Jennifer Greene - Mi Bella Durmiente

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Maggie Fletcher podía recordarlo todo excepto lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Menos mal que, por suerte para ella, el sheriff local Andy Gautier estaba en el caso. En la ciudad se decía que era capaz de llegar al fondo de cualquier asunto… o de cualquier persona.
Andy se había jurado a sí mismo que ayudaría a su bella durmiente a recuperar el día que había perdido. Pero le estaba costando mucho concentrarse en el trabajo…

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Tenía que haber algún fallo. No podía ser tan perfecta para él, con él, sobre todo teniendo en cuenta que apenas se conocían.

– Estás siendo muy comprensiva con un tipo que se presenta a tu puerta cansado y sin afeitar, después de haber echado a perder una tarde perfecta para el esquí de fondo.

– De lo del afeitado, ya me he dado cuenta, pero es una de esas cosas parecidas a las del dentífrico… si te presentas algo descuidado, yo no tendré que avergonzarme si descubro de pronto que llevo un agujero en el calcetín. Y en cuanto a los planes para esta tarde…, cuando me di cuenta de que no ibas a poder llegar, se me ocurrió otra cosa. ¿Sigues estando de guardia?

– Técnicamente la tarde de los jueves la tengo libre, pero nunca se sabe, sobre todo, después de un día como el de hoy. Siempre que esté localizable a través del teléfono móvil.

– Entonces, digamos que puedo raptarte siempre que tú puedas llamar a casa, ¿no?

– La pregunta tiene trampa, pero la respuesta no. Tú puedes raptarme como te dé la gana -contestó.

Aunque en realidad, no pensaba que fuera a hacerlo, por supuesto. Pero una hora más tarde, se preguntaba si alguna víctima de un secuestro habría disfrutado tanto como él lo estaba haciendo con el suyo.

Habían esquiado más o menos un ki1ómetro y medio mientras la luna iluminaba el cielo. El iba de mula de carga. Desconocía lo que había en la mochila pero pesaba bastante, aunque nada habría podido distraerlo de los placeres del paseo, que resultó ser lo bastante largo como para conseguir que olvidase las tensiones del día. La luna en la nieve era otro mundo, sobrecogedor y pacífico, y los bosques resultaban fragantes y misteriosos. Asustaron primero a un ciervo, y después a un zorro, pero llevaban ya un rato sin ver a un solo animal.

El fuego hipnótico crepitaba rodeado por un lecho de piedras, pero para Andy aún era más hipnótica la imagen de Maggie. Estaba agachada, asando el pollo en el improvisado asador hecho con palos. Ella llevaba la leña en su mochila, y él el polio, un termo con caldo caliente y patatas. Mientras ella trabajaba, él aprovechó su papel de cautivo para sentarse sobre un aislante que había traído ella, apoyada la espalda contra un tronco.

El lugar en el que estaban no podía verse desde su casa, y resultaba un escondite perfecto. Daba a un pequeño precipicio en cuyo fondo caía el agua del deshielo. La luna se asomaba entre los picos de las montañas.

– Este lugar tiene que ser un pedazo del paraíso -comentó.

– Sin duda. La belleza del lugar es lo que me animó a comprar en un paraje tan aislado, y afortunadamente es algo que no puede apreciarse desde la carretera. Me pone la piel de gallina pensar que algún turista pueda descubrirlo y pretenda sacarle partido. ¡Ay va! Me he olvidado de traer vasos.

– Creo que sobreviviré a compartir el termo contigo.

– ¿Te gusta el caldo? Viene bien en una noche de frío como esta.

El no había notado ningún frío. Los pinos rodeaban el lugar, proporcionándole abrigo del viento, pero era el calor que generaba ella lo que él más notaba.

– ¿Sabes una cosa? Me parece que te insulté al decirte que no tenías potencial como delincuente. Lo retiro. Tienes las dotes necesarias para ser una buena secuestradora. Puede que al final, tengas futuro tras las rejas.

– Sí, ya, ahora te atreves a hacerme cumplidos, pero es que todavía no has probado mi cocina. Y creo que el pollo ya está. No, no te levantes. Has tenido un día bastante más duro que el mío.

Y Andy se dejó mimar.

Nada, ni el mejor caviar iraní, ni el mejor plato de cocinero francés podrías haberle sabido tan bien como aquel pollo asado directamente al fuego. Maggie se acomodó junto a él, y ambos dieron cuenta de la comida como lobos hambrientos. Cuando Maggie empezó a hablarle de las compras de Navidad que había estado haciendo con su hermana, Andy comprendió que se trataba simplemente de charlar, pero al poco se dio cuenta de que la preocupación por su hermana estaba latente en sus palabras.

– Según lo cuentas, da la sensación de que fueses tú la responsable de su casa -comentó.

– Bueno, en cierto modo es así. Al fallecer nuestros padres, yo soy toda la familia que le queda a Joanna, y tras la muerte de Steve, se sintió perdida. Siempre ha sido una soñadora, una mujer frágil y muy emocional, y Steve la tenía entre algodones. Jamás iba al banco, ni sabe cómo arreglar un grifo.

– Dices que el mayor de tus sobrinos ha tenido problemas últimamente. ¿Qué clase de problemas?

Maggie dudó.

– Colin tiene quince años. Le conociste la primera vez que viniste a mi casa… no me refiero a problemas graves, Andy. Es un chico de gran corazón, pero tras la muerte de su padre, parecía como enfadado o confundido. En el colegio se metió en algunas peleas, empezó a faltar a clases… Es un buen chico, pero…

– Pero echa de menos a su padre.

Maggie asintió.

– Y Joanna ha estado tan sumida en su propio dolor que… no es que no quiera a sus hijos; al contrario, los quiere más que a su propia vida, pero es que hasta los problemas más pequeños la desequilibran.

Andy recogió los platos y los cubiertos y los lavó en la nieve.

– Pues a mí Joanna me pareció bastante segura la noche que la conocí. Me miró de arriba abajo en cuanto supo que aquel extraño era quien iba a ver a su hermana pequeña. Incluso llegué a pensar que iba a tener que mostrarle mis credenciales -añadió.

– Los hombres suelen caerse de espaldas en cuanto la ven. Debe ser el pelo rubio y esos enormes ojos que tiene.

Andy había reparado en ambas cosas. La hermana de Maggie era indiscutiblemente atractiva, pero es que la única belleza que últimamente le afectaba a él tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Una belleza que había aceptado el papel de bastión central de la familia: dinero, tiempo, dedicación…

– A veces hay que darles a las personas una razón para que asuman sus propias responsabilidades -dijo con cuidado.

– Pero ella nunca ha sido la responsable de…

– ¿Y crees que no podría serlo?

– Bueno, sí, puede que sí, pero ¿y si me necesita y yo no estoy ahí?

Era evidente que preferiría caminar sobre ascuas que fallarle a su hermana. Lo mejor sería no poner en tela de juicio su indiscutible lealtad; además, no conocía bien la situación. Terminó de recoger las cosas, añadió un par de troncos al fuego y volvió a acomodarse junto a ella.

– Anda, ven aquí.

– ¿Aquí, dónde?

Andy la acurrucó en su costado.

– Vas a tener que soportar un abrazo quieras o no quieras. Es culpa tuya. Las cosas que voy sabiendo sobre ti, me dejan frío.

– Sí, ya veo lo frío que estás. Te advierto, Gautier, que no debes empezar a pensar que soy una buena persona porque te equivocarías.

Teniendo en cuenta lo que abultaba la ropa de invierno que llevaban puesta, era sorprendente que un abrazo así pudiera inspirar intimidad. Quizás fuese por lo sorprendentemente bien que encajaba a su lado, o por aquellos luminosos ojos verdes, tan llenos de ingenio y dulzura.

– ¿Una buena persona? ¿Tú? Ni se me ocurriría pensarlo. En mi trabajo, hay que saber juzgar bien a las personas si quieres sobrevivir, y en tu caso, me bastó con echarte un vistazo en aquella cama de hospital para saber lo malvada que eres. Y hablando del hospital… ¿has recordado ya esas veinticuatro horas que te faltan?

La inmovilidad que siguió a aquella pregunta le confirmó que aquel lapso de memoria la seguía inquietando.

– No.

– Ya. De todas formas, no es difícil imaginar los siete pecados capitales que habrías podido cometer. ¡Si en las dos últimas horas podría acusársete de gula y secuestro!

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