– Vaya, hombre… pues no. Pero si me dejas pensar un momento, seguro que puedo encontrar algún cargo que…
Ella se echó a reír.
– Mientras tanto, ¿cómo quieres el café, solo o con leche?
– Solo, pero no quiero causarte molestias.
– Tonterías. Aquí fuera me estoy congelando y a mí también me vendría bien tomar algo caliente. Vamos, entra y no, no tienes que quitarte las botas. Este suelo aguanta bien la nieve.
Entró detrás de ella, se quitó la cazadora y la colgó de una percha junto a la de ella. Bajo la cazadora, Maggie llevaba un jersey rojo de cuello vuelto, vaqueros y calcetines gordos. Ropa cómoda y práctica, pero que no ocultaba sus curvas.
Pero él sólo la observaba para saber si de verdad estaba tan recuperada del accidente como parecía querer demostrar. Se movía con cuidado, y la vio echarse mano inconscientemente a las costillas, como si todavía le doliesen esas magulladuras. De todas formas. Parecía estar bastante mejor… de modo que le resultaba tremendamente fácil dejar vagar la mirada hacia otros puntos de su anatomía que nada tenían que ver con sus motivos altruistas.
Con esfuerzo se obligó a cambiar de objetivo mientras ella sacaba tazas y café.
La casa podía verse de un solo vistazo. La planta baja era toda una sola estancia, con la cocina elevada sobre el resto por dos escalones. Las paredes eran de ladrillo, con un horno de hierro fundido. Teteras de varios colores y tamaños colgaban de un aro de metal que bajaba del techo, y una salsa para espagueti borboteaba sobre el fuego, llenándolo todo con un aroma especiado.
El salón tenía una pared de piedra con la chimenea encastrada en ella; el fuego estaba encendido, y las chispas saltaban y subían por el tiro. Una puerta doble de cristal daba a una terraza con el piso de madera, y proporcionaba una magnífica vista del bosque.
A Maggie debía gustarle el azul, porque las sillas, los sillones y la alfombra eran de ese color. Nada parecía demasiado caro, ni tampoco que hubiera sido buscado para encajar en el mismo tono de azul, sino que daba la impresión de que, simplemente, a su propietaria le gustaba el azul.
– No me importaría que me dijeras que mi casa te parece preciosa -dijo, cuando se volvió hacia él con dos tazas de humeante café-. Es más, herirías mis sentimientos si no lo hicieras.
– Es más que preciosa -contestó-. Parece un lugar en el que refugiarse de todo.
– Buen chico -sonrió-. Yo misma la construí. Bueno, más o menos. Yo sola no habría podido ocuparme de colocar la chimenea, ni de poner las ventanas o las acometidas de agua, pero yo la diseñé, hice el trabajo de la piedra e incluso del techo, así que creo que puedo atribuirme parte del mérito.
– Estoy impresionado. En serio.
– Bueno, la verdad es que estuve a punto de partirme el cuello haciendo el techo… Intentaba pasar por superwoman cuando en realidad debería haber pedido ayuda. Pero esa es otra historia… -tomó un sorbo de su taza azul papagayo-. Ven. Te enseñaré el resto. No es que haya mucho. Arriba hay un dormitorio, mi despacho y un trastero.
El trastero combinaba la zona de lavado con la de almacenaje de equipo deportivo. Debía ser una experimentada esquiadora y escaladora, a juzgar por la solidez del equipo, y tenía una selección de herramientas que haría babear a cualquier hombre. Como contraste, su despacho era absolutamente femenino. Un ordenador de última generación rodeado de velas perfumadas, bolas de popurrí, una lámpara con una pantalla de encaje, plantas y fotografías compitiendo por espacio.
– ¿Trabajas desde aquí?
– Sí. Preparo documentaciones técnicas para Mytron. Confecciono catálogos y manuales de sus productos, y de vez en cuando, una vez al mes más o menos, voy a Boulder para reuniones y cosas así. Para el resto del trabajo lo único que necesito es un teléfono, un fax y un módem. Y en cuanto al dormitorio… bueno, te lo enseño si prometes taparte los ojos.
El se echó a reír.
– Confía en mí, ya he visto muchos desórdenes.
– Ya. Eso también lo he oído yo otras veces. Me refiero a un verdadero desorden. Hasta mi hermana se avergüenza.
Una escalera los condujo al piso superior. La habitación sólo tenía dos paredes. La tercera era una barandilla a media altura desde la que se veía el salón. Y el desorden era tal que Andy tuvo la certeza de que ningún hombre había estado durmiendo allí recientemente.
La vio esconder rápidamente un sujetador y algo rosa bajo la cama, pero aquel desorden revelaba algo más, a pesar de lo que intentaba aparentar, había pasado malas noches desde el accidente. La cama estaba completamente deshecha, como si hubiese tenido pesadillas.
Había un enorme tragaluz en el techo y una alfombra oriental en el suelo que debía cubrir casi hasta el tobillo al andar por ella, pero era difícil asegurarlo teniendo en cuenta el número de libros, prendas y papeles que abarrotaban el suelo. El baño era lo bastante grande como para tener una bañera cuadrada y un tocador. Su aroma lo perfumaba todo, un aroma suave, no dulzón; no era un perfume que pudiese identificar pero sí singular y evocador. Como ella.
– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
– Casi cuatro años. Crecí en Colorado Springs, y empecé a trabajar para Mytron después de graduarme. Me gusta mucho vivir en el campo, y mi hermana vivía aquí. Después, cuando a mi cuñado le diagnosticaron el cáncer… bueno, ella es toda la familia que tengo y necesitaban ayuda. Me costó un poco convencer a Mytron de que podía hacer el trabajo desde aquí, pero cuando lo conseguí, empecé a buscar un terreno en el que construir una casa. Esta zona me encantó.
– Yo he nacido aquí, y también me encanta. Creo que me he hecho adicto a estas montañas, y no puedo imaginarme viviendo en otro sitio, en uno de esos en el que los edificios te rodean por todas partes -mientras bajaban, Andy reparó en la ligera cojera de su pierna derecha, hasta que una sombra que se movía en el porche llamó su atención…, al menos, durante un segundo-. Mm… creo que tienes un ciervo en el porche.
– Sí. Horacio. Es un mirón. Suele presentarse a esta hora del día y le gusta mirar por la ventana, además de llevarse siempre un pequeño piscolabis, claro. El otoño pasado se enamoró. Me trajo a Martha al patio para presentármela, pero no he vuelto a verla desde entonces. Supongo que lo suyo ha debido ir mal, así que Horace ha vuelto a venir a mi ventana.
Andy se rascó la barbilla.
– No estoy seguro de si se pueden presentar cargos contra un ciervo mirón.
– De todas formas, no los presentaría. El único vecino que de verdad me molesta es Cleopatra, es una mapache ladrona, y se lleva todo lo que no está clavado o bien sujeto. ¿Quieres más café?
– Gracias, pero no tengo más remedio que marcharme. Nunca había oído que llamasen a una mapache Cleopatra.
– La verdad es que le queda como anillo al dedo. Si la vieras, te enamorarías de ella. Todas las primaveras tiene crías. Yo creo que su éxito reside en la mirada. Es la de una mujer fatal.
Volvió a hacerle reír, pero estaban ya en la cocina para recoger su abrigo, de modo que sólo le quedaban unos minutos para poder hablar de algo serio.
– ¿Maggie?
Ella ladeó la cabeza al percibir su cambio de tono.
– Estás muy aislada en este lugar. ¿De verdad te manejas bien desde el accidente?
– Sí, de verdad. Muy bien.
– ¿Y sin coche?
– Bueno, no tengo más remedio que salir a comprar, claro…, lo cual es ya de por sí una maldición, pero me manejo bien. Colin me ha traído algunas verduras, y en esta época del año tengo siempre el congelador lleno porque suele haber alguna ventisca antes de Navidad. Así que estoy bien, de verdad.
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