Fuerte como la muerte (1889) Guy de Maupassant
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Edición: Octubre 2020
Imagen de portada: Johanna van de Kamer Rawpixel / Shutterstock
Diseño de portada: Ana Gabriela León Carbajal
Traducción: Ricardo García
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
El sol se colaba en el amplio estudio por el tragaluz del techo. Era como un gran cuadrado de luz brillante y azul, un espacio abierto sobre un infinito lejano de azul, por el que pasaban rápidamente bandadas de pájaros.
Pero apenas se entraba en la pieza, alta de techo y tapizada, la alegre claridad del cielo parecía como que se atenuaba dulcemente durmiéndose sobre los paños, muriendo en los huecos de las puertas, apenas alumbrando los rincones sombríos, en los que únicamente brillaban como llamaradas los marcos dorados. La paz y el sueño, esa paz de la casa del artista en que el alma humana trabaja, parecían esclavizadas allí.
En paredes como aquéllas en donde el pensamiento mora y se agita agotándose en esfuerzos violentos, parece que todo está fatigado y anonadado cuando aquél reposa.
Todo resulta inmóvil después de aquellas crisis de la vida; todo descansa; los muebles, los paños, los grandes personajes sin terminar en las telas manchadas de color, como si la mansión entera sufriese con el cansancio del dueño y hubiese trabajado con él tomando parte a diario en la lucha sin cesar renovada.
Un leve olor mareante de pintura, de trementina y tabaco a la vez, flotaba en el ambiente y empapaba los tapices y los muebles. No turbaba ruido alguno el solemne silencio fuera de los gritos vivos y rápidos de las golondrinas que pasaban sobre la cristalería abierta, y el grave rumor de París, apenas perceptible más arriba de las techumbres. Dentro del estudio, todo permanecía inmóvil, excepto la intermitente nubecilla de humo del cigarro que Oliverio Bertin, medio echado en un diván. fumaba perezosamente.
Con la mirada perdida en las lejanías del cielo, buscaba asunto para su nuevo cuadro. ¿Cuál sería éste? Nada sabía aún. No era Oliverio artista resuelto y seguro de sí mismo; sino espíritu inquieto de inspiración indecisa, que vacilaba a cada paso, entre todas las manifestaciones del arte. Rico, de buena cuna, poseedor de todos los honores, se encontraba al pie de la etapa de la vida, sin saber hacia cuál ideal había marchado.
Había sido becado en Roma, defensor de la tradición, evocador, como tantos otros, de las grandes escenas de la Historia. Luego había modernizado sus tendencias y pintado hombres de hoy con recuerdos clásicos.
Inteligente, entusiasta, tenaz para el trabajo, cambiando de ideal frecuentemente, enamorado de su arte, que conocía maravillosamente, había adquirido, gracias a la penetración de su espíritu, habilidades de procedimiento verdaderamente notables y gran flexibilidad de talento, debido en parte a aquellas sus dudas y vacilaciones en las tentativas sobre diversos géneros. Tal vez la admiración brusca del público por sus trabajos llenos de elegancia, correctos y distinguidos, había influido sobre su temperamento, impidiendo que fuese lo que, normalmente hubiera sido de otro modo.
Desde el triunfo de su “debut”, le preocupaba, sin darse cuenta de ello, el afán de gustar siempre, y esto torcía secretamente su rumbo y atenuaba sus convicciones. Aquel deseo de agradar aparecía en él con todas las formas y había contribuido no poco a su reputación.
El agrado de sus maneras, las costumbres todas de su vida, el propio cuidado de su persona, su antiguo crédito de fuerza y destreza, de habilidad con la esgrima y la equitación, eran un conjunto de pequeñas notoriedades acumuladas a su creciente celebridad.
A partir de “Cleopatra”, el primer cuadro que dio lustre a su nombre, París se apasionó bruscamente por él, adoptándolo y festejándolo, y fue de pronto uno de esos brillantes artistas del gran mundo que pasean por el Bosque, a quienes los salones miman, y que la Academia acoge desde su juventud. Era, pues, un conquistador por el voto de París entero. La fortuna lo había llevado con mimos y caricias hasta la edad madura.
Bajo la influencia de aquel hermoso día que palpitaba afuera, buscaba Oliverio un asunto poético. Estaba un tanto aletargado por el almuerzo y el cigarro, y soñaba con los ojos hundidos en el espacio, dibujando sobre el azul del cielo rápidas y graciosas figuras de mujer en una avenida del bosque o en la acera de una calle, enamorados a la orilla del agua y buena porción de fantasías galantes que llenaban su espíritu.
Las cambiantes imágenes se contorneaban sobre el cielo vagas e inmóviles, con la alucinación colorista de su mirada, y los revuelos rápidos de las golondrinas, parecidos a flechas disparadas, asemejaban rayas tiradas sobre los dibujos, como rasgos instantáneos de una pluma. Y Oliverio no daba con el asunto.
Todas las figuras entrevistas se parecían a las que ya había hecho; todas las mujeres eran hijas o hermanas de otras ya creadas por su capricho de artista, y el temor vago de que estaba impotente para el arte hacía un año, el miedo de estar agotado, de haber gastado sus facultades, de haber consumido su inspiración, se apoderaba de él en aquella meditación y por aquella dificultad para soñar nuevamente y descubrir una vez más lo desconocido.
Se levantó con dejadez para buscar en el lienzo lo que su pensamiento no hallaba, esperando que haciendo dibujos al azar surgiría de pronto la idea tenaz y rebelde. Sin dejar de hacer bocanadas con el cigarro, sembró líneas y rasgos rápidos con la punta de su difumino; pero cansado de aquellas vanas tentativas, agobiado el espíritu, arrojó el cigarro, silbó una canción popular y recogió de una silla con algún trabajo unas pesadas esferas de gimnasia.
Levantó con la otra mano una cortina corrediza, que ocultaba el espejo que le servía para apreciar la exactitud de las posturas del modelo y medir las perspectivas para obtener la verdad exacta, y colocándose delante, probó los músculos mirándose en el espejo.
Había tenido fama en los estudios de artista por su fuerza, como la tuvo luego en la sociedad por su belleza varonil. La edad, no obstante, pesaba sobre él y lo entorpecía. Oliverio era alto, de ancha espalda y pecho lleno, pero había echado vientre, como los antiguos luchadores, aunque hacía esgrima y montaba todos los días.
Tan sólo la cabeza era tan hermosa como antes, aunque de distinto aspecto; los cabellos blancos, cortos e hirsutos daban mayor brillo a la mirada de sus ojos bajo las cejas grises. Su bigote áspero, de soldado viejo, había permanecido casi castaño y daba al rostro extraño carácter de energía y fiereza.
De pie ante el espejo, las piernas juntas, el cuerpo recto, hacía describir a las esferas de hierro los movimientos reglamentarios, sostenidas en el extremo de su musculoso brazo, y seguía con complacida mirada el propio esfuerzo tranquilo y vigoroso.
De pronto, en el espejo que copiaba todo el estudio, vio moverse un tapiz. Apareció después una cabeza de mujer, sólo la cabeza, que lo miraba, y oyó una voz que decía a su espalda:
—¿No hay nadie?
—Presente —contestó volviéndose.
Arrojó las esferas sobre una alfombra y se dirigió hacia la puerta con agilidad un tanto forzada. Entró una mujer vestida con traje claro, y cuando se dieron las manos, dijo:
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