Un ruido extraño despertó a Cash al amanecer. Lexie seguía dormida a su lado. Ella había robado noventa por ciento de la almohada y setenta por ciento de la manta durante la noche, pero no lo había despertado el frío.
De nuevo, Cash escuchó aquel ruido. Era como un jadeo. Lexie y él habían jadeado durante mucho rato, pero no era lo mismo.
Cuando asomó la cabeza por debajo de la cama, vio dos cachorros. Y después, una cabezota rubia. Martha, con otro cachorro en la boca.
– ¿Cómo has entrado aquí? -murmuró, medio dormido.
Lexie se despertó, pero no abrió los ojos.
– Martha y yo tenemos un acuerdo. Ella va donde voy yo -dijo, sonriendo-. Y se trae a sus cachorros.
– La puerta estaba abierta cuando entramos, ¿verdad?
– Sí. Vuelve a dormirte, McKay. Y tápame, me estoy quedando helada.
– No voy a dejar que te hieles. Nunca.
– Es demasiado temprano para eso -rió ella-. Pero vuelve aquí y dame calor antes de que te pegue una paliza.
– Me encantaría, pero tengo que volver a mi habitación antes de que Sammy se despierte. Además, en esta habitación hay demasiada gente para mí.
– ¿Estás diciendo que tendrías un problema si Elle MacPherson se metiera en la cama?
– No me agrada decirte esto, cariño, pero tú me gustas más que cien Elle MacPherson -contestó él, dándole una palmadita en el trasero-. Vuelve a dormirte. Pero te lo advierto, en cuanto estemos solos, vamos a tener una larga charla sobre anillos de compromiso. Y niños. Y esa palabra tan aterradora… matrim…
Lexie volvió la cabeza tan rápido que casi lo golpeó en la barbilla. Y, a pesar de la oscuridad, Cash vio miedo en sus ojos. Y vio que se había quedado pálida.
Vio el «no» en su expresión antes de que ella lo dijera.
El miedo lo paralizó. No podía ser. Ninguna mujer lo había amado como ella. Lexie desnudaba su alma cuando estaban juntos y confiaba en él completamente.
Pero una parte de ella seguía escondida, asustada. Cash no sabía qué era, pero sabía que estaba a punto de perderla, completamente y para siempre, a menos que pudiera descubrir cuál era el problema.
Y pronto.
A la hora de la cena, Cash había soportado todo lo que podía soportar. Había intentado hablar con Lexie después de los ejercicios matutinos, pero no fue posible. Se la había encontrado dirigiéndose al cuarto de masajes con Bubba; después, en la cocina con Keegan; y más tarde, jugando con Martha y Sammy en el jardín. No había estado sola ni un segundo. Cuando vio que ella no bajaba a cenar, se le hizo un nudo en el estómago. Era la primera vez que no cenaba con ellos y Cash se dio cuenta de lo obvio: Lexie no quería estar a solas con él.
Debería haber esperado un poco antes de pedirle que se casara con él. Y debería haberle dicho algo romántico, en lugar de ser tan sincero. Además, era demasiado pronto. Lexie escondía algo que le hacía daño, ese mismo «algo» que la había llevado a la montaña Silver y que causaba los ataques de ansiedad.
Cash estaba bastante seguro de saber lo que era, pero Lexie estaba a punto de marcharse. Y aunque había hecho la pregunta demasiado pronto, sabía que ella lo amaba y, sobre todo, que él la adoraba. No tenía verdadero miedo de no poder resolver lo demás, que era poco importante, mientras el asunto del amor estuviera claro. Solo que Lexie no estaba en el mismo tren que él. Por el momento, ella iba a cien kilómetros por hora… pero en distinta dirección.
Después de la cena, Sammy y Keegan jugaron una partida de cartas y Cash aprovechó para salir a tomar el aire.
Estaba anocheciendo y todo estaba tranquilo. Caminaba como un autómata, poniendo un pie después de otro, con la cara de Lexie en su cabeza. Se decía a sí mismo que aún no había perdido la batalla. Ella tenía que volver a la ciudad, de acuerdo. Pero eso no significaba que todas las puertas estuvieran cerradas.
Había anochecido, pero Cash no quería volver a casa. Aún no. No, hasta que tuviera algún plan. Conocía aquella tierra como la palma de su mano y sabía que no tropezaría aunque la noche fuera negra como boca de lobo. Y siguió caminando.
Estaba intentando no desesperarse, pero no lo conseguía.
Un animalillo, un topo seguramente, se cruzó en su camino entonces y Cash dio un salto para no pisarlo. Pero resbaló en el barro y se golpeó la rodilla contra una piedra.
Y cayó al suelo, de culo.
No era la primera vez que se caía. No había nada raro en caerse en el bosque. Pero cuando intentó levantarse, Cash se dio cuenta de que no podía.
Había anochecido y Lexie, en la biblioteca, estaba recordando su primera conversación con Cash.
Debería haber sabido entonces qué clase de hombre era; un hombre con el que ella podría vivir para siempre. Un hombre con el que compartiría…
– ¿Lexie?
Ella se dio la vuelta. Cuando vio la visera mal colocada y los vaqueros sucios de Sammy estuvo a punto de sonreír. Hasta que vio su expresión.
– ¿Qué pasa, cielo?
– No encuentro a Cash. Me había ido a la habitación a esperarlo, porque pensé que estaba hablando contigo, como siempre. Pero es muy tarde…
– No lo he visto -dijo Lexie, mirando su reloj-. Y es verdad, es un poco tarde.
– Casi las diez. Y, normalmente, me mete en la cama a las ocho y media -dijo Sammy-. No puedo irme a la cama solo, ¿sabes? Pero Cash dice que no puede dormir hasta que me da un abrazo y… no sé dónde está.
– Me parece que hoy vas a acostarte tarde.
– Qué bien, ¿no? -dijo el niño. Pero no parecía nada alegre.
– ¿Le has preguntado a Keegan o a George? O quizá está con el grupo de Omaha. Ya sabes que pasa mucho tiempo con los clientes nuevos para que se vayan acostumbrando.
– No está con ellos. Cash siempre me mete en la cama a las ocho y media, aunque tenga un millón de cosas que hacer. Todos los días. No es que tenga miedo…
– Sammy, no te preocupes -lo interrumpió Lexie, tomando la cara del niño entre las manos-. No le ha pasado nada. Seguro.
– No estoy preocupado.
– ¿Te apetece que veamos la tele hasta que vuelva? Podríamos hacer palomitas.
– Vale.
Mientras Sammy estaba frente al televisor, Lexie fue al teléfono interior y habló con Keegan y George. Los dos se ofrecieron a quedarse con Sammy, pero ninguno parecía preocupado por Cash. Quizá estaba dando un paseo u ocupado haciendo algo, le habían dicho. Era raro que no hubiera metido a Sammy en la cama, pero no tanto como para asustarse, según ellos.
Lexie preparó galletas y leche para el crío, pero Sammy no las tocó.
– Has llamado a Keegan, ¿verdad?
– Sí -contestó ella-. Y a George. Ninguno de ellos está preocupado, Sammy. Todos saben que tu padre está muy ocupado y a veces se le olvida mirar el reloj.
– Cash siempre me dice si va a estar en alguna parte cuando tengo que irme a dormir -insistió el niño.
– Ya entiendo. Pero de verdad creo que no debes preocuparte. Y cuando llegue, le echaremos una bronca.
Por fin, los ojos azules de Sammy se iluminaron.
– ¡Eso! ¡Le echaremos una bronca!
– Se va a enterar.
– ¡Sí! ¡Ya verá!
– Le daremos una paliza por preocuparnos.
– ¡Sí, sí! -exclamó el crío. Pero unos segundos después, cerró los ojos-. Lexie, me parece que me va a dar un ataque, como a ti. No estoy seguro, pero me late muy fuerte el corazón y me sudan las manos. Y quiero devolver. ¿Era así como te sentías cuando estabas en ese armario y tenías miedo?
Lexie le pasó un brazo por los hombros y besó la pecosa mejilla.
– Sí, cariño. Así era exactamente como me sentía.
De repente, Lexie cerró los ojos. Tenía la extraña sensación de que le habían dado una bofetada. Estaba intentando ayudar a Sammy y, sin embargo, el niño había evocado un recuerdo que siempre intentaba ahuyentar.
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