Jennifer Greene - Mi Bella Durmiente

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Maggie Fletcher podía recordarlo todo excepto lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Menos mal que, por suerte para ella, el sheriff local Andy Gautier estaba en el caso. En la ciudad se decía que era capaz de llegar al fondo de cualquier asunto… o de cualquier persona.
Andy se había jurado a sí mismo que ayudaría a su bella durmiente a recuperar el día que había perdido. Pero le estaba costando mucho concentrarse en el trabajo…

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La cordura lo abandonó un poco más. Incluso podría decirse que cayó a un pozo sin fondo. Ganarse su confianza era algo serio, importante, pero algo en lo que podría pensar al día siguiente. En aquel momento sólo podía pensar en tenerla desnuda, en la cama, con la puerta del dormitorio cerrada. Sentía la curva de sus pechos, pero no podía tocarlos. Sentía la curva de sus nalgas a través de los pantalones de esquí, pero no podía acariciar su piel. Quería sentir su carne. La quería a ella. Y el deseo se apoderó de él y lo abrasó.

– Andy, podríamos…

– Maldita sea, Maggie, no me digas eso.

A la escasa luz del fuego, su pelo era de color coñac, los labios le temblaban y sus ojos verdes reflejaban a un tiempo deseo y sinceridad.

– No sé si estamos haciendo bien. Tengo miedo de que sea demasiado pronto, pero Andy… nunca me había sentido así. Con nadie. Y me cuesta creer que nos estemos equivocando con un sentimiento tan fuerte como este…

Un ruido discordante les llegó de quién sabe dónde. Todos los sonidos que los rodeaban, el crujir de los pinos, el silbido del viento, el crepitar del fuego… todos ellos eran sonidos naturales, pero no aquel.

Maggie levantó la cabeza como si alguien la hubiese abofeteado.

– ¿No es tu teléfono móvil?

– Sí -murmuró él, aderezando la respuesta con una amplia variedad de maldiciones, pero la besó una vez más antes de separarse de ella para sacar el maldito teléfono de la maldita mochila. La única voz que quería oír era la de Maggie, y deseaba de verdad saber a dónde quería llegar con aquella conversación, aunque sus hormonas le estuviesen ya gritando la respuesta.

Maggie quería hacer el amor con él. No de una forma convencional o fácil, pero parecía más que dispuesta a una aventura salvaje sobre la nieve. Igual que él.

Pero la ley, desgraciadamente, era su vida y su trabajo. La calidad de la comunicación era bastante mala, pero pudo descifrar el mensaje. Paul Shonefeid estaba destrozando el bar; no es que fuera la primera vez, pero las navajas acababan de aparecer en la pelea, y su ayudante sabía que lo estrangularía si intentaba enfrentarse a esa clase de problemas solo.

Maggie sólo necesitó oír el final de la conversación para ponerse rápidamente en pie, y para cuando Andy colgó, ya había apagado el fuego y estaba doblando el aislante.

En cuestión de minutos, llegaron esquiando hasta su casa. La bajada con el viento helado debería haber apagado sus hormonas, pero no fue así. Maggie lo había recogido todo y no había dicho una palabra. Su mujer le habría hecho pagar con dos semanas de disculpas y lo habría vuelto loco con que su trabajo era más importante que ella, pero Maggie parecía aceptar y comprender que su trabajo no encajaba en un horario de ocho a cinco.

Una vez en su casa, la hizo apoyarse contra la puerta trasera para un último y largo beso.

– Eso está mucho mejor, Gautier -murmuró.

– ¿Mejor?

No comprendía qué quería decir.

– Sí. Has vuelto a sonreír. Hace un rato, he temido que fueras a arrancarme la cabeza.

– No estaba enfadado contigo, Maggie.

– Lo sé. Estabas enfadado por la interrupción, pero tu expresión era más negra que una nube de tormenta -hizo una pausa-. Sé que tienes que irte, pero quiero decir que… que esto no ha salido como había pensado. Creía que una cena al aire libre sería algo que podríamos hacer juntos sin complicaciones.

– Yo también, pero la nieve y el frío no han sido capaces de enfriarnos. Quizás deberíamos probar a nadar un rato en uno de los lagos de la montaña. -¿Crees que funcionaría?

Andy rozó su mejilla.

– No. Creo que los dos sabemos lo que va a pasar, pero lo último que querría hacer es presionarte, Maggie. Encontraremos la forma de pisar el freno.

Y lo decía en serio; el problema era cómo.

Cuando paró el coche frente a Babe’s, el bar del conflicto, Mavis lo estaba esperando. Su ayudante era un hombre moreno, de ojos negros, cuarenta y siete años y casi uno noventa de estatura. A diferencia de John, que tenía el tamaño adecuado pero no la capacidad ni el valor, Mavis podría vencer a cualquier hombre en una pelea sin salir herido, pero Andy era muy estricto con las medidas de seguridad. Había situaciones a las que no debían enfrentarse sin apoyo, y aquella era una.

Un tiro al aire llamó la atención de la gente, probablemente porque ya se habían cansado de pelear. El bar estaba patas arriba, sillas rotas, mesas tiradas, un espejo roto…, pero los daños de las personas eran mucho peor, una herida de navaja en un brazo, un hombre inconsciente y tres o cuatro con magulladuras. Paul Shonefeld había pegado primero, como siempre. Era un tipo testarudo a quien el alcohol le hacía perder fácilmente los estribos, pero siempre había tenido dinero suficiente para pagar los daños y las indemnizaciones.

Pero no en aquella ocasión. Andy y Mavis llevaron a dos de los heridos al hospital para que les dieran puntos en los cortes, aguantaron las quejas y protestas de Babe hasta que se calmó, mandaron a todo el mundo a casa y después metieron a Paul en su coche, quien no dejó de patalear y protestar durante el tiempo que tardaron en llegar a la cárcel,

Andy no discutió con él, sino que se limitó a encerrarlo. La oficina del sheriff compartía el edificio con correos, de modo que lo que utilizaban a modo de calabozo no era tal, sino una habitación pequeña con barrotes en las ventanas, una cama y un buen cerrojo. Paul conocía bien el camino.

– Mañana estaré fuera -espetó.

– Ni lo sueñes. Cruzaste la línea al sacar la navaja.

– Yo no fui el primero en sacarla. Fue Brooker. Yo sólo me defendí. Nadie puede decir lo contrario…

– Nadie excepto yo, Shonefeld. Ahí tienes agua y un water, así que no quiero volver a oír tu voz hasta mañana por la mañana, porque cualquier cosa que quieras decir, será ya delante del juez.

– Primero tengo que llamar por teléfono…

Técnicamente tenía ese derecho, pero Shonefeid se quedó dormido antes de poder hacerlo.

Andy se sentó en la silla de su abuelo frente a la mesa con la luz de neón brillando sobre su cabeza. La iluminación navideña adornaba Main Street, pero ni un solo coche pasaba a aquellas horas, de modo que el único sonido era el del segundero del reloj y el de su bolígrafo.

La adrenalina tardaba un poco en recuperar su densidad normal tras enfrentarse a tipos como Shonefeld, pero su cabeza pronto dejó de pensar en él. Sólo tenía sitio para Maggie. Bajo cero como estaban y tras dos horas de altercado y ella seguía ahí, colándosele en la cabeza como lo haría el perfume de las rosas por una ventana abierta en verano.

Y corno a una rosa pura, rara, generosa y frágil, tendría que cuidarla. Se sentía tan bien con ella que no podía volver a correr el riesgo de echarlo todo a perder ya que, el hecho de que viviese sola quería decir que otros hombres o habían intentado atarla, o la habían dejado en la estacada, y él no quería hacer ninguna de las dos cosas. Pero si Maggie consideraba el amor como una atadura en lugar de como una fuente de libertad, iba a necesitar tiempo para mostrarle que una relación podía ser diferente a lo que ella se temía.

Jamás había conocido a una mujer que fuese tan perfecta para él, un alma gemela que no había creído que existiera. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró los ojos, consciente de que estaba intentando trazar una estrategia con la que poder ganarse a Maggie. Y uno no puede trazar estrategias con la magia. Ni siquiera se puede explicar de dónde sale.

Pero así estaban las cosas, y su corazón lo sabía.

Maggie se puso una chaqueta, agarró la escalera y salió fuera. El sol brillaba tanto que la nieve parecía una alfombra de diamantes, pero en lo que a ella concernía, en paisaje podría haber sido desértico. Estaba de un humor de perros. Mejor, de osos. De una hembra de oso con síndrome premenstrual.

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