessica estaba sentada con las piernas cruzadas a los pies de la cama, se rascaba una pequeña costra en la rodilla. El atuendo que había escogido para el día eran unas mallas de color naranja fluorescente, tres pares de calcetines y una de las camisas blancas de su padre.
– ¿Quieres que hagamos pasteles? -preguntó llena de ilusión.
– No puedo. ¿No te acuerdas de que me tengo que marchar esta mañana? Lo hablamos ayer.
Con la cabeza todavía confusa, miró a las puertas de la terraza que estaban cerradas. Luego miró a la puerta que daba al pasillo. Estaba abierta cuando ella recordaba haberla cerrado.
– Cariño, ¿cómo has entrado?
Jessica metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una llave de latón larga y brillante que volvió a guardar sin comentarios.
– ¿Sabe tu papá que la tienes?
– Papá lo sabe todo -le informó la niña-. Si te vas me moriré.
Bree se incorporó y abrazó con fuerza a la pequeña.
– Nos lo pasamos bien ayer, ¿a que sí?
Los ojos tristes de Jess siguieron sus evoluciones mientras se vestía. Se peinó y dobló su saco de dormir mientras ignoraba las protestas de su estómago vacío con la misma determinación con la que ignoraba el reproche en la mirada de Jess.
Dos noches con un sonámbulo eran más que suficiente. Estaba segura de que cuando hubiera puesto unos mil kilómetros de distancia entre ellos sería capaz de apreciar el humor que había en toda la situación. No obstante, durante dos noches, un hombre al que casi no conocía había convertido la oscuridad en magia haciendo que ella se derritiera como la mantequilla al fuego, conmoviéndola por dentro y por fuera. Y lo había encontrado en un lugar imposible. Pero había unas cuantas pegas. En primer lugar, Simón no tenía ni idea de lo que había hecho. Bree no podía soportarle a la luz del día.
«Mueve el trasero y sal de aquí antes de que te metas en más problemas», se urgió a sí misma.
No obstante, tenía que demorarse unos cuantos minutos. Se arrodilló junto a su desconsolada amiga.
– Necesito una sonrisa para marcharme, «Chére». Y no pongas esa cara, no hace una mañana para estar triste. Ya sé que nos divertimos mucho ayer. Pero no vas a necesitarme. Estoy segura que tu padre habrá localizado a tu mamá y…
– No importa. Me quedo con él.
– Ya sé que es lo que tú quieres -dijo acariciándole los bucles.
Una de las razones por las que se había quedado el día anterior había sido la aparente ineptitud de Simón para cuidar de su hija. Pero, ¿qué clase de madre abandonaba a su hijo sin explicaciones? Todavía no conocía la historia de la madre pero había pasado el día en compañía de una de las niñas más traviesas y creativas que había conocido en su vida. Eso sólo podía ser posible si había crecido con amor y cuidados infinitos.
– Ayer me contaste muy poco de tu mamá. Claro, que la querrás mucho.
– Un montón.
– Apuesto a que debe estar echándote de menos.
– Yo también la echo mucho de menos pero me quedo con papá. Lo tengo decidido. Puedo cuidarme yo sola pero sería mucho más fácil que tú te quedaras. Es muy difícil que una sola persona pueda cuidar de él.
Bree pensó que haría falta más de una legión entera para hacerse cargo de Simón pero se guardó mucho de comentarlo con su hija.
– Tengo que irme, cariño. Lo siento.
– Por favor, Bree. ¿Por favor?
Aquellos ojos de cordero degollado no tuvieron el menor efecto sobre ella. Dio gracias por haber desarrollado su fortaleza en aquel año. Fue rápidamente al baño y sin detenerse salió de la casa.
Fuera, respiró profundamente para llenar sus pulmones de aire fresco. Le dio unas palmaditas de despedida a uno de los leones y comenzó a guardar sus cosas en el diminuto maletero del Volkswagen. El sombrío Mercedes de Simón estaba junto a los graneros que suplicaban una mano de pintura. Bree mantuvo los ojos fijos hacia el otro lado.
La noche de la tormenta había salido de las tierras malas pero desde allí se divisaban los pináculos de roca y las mesetas que habían llamado su atención fascinándola. Todavía había mucho mundo por explorar. ¡Podía hacer lo que quisiera! ¡Podía ir a cualquier parte!
Se obligó a sí misma a no pensar tonterías y a reconocer que estaba a punto de echarse a llorar. No podía creer que le hubiera cogido tanto apego a los dos Courtland en poco más de veinticuatro horas. Estaba ajustándose el cinturón de seguridad cuando la puerta principal de la casa se abrió de un golpe.
– ¿Está contigo?
– ¿Jessica? -dijo ella sintiéndose mejor al verle.
Oír su tono dominante disminuía la pena de marcharse. Simón bajó los escalones que le separaban del coche de dos en dos.
– Por supuesto que me refiero a Jessica. ¿Conoces a otra terrorista de cuatro años por aquí? ¿No está contigo?
– No.
– ¿Y no la has visto?
– No en los últimos quince minutos. Tampoco puede estar muy lejos.
A su pesar, Bree se encontró mirando su rostro. Después de su primer encuentro nocturno había estado seguro de que él no recordaría nada. Pero esa mañana pensaba lo contrario. ¿Cómo podía un hombre besar con tanta dinamita y no acordarse?
– ¿Estás seguro de que no está en la casa?
– La he estado llamando más de cinco minutos.
– Bueno, no puede haber salido por la puerta principal porque entonces la hubiera visto…
– Tiene que ser por tu culpa.
– ¿Mi culpa?
Bree se desabrochó el cinturón y salió del coche. El viento le revolvió los cabellos mientras se encaraba con él. Era la irritación lo que hacía que su corazón latiera de aquella forma y no la proximidad de Simón. Era capaz de tomar cianuro antes de admitir que le atraía… al menos durante el día.
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