– ¿Quieres que te acompañe a ver coches cuando decidas comprarte uno?
Ella había hecho una pausa para mover la salsa de los espagueti y lo miró sorprendida.
– Si te digo la verdad, eso es algo que no le pediría ni a mi peor enemigo, pero, si lo dices en serio… estaré encantada.
– Claro que lo digo en serio. ¿Te dijo el médico que podías salir sin problemas?
– El médico me dijo que debía pasar un par de días en la cama, y yo he descansado hasta que ya no he podido más.
– ¿Tanto como para recordar el accidente?
Fue la primera vez que le flaqueó la sonrisa.
– No -admitió-. Es como si esas veinticuatro horas anteriores al accidente hubieran desaparecido por completo.
Recogió la chaqueta y se la puso sin dejar de mirarla.
– Hace muy pocos días que ocurrió.
– Lo sé, y el médico me ha dicho montones de veces que es algo normal, pero es que… Andy, tú no me conoces. No soy una persona que se venga abajo en una crisis. Participo en equipos de rescate. Recorrí la pista que cruza los Apalaches sola cuando no era más que una cría, y teniendo en cuenta que el accidente no fue culpa mía, no entiendo por qué no consigo recuperar esos recuerdos. A no ser que ocurriera algo más.
Se sentía tan frustrada que no se había dado cuenta de que blandía la cuchara de madera de la cocina y que estaba salpicando el suelo con motas rojas. Andy volvió a decirse que ya era hora de marcharse, pero antes le quitó el arma letal de las manos.
– No sé qué otra cosa te imaginas que pudo ocurrir. ¿Es que temes haber asaltado la tienda de licores aquel mismo día?
Era sólo una broma, pero no conseguía verla sonreír igual que antes.
– Yo qué sé… quizás.
– Y quizás las vacas vuelen. Tienes razón en lo de que no te conozco, Maggie. No te conozco bien todavía, pero mi primera impresión es que no eres potencialmente peligrosa para la comunidad.
– A veces sobrepaso el límite de velocidad -se defendió.
– ¡Esposadla y tiradla al río!
– Ya basta, Andy. Estás consiguiendo que me sienta mejor.
– Vaya… digamos que esa era la idea inicial. De hecho, si para ti rebasar el límite de velocidad es algo que te hace sentir culpable, creo que puedes estar tranquila en cuanto a haber robado bancos.
– Está bien, admito que yo también lo creo -dijo, y suspiró-. Pero es que no dejo de tener sueños extraños. No son pesadillas, porque no hay nada en ellos, pero me despierto con el corazón en la boca, las palmas húmedas y la sensación de haber hecho algo realmente malo.
Andy estaba tan cerca que hubiera podido tocarla, pero no pretendía hacerlo. Fue su mano la que se levantó como con vida propia para rozar su mejilla. Era una mujer que emanaba integridad y honestidad, y él sólo quería comunicarle tranquilidad y comprensión, algo que las palabras no parecían estar consiguiendo; pero tampoco podía negar que algo más había motivado aquel deseo de rozar su mejilla.
Como por ejemplo, el ritmo de sus caderas al andar, su sentido del humor, el hecho de que llamase a un ciervo Horacio, aquel aroma elusivo tan suyo y cómo sus hormonas se despertaban estando junto a ella, algo que hacía años que no le ocurría. No es que le faltase compañía femenina…, es más, de hecho todas las casamenteras de la ciudad habían intentado encontrarle pareja desde el divorcio, pero él no era hombre que se dejase llevar por impulsos. Por otro lado, era ya demasiado mayor como para que una cara bonita le hiciera perder la cabeza, y la clase de atracción verdadera necesitaba pasar unas cuantas pruebas antes de arriesgarse a un nuevo fracaso y al dolor que ello traía consigo.
De modo que era demasiado pronto para pensar en tocarla; y tremendamente temprano para pensar en besarla.
Pero una vez su palma rozó la mejilla, ella levantó la cara. Había algo en ella, una expresión que le contrajo el corazón, una conexión en su mirada que lo empujó a acariciarla con el pulgar. Ella no se movió, y se limitó a mirarlo recelosa, pero sus labios estaban ya entreabiertos para cuando los rozó con los suyos.
Suave. Sus labios eran suaves, cálidos y temblorosos. En las dos ocasiones en que se habían encontrado, ella se había empeñado en hacerle creer que era una mujer capaz de cuidar de sí misma, y él así lo había creído. Quizás fuera esa la razón de que se hubiera sentido atraído tan rápidamente. Pero no era así como besaba.
Sus labios se rozaron, se reconocieron, y fue como descubrir una pradera de flores silvestres en una ventisca. Mágico. Un momento fuera de la realidad que parecía carecer de sentido.
Ella apoyó la mano en su cazadora de cuero, ni reteniéndolo ni apartándolo; sólo descansando allí. Y aquel beso que parecía ser un conjuro, el encanto de su aroma, de su textura, de la forma en que su boca parecía encajar con él, casi como si le perteneciese, como si hubiera estado echándola de menos todo aquel tiempo sin saberlo.
Al final, se separó y, al final, ella abrió los ojos, y ambos se miraron con la misma sorpresa que lo harían dos adolescentes. Y, al final, ambos tuvieron que sonreír.
– No he venido por esto -dijo él.
– Ni yo lo he pensado.
– Sólo quería asegurarme de que estabas bien. Esa es la verdad.
– Te creo, Andy.
– No sé… esta clase de química es algo que viene de pronto, sin saber de dónde, y es algo en lo que no se puede confiar y que sólo sirve para crear problemas.
– Estoy completamente de acuerdo.
– Ah -se subió la cremallera de la cazadora y sonrió-. En fin…, no te quepa duda, volveré.
Maggie terminó de fregar los platos y limpió la encimera, pero todo ello sin dejar de mirar asiduamente por la ventana de la cocina. Durante el mes de diciembre, el sol desaparecía muy pronto por la tarde, y tras dos días de vendavales y nevadas continuas, la nieve había adquirido formas místicas que parecían esculturas de hielo a la luz de la luna. Pero delante de su casa no había ningún coche, a excepción del de su hermana. Andy no tenía que llegar hasta una hora más tarde, así que no tenía por qué empezar a mirar por la ventana tan pronto.
Se secó las manos con el trapo, sorprendida y exasperada al mismo tiempo por lo nerviosa que estaba. Los hombres nunca la habían puesto nerviosa. De hecho, pocas cosas en la vida tenían la capacidad de intimidarla… a parte de las inquietantes pesadillas que seguían poblando sus sueños desde el accidente. Pero ese problema no tenía nada que ver con Andy.
No solía mostrarle su casa a desconocidos, y mucho menos su dormitorio, pero es que había sentido algo muy particular las dos veces que había estado con él. La mayoría de hombres decían sentirse a gusto con una mujer fuerte, pero en realidad no era así, sino que buscaban una mujer vulnerable y tradicional, algo que jamás encontrarían en ella. Llevaba demasiado tiempo siendo fuerte e independiente, y no estaba dispuesta a disimular, si un tipo tenía que asustarse por algún rasgo de su carácter, cuanto antes mejor, antes de que alguno de los dos hubiese puesto demasiados sentimientos en juego.
Pero Andy no se había asustado. Al menos por nada de lo que había hecho hasta aquel momento. Y para ella, era toda una sorpresa, ya que los hombres siempre tenían algo que decir sobre que una mujer viviese sola en un lugar como aquel. Siempre se preocupaban por su seguridad.
Pero para ella la segundad era algo relativo. Era capaz de atravesar una montaña en medio de una ventisca de nieve, o de enfrentarse a un ciervo herido que se pasease por su jardín. La palabra peligro no aparecía en su vocabulario…, hasta conocer a Andy. Algo en aquellos ojos oscuros y llenos de sensualidad olía a peligro.
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